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Miércoles, 12 de marzo de 2008
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Entrevista al escritor Pedro Mairal, autor de Salvatierra

“La literatura es lo que no te animaste a decir”

En su nueva novela presenta como personaje a un pintor mudo, que nunca expuso el gran cuadro que pintó. Mairal no se reconoce en esa imagen de “Bartleby”, pero asegura: “Si yo fuera valiente, publicaría con seudónimo”.

Por Silvina Friera
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“Mis libros tienen como una especie de crecimiento botánico: maduran a su debido tiempo”, señala Mairal.

Si no fuera porque la novela está escrita y firmada por Pedro Mairal, Salvatierra (Emecé) podría ser la nouvelle de un escritor japonés clásico, contemplativo, discreto y hondo. Como las aguas de un río, así fluye este texto sobre el mito de un pintor mudo, autodidacta, ingenuo, sin intenciones artísticas, que nunca participó de la vida cultural ni expuso el gran cuadro que pintó: rollos larguísimos de tela que registraban la vida en su pueblo litoraleño, el imaginario Barrancales, a lo largo de sesenta años. Desde las chicas adolescentes manchadas por el sol, las calles bordeadas de árboles por donde pasan ciclistas medio dormidos y la nena a la que se le trepan multitudes de hormigas por la pierna, hasta el agua mansa que pintó quince días antes de morir, las escenas de ese paisaje móvil condensan su autobiografía sin que él esté retratado; como si intuyera que la ausencia del autor mejora la obra. El hijo más joven de Salvatierra será el encargado de desenrollar ese gran cuadro que le quedó como herencia y de rescatar el único de los rollos que falta de la serie, robado por una venganza. Quizá siempre que alguien se hunde en el pasado familiar, puede encontrarse con secretos que emergen a la superficie con la contundencia de las pinceladas de Salvatierra.

Entre quesitos, salamines, pancitos y cervezas, Mairal improvisa una picada en el living de su casa. En el departamento donde vive, en un piso catorce, no llegan los ruidos de la calle ni de sus vecinos, sólo el rezongo del viento se filtra de tanto en tanto en ese ambiente austero, con pocos muebles y una biblioteca que espera recibir los libros que faltan mudar. “La semillita primera de la novela apareció cuando vi un documental de Pollock donde contaban que se bloqueó y no pintó más. Entonces me imaginé a un tipo que pintaba todos los días un cuadro con la idea de desbloquearse”, cuenta Mairal en la entrevista con Página/12. “De algún modo me propuse mostrar cómo se puede conocer a una persona a través de su obra, incluso el hijo se conoce un poco más así mismo cuando se ve pintado por su padre. Me interesaba reflexionar sobre qué termina significando la obra entera de un artista. Es el cuento de Borges del tipo que dibuja el universo y termina dibujando las líneas de su cara. Aunque no me convence mucho ese cuento, me gusta la idea. No me gusta el concepto de cara, no me parece que la cara cifre a una persona, pero sí creo que la obra total termina significando algo, más allá de las intenciones del autor.”

–¿Percibe una maduración diferente en esta novela respecto de las anteriores?

–Mis libros tienen como una especie de crecimiento botánico: maduran a su debido tiempo. En mis anteriores novelas había una urgencia narrativa. El chico de Una noche con Sabrina Love tiene la urgencia del deseo, pasar una noche con la actriz porno, y está la velocidad de la ruta y no había mucho tiempo para detenerse; tampoco en El año del desierto, donde se cuentan 400 años de historia como una pesadilla hacia atrás. Salvatierra es el primer libro donde puedo detenerme un poco, trabajar en un tono más pausado y más lírico. Es más lento y contemplativo, y en ese sentido tiene una maduración diferente.

–Pareciera que prefiere a los “hijos y nietos de Bartleby”, escritores o artistas que rechazan la exhibición, se retiran, están al margen, aunque siguen produciendo. ¿Por qué tiene predilección por esos personajes? ¿En el fondo será un poco así?

–Nooo, si yo soy supervanidoso (risas), a mí me encanta publicar. Me interesa mucho escribir, comunicarme con la gente, que me digan qué cosas le gustaron o no del libro, eso me enriquece mucho. De las tapas para afuera, acompaño el libro, pero lo que más disfruto es la escritura misma, esa cosa autista de estar encerrado pasándola muy bien en tu propio mundo mental. Me interesaba de Salvatierra eso que él dice: “Hagan lo que quieran con mi obra, yo disfruté haciéndola”. Me gusta que los libros tengan su autonomía, que no necesite leerse otras cosas mías para entenderlos. Si yo fuera valiente, publicaría con seudónimo, así los libros quedarían despegados de mí, de mi historia, de mi formación de solapa.

–Pero qué contradictorio, alguien vanidoso no publicaría sus libros con seudónimo...

–Y sí, ésa es mi contradicción, lo que pasa es que la vanidad te termina traicionando, pero publicar con seudónimo me parece un buen ejercicio, es para pensarlo. Salvatierra es una especie de ideal a cumplir: disfrutar haciendo tu obra y después que los demás hagan lo que quieran. César Mermet cuando se estaba muriendo le dijo a su mujer: “Dale todo a Félix della Paolera”. El quería que su obra existiera, él creía en la trascendencia. Fue durante toda su vida un tipo invisible que se traspasó a su obra. Salvatierra es así, pero más involuntariamente, lo hace más desde la ingenuidad porque el personaje no es un teórico de su propia obra.

–¿Dentro de qué línea estética del arte imagina lo que pinta Salvatierra?

–Imagino una pintura con muchas transformaciones y mucha libertad, que por momentos se valía de la historieta o podía ser surrealista o casi abstracta, en los entramados de ramas y bosques, pero en donde pesan mucho las continuidades, las escenas que se entraman con otras. En realidad tenemos la concepción de que la pintura o la fotografía captan el instante, como un punto congelado, que los cuadros no se mueven mucho, salvo el cubismo que rompe con eso y de pronto las cosas están mostradas como si giraras en torno de algo. Esa entrada del tiempo en la pintura me interesa mucho. Para mí Salvatierra pinta un tiempo, esa especie de lento movimiento, como de río.

–Un tiempo, una obra, que por cierto se incendia...

–Me gustan los incendios, ¡son tan buenos! Todos deberíamos tener al menos un incendio en nuestras vidas, es tan purificador. Me parece que nos falta más fuego; a veces necesitás que se quemen cosas que tienen un peso afectivo insoportable. Los objetos te pesan en el alma, por eso los incendios son liberadores. Una tía tenía un cajón de muñecas que había heredado y en una mudanza, cuando estaba por arrancar el camión, se acordó de que estaban las muñecas en la baulera. Pero cuando volvió para buscarlas, descubrió que se las habían robado, y fue para ella la felicidad total, porque no sabía cómo desprenderse de esas muñecas. El hijo se queja mucho del incendio, pero también se libera. Lo más terrible hubiera sido que se quemara todo y no quedara nada. Pero al estar digitalizada, la obra de Salvatierra se puede comunicar con los demás porque yo creo en la idea de trascendencia. En un momento me planteé que se quemara todo en la novela, que es lo que le pasa a la mayoría de la gente: te morís, sacan en bolsas de consorcio tus cosas a la calle, pintan las paredes de blanco, y chau..., quedarán tus huellas en el recuerdo de la gente. Me estoy poniendo lúgubre (risas).

–¿La muerte de un artista es diferente?, ¿deja cosas que parecen pesar más?

–Claro, el artista deja una huella de algo que puede durar unos años o puede desaparecer con él. Imaginate que cada persona dejara un montón de obras, no habría espacio y todo iría a parar a los museos. Esa es la sensación que me transmite Europa: todo es museo, ya ni se atreven a excavar porque cada vez encuentran más cosas. La idea del incendio es necesaria porque las nuevas generaciones matan simbólicamente y esa renovación te permite respirar. Si no, estaríamos todo el tiempo tapados y ocupados por lo muerto. Me puse remetafísico (risas).

Mairal ahuyenta los fantasmas metafísicos con otra cervecita y, en un gesto acaso paternal, reprende a su interlocutora porque no comió nada. “Si hay algo autobiográfico en esta novela es la relación universal de los padres con los hijos, el hecho de que no conocés a tus padres o de cómo los hijos zafan de los mandatos paternos y ocupan un lugar que no está gobernado por la sombra de sus padres. Por supuesto que muchas veces el hijo busca diferenciarse del padre y en realidad lo que está haciendo es copiarlo en negativo”, plantea el escritor.

–¿La mudez de Salvatierra podría ser una metáfora de la distancia que hay entre padres e hijos o entre generaciones?

–Sí. A mí me da la sensación de que tu padre te dice algo que recién escuchás treinta años después. Lo que vos le estás diciendo ahora a tu hijo le llega en treinta años; pareciera como si estuvieras cara a cara, pero hay treinta años en el medio, y eso es inevitable, no se puede sortear esa distancia. Esta novela tiene también como tema la relación entre padres e hijos y entre generaciones. No es la relación para nada con mi viejo o con mi hijo.

–¿Qué cosas recuerda que comprendió treinta años después?

–Mi viejo es abogado y mi vieja trabajó como asistente social. Mi padre me enseñó a desconfiar de la gente y mi madre a confiar; las dos cosas son muy necesarias, porque si sos muy confiado, te va mal, y si sos muy desconfiado, también. Hasta ahora nunca escribí sobre mi familia, pero algún día me gustaría mostrar esa dinámica familiar triangulada: “Yo no te digo nada a vos, directamente, pero le digo al otro y el otro me cuenta a mí...”. Mi familia es poco teatral, pero es muy literaria. La literatura es lo no dicho, lo que no te animaste a decir y se te ocurre en el ascensor. La literatura es una revancha genial, una gran revancha. Si no escribiera, para mí la vida sería una especie de borrador que pasó a toda velocidad y no me dio la chance de hacer realmente lo que quería. Si no escribiera, sería un tibio. Es lo que dice Rimbaud: “Por delicadeza, perdí mi vida”. La literatura es el lugar donde finalmente me siento libre.

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