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Jueves, 12 de junio de 2008
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Aniceto, el regreso de un Leonardo Favio en excelente forma artística

Cuando el artificio no es falsedad

Filmada íntegramente en estudio, la película-ballet de Favio retoma aquellos personajes de 1967 en una historia sincera, auténtica, natural, una visita a su mundo más personal.

Por Luciano Monteagudo
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Natalia Pelayo se pone en la piel de la Francisca.

Pasaron nueve años desde que Leonardo Favio dio a conocer su última película –la monumental Perón, sinfonía de un sentimiento (1999), que tuvo una difusión marginal–, y casi quince sin comunicarse de manera directa con el público, si se tiene en cuenta que Gatica, el mono (1993) fue la última vez que llegó a las salas de cine. Pero ahora Favio ha vuelto, con una película insólita, sorprendente, con un film-ballet protagonizado por bailarines clásicos que recupera la historia de una de las cumbres de su cine, Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza... y unas pocas cosas más (1967), basada en el cuento “El cenizo”, de su hermano Zuhair Jury.

Es verdad que había algo en el laconismo de los personajes, en la disposición de sus cuerpos en el espacio, en la amplitud de los planos de aquella película esencial que podía hacer pensar en una coreografía seca, austera, minimalista. Incluso, vista ahora, la obrita pueblerina que presencian los agonistas –la primera vez que se forma ese triángulo condenado: el Aniceto, la Francisca y la Lucía– prefigura también la cualidad teatral de su tragedia. Pero el Favio de hoy hace tiempo que ya no es el Favio de cuarenta años atrás. Con la llegada del color su cine reveló una naturaleza desmesurada, orgiástica, dionisíaca: de los susurros de Crónica de un niño solo pasó a los gritos de Nazareno Cruz y el lobo; de la soledad que habitaba en el alma gris de El dependiente saltó a las multitudes embanderadas de Gatica; del ascetismo monocromático del Aniceto y la Francisca viró al rojo sangre de Juan Moreira.

Utilizando una comparación de orden musical, se podría pensar que si en sus comienzos Favio hizo un cine íntimo, equivalente a la música de cámara, luego sintió la necesidad –una necesidad expresiva pero también ideológica, que se corresponde con su naturaleza popular y con su fervor por el peronismo– de cambiar el curso de su obra hacia un cine de masas, de dimensiones primero operísticas y luego sinfónicas, como lo indica incluso el título de Perón, sinfonía de un sentimiento.

En este sentido, Aniceto –desde su condición de ballet– viene a expresar un momento de síntesis en la obra de Favio; de síntesis en el sentido de summa, donde conviven por fin esos dos grandes bloques en que hasta ahora parecía dividirse de manera irreconciliable su filmografía. Es, al mismo tiempo, volver al principio –al principio de su cine, pero también al pueblo y a las historias de su infancia– pero con el bagaje expresivo y la paleta multicolor adquirida en sus años de madurez. Este Aniceto tiene mucho de paradoja: es la intimidad, a gran escala.

La voz en off del propio Favio –dulce, temblorosa– que introduce la tragedia confirma también el carácter casi confesional de un proyecto como Aniceto: Favio habla de esta historia como una que nunca ha dejado de “poblar mis noches de insomnio”. Se trata entonces de ingresar a su mundo más personal, al de sus sueños y sus desvelos, a esa frontera del alba que alimenta obsesivamente su imaginación. Por eso es coherente que Aniceto haya sido filmada íntegramente en el interior de un estudio: allí Favio puede reproducir su idea de ese pequeño pueblo de provincia, simbolizarlo con unos pocos elementos escenográficos, casi como si estuviera haciendo teatro kabuki, pero con una identidad inexorablemente argentina.

El paisaje de Aniceto, entonces, es deliberadamente estilizado, artificioso, dramático, con una luna que ilumina la noche como un reflector. Es bajo ese cielo de cartón pintado y oscurecido de pronto por presagios de tormenta que la Francisca (Natalia Pelayo) queda seducida por el porte varonil y presumido del Aniceto (Hernán Piquín). Ella aportará al árido rancho de adobe y cal del hombre su ternura y su calor de hogar: el puchero sobre las cenizas, la camisa planchada y, también, unos pesos en la latita, que aporta de su trabajo en la ferretería. Pero la irrupción de la Lucía (Alejandra Baldón), con su desenfado y su sensualidad agresiva, será irresistible para un varón como Aniceto, que se mimetiza con su orgulloso gallo encrespado y concibe la vida como un reñidero. No es raro, entonces, que termine bañado en sangre.

En Favio, la tragedia derivada de Federico García Lorca se funde con el drama de radioteatro. De la misma manera, en la banda de sonido convive una fantasía de Chopin (“El concierto que Miguel Angel Estrella daba a los pobres”, musita el director) con unos tangos por la orquesta de Alfredo de Angelis y unas cumbias a cargo de los legendarios Wawancó. Lo clásico y lo popular nunca han tenido barreras para Favio, todo forma parte de su mismo universo: el escenario y la milonga, los violines y las maracas. Es por eso quizá que esta nueva versión bailada de su vieja historia no puede sino ser sincera, auténtica, natural. A pesar de su premeditado artificio, no hay nada falso en este Aniceto.

8-ANICETO

Argentina, 2008.

Dirección: Leonardo Favio,

Guión: Leonardo Favio, con la colaboración de Rodolfo Mórtola y Verónica Muriel, basado en el cuento “El cenizo”, de Zuhair Jury.

Fotografía: Alejandro Giuliani.

Música: Iván Wyszogrod.

Coreografía: Margarita Fernández y Laura Roatta.

Escenografía: Roberto Samuelle y Aldo Guglielmone.

Intérpretes: Hernán Piquín, Natalia Pelayo, Alejandra Baldón.

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