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Lunes, 1 de diciembre de 2008
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Entrevista a la actriz española Aitana Sánchez-Gijón

Cómo ir y volver de la meca del cine

Como Javier Bardem o Penélope Cruz, supo desembarcar en Hollywood, pero terminó decidiendo que ese mundo no era para ella. Ahora, la actriz de La camarera del Titanic se siente feliz representando en el teatro una obra de Yasmina Reza.

Por Juan Cruz *
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“A veces repaso el currículum y me digo: ‘¿A mí me ha dado tiempo de hacer todo esto?’”.

Esta mujer va a cumplir 40 años en noviembre. Se sienta en los jardines del hotel Santo Mauro de Madrid, cuando el verano le está dando paso al otoño, y viene fresca, como si acabara de salir de la playa. Tiene una sonrisa que sólo se le quiebra a veces, como si al pensar se le nublaran los labios. Nació en Roma, es Aitana porque sus padres, ella italiana y él español, eran amigos y vecinos de Rafael Alberti, que también llamó Aitana a su hija. Ahora, esta Aitana Sánchez-Gijón es, en las artes españolas, la Aitana por antonomasia. Acaba de rodar en Noruega una película basada en una obra de Ibsen, durante el verano pisó los escenarios con Mario Vargas Llosa (es la tercera vez que actúa con el peruano), esta vez con la recreación de Las mil noches y una noche, y acaba de estrenar Un dios salvaje, de Yasmina Reza, obra teatral en la que comparte cartel con Maribel Verdú, bajo la dirección de Tamzin Townsend. Dice que el teatro la compromete, la mete en un riesgo que siempre es diferente, todos los días, mientras el cine, dice, “es la libertad”. El teatro es la adrenalina, el reto, “el que me enfrenta a mis miedos y a mis limitaciones”. Su obra ya es larga, desde La segunda enseñanza, de Pedro Masó, hasta La carta esférica, de Imanol Uribe, pasando por La camarera del Titanic, que rodó a las órdenes de Bigas Luna; El detective y la muerte, de Gonzalo Suárez, o El pájaro de la felicidad, de Pilar Miró. Pero ahora tiene el teatro otra vez en la sangre, y de ahí viene, del teatro, de ensayar, “con las pilas cargadas y con mucha ilusión de esta obra, una comedia”.

–¿Y qué tiene esta obra que le atraiga?

–Lo que me atrae es cómo se ríe Jazmina de todos nosotros y de sí misma. Como consecuencia, el personaje que me toca también hace que me ría de mí misma. Verónica, mi personaje, representa las contradicciones de los perfeccionistas y los comprometidos; Jazmina la inventa para reírse de los que utilizan los valores para ser políticamente correctos, hasta que acaba cayendo la máscara y salen los instintos más básicos. En todos hay como un dios salvaje que se está confabulando para sacar la verdad más profunda que hay en las actitudes de cada uno de nosotros. Todo el mundo de buena voluntad reconoce como propios determinados valores. Lo que pasa es que luego está la realidad individual de cada uno, que a veces lleva a contradicciones. Pero esos valores están ahí. Yo los heredé, me los inculcaron mis padres.

–¿Cómo fue el aprendizaje de esos valores, el compromiso, la solidaridad?

–A través de lo que veía en casa. Nunca perdieron de vista que una de las cosas que tenían que hacer con nosotros era transmitirnos una concepción ética del mundo.

–Nació en el ’68; hacía falta poco para que los padres fueran con los niños a las manifestaciones...

–A las manifestaciones no me llevaban. Pero me llevaban de muy niña a las fiestas del PCE y a la agrupación del partido. Pero eran fiestas, eran algo lúdico.

–¿Qué recuerda de la gente que iba a su casa?

–Todo tipo de gente: intelectuales, no intelectuales, estudiantes... Gente muy afín ideológicamente, por supuesto. Había un ambiente divertido, relajado. Las recuerdo como reuniones de amigos en las que se hablaba de política, de literatura o de fútbol.

–Está a punto de cumplir 40, una edad de balances...

–Hay veces que tengo que repasar el currículum y de repente veo todo lo que hice en estos 24 años de profesión, y me digo: “¿A mí me ha dado tiempo de hacer todo esto?”. Y no he parado, pero también me di tiempo a vivir, al margen del trabajo, a tener hijos y a tener una pareja desde hace diez años. A vivir la vida, porque yo la vivo intensamente.

–Le dio tiempo hasta de ir a Hollywood. ¿Cómo fue esa experiencia?

–Inesperada, porque yo no la busqué. Fue como vivir un cuento; es una magia que te envuelve un tiempito, y luego decides que tampoco ese brillo es el que necesitas. Lo viví con mucha felicidad, pero teniendo muy claro que no era ése mi camino, no lo era. Yo tenía una compañía de teatro que me esperaba después de esa película (Un paseo por las nubes, con Keanu Reeves, 1995) y tenía que volver; sabía que no me iba a instalar allí. Iba y venía con mi agente, mi amiga inseparable Alcira García Maroto; nos llevaban en limusinas, nos enseñaban guiones que sabía que nunca llegarían a ser para mí... Era como un sueño que no nos creíamos en ningún momento. Y es un mercado muy competitivo y muy duro, es muy sacrificado. Lo ves en los colegas como Penélope Cruz, como Javier Bardem, como Antonio Banderas... Tienen unas carreras tan brillantes..., y el camino que han tenido que recorrer es tan duro.

–Y no le atrae.

–No, no me atrae. Porque también siento ese lugar como un sitio muy ajeno que no tiene nada que ver conmigo. Hollywood es un lugar muy endogámico. Sólo se habla de cine, viven como de espaldas al mundo. Lo único que importa es el cine. La mayor parte de las cosas que hacen tampoco me interesa, aunque las cosas que más me gustan también salen de ahí, seamos justos. Pero yo quería volverme. A mi casa, a mi barrio, a mi ciudad, a mis calles.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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