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Jueves, 19 de febrero de 2009
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El luchador, de Darren Aronofsky, con un resucitado Mickey Rourke

Regreso con gloria de un director y su actor

Como esos luchadores que han quedado en el piso y con sus últimas fuerzas se levantan y ganan la pelea, aquí están Rourke y Aronofsky, con el León de Oro de Venecia bajo el brazo, y el actor con todas las chances de llevarse el Oscar este domingo.

Por Luciano Monteagudo
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Rourke es “The Ram”: como pocas veces en el cine contemporáneo, la materialidad de un cuerpo se inscribe en la pantalla.

Es sorprendente la capacidad de recuperación que tienen ciertos actores y directores estadounidenses. Mickey Rourke y Darren Aronofsky, por ejemplo. El bueno de Rourke parecía un caso perdido, tanto que el propio Aronofsky confesó que si algo le costó en El luchador fue convencer a financistas y productores que podía hacer una película con el ex Motorcicle Boy (¿alguien se acuerda de aquel baby face de La ley de la calle?) y completarla sin que el protagonista terminara ahogado en alcohol. El caso de Aronofsky no es muy distinto, aunque por razones diferentes. Diez años atrás, con la sobrevalorada Pi (1998), se creyó ver en él la gran esperanza del cine indie estadounidense, aunque ya Réquiem por un sueño (2000), su segundo largo, era de una artificialidad y un manierismo que sólo podían augurar lo peor, que finalmente llegó con La fuente de la vida (2006), una película que pareció sellar para siempre la suerte del director.

Error. En una increíble vuelta de campana, como esos luchadores que han quedado en el piso y con sus últimas fuerzas se levantan y ganan la pelea, aquí están Rourke y Aronofsky, ya con el León de Oro de la Mostra de Venecia bajo el brazo, y Rourke con todas las chances de llevarse el Oscar al mejor actor el próximo domingo. En todo caso, The Wrestler viene a ratificar que si hoy Hollywood –en medio del páramo de híbridos de videojuegos y montañas rusas en 3D– tiene una tradición a recuperar es la de la libertad y la aspereza del mejor cine de los años ’70. Ese cine plagado de perdedores, marginales y outcasts, quizá no muy diferentes a los que hoy ha dejado como un tendal la administración Bush, pero a quienes Hollywood ya no parecía prestarles atención. Si David Fincher (que ahora volvió a ablandarse con Benjamin Button) se rehizo en parte con Zodiac, y el veterano Sidney Lumet volvió a su mejor momento con Antes que el diablo sepa que estás muerto –dos películas que recuperaban no sólo la estética sino también la ética de los ’70–, ahora Aronofsky abraza también esa causa que lo libera de la banalidad autorreferencial y lo devuelve al mundo real, con personajes de carne y hueso.

Y de mucha carne y mucho hueso. Como pocas veces en el cine contemporáneo, la materialidad de un cuerpo se vuelve a inscribir en la pantalla. The Wrestler es, tal como indica su título, la historia de un luchador, Randy “The Ram” Robinson (un trabajo consagratorio para el resucitado Rourke). Todo indica que “The Ram” fue de los buenos en los ’80, uno de los pocos que lograban llenar un estadio con la sola mención de su nombre en unos panfletos mimeografiados. Veinticinco años después, sin embargo, es una ruina; ya no está en edad de pelear pero, claro, no sabe hacer otra cosa. Y sigue haciendo lo que puede y como puede, apelando a viejos trucos del oficio (cortarse a sí mismo para simular una hemorragia, por ejemplo). Y contando con que en su pequeño mundo todos, mal que mal, lo respetan, y aunque las peleas no están del todo fraguadas (como las de Titanes en el Ring), sus colegas sabrán ser comprensivos con él.

Esta es una de las zonas más interesantes de El luchador: hay una verdad intrínseca en la interpretación de Rourke, que en sus años de mala racha también se ganó la vida arriba de un ring, por apenas un puñado de dólares. Pero sobre esa verdad se inscribe a su vez la ilusión del show business, los piolines a la vista del espectáculo, el recorte de la realidad que hace el cine. En Rourke, hay un cuerpo –el suyo, deformado tanto por la edad como por el maltrato y los esteroides– que irrumpe en esa estrecha franja que divide la realidad y la ficción. Y las heridas abiertas de “The Ram” son, paradójicamente, las que ahora vienen a cicatrizar la carrera de Rourke.

De los restos de su naufragio personal, “The Ram” sólo tiene para aferrarse apenas dos tablones: el más inestable es su hija adolescente, que lo quiere pero no le perdona la vida que nunca le dio; el otro es Cassidy (Marisa Tomei, en otro espléndido trabajo después del que hizo para Lumet), una mujer que como “The Ram” también vive de su cuerpo, y no por mucho tiempo. Es una stripper de una taberna cualquiera y el film da a entender que alguna vez hubo algo entre ellos, que fue más allá de los dólares que se depositan en el portaligas. Pero ella ahora sabe que su prioridad es ocuparse de su pequeño hijo, antes de que sea demasiado tarde.

Lo notable del film de Aronofsky es que nunca se permite caer en la sensiblería tipo Rocky: su película es tan dura y rugosa como la lona sobre la que combate “The Ram” y lo que verdaderamente importa –un poco como en Ciudad dorada (1972), de John Huston, o Muñecas de California (1981), de Robert Aldrich, que también eran sobre luchadores en la mala– es el ambiente en el que viven y seguramente van a morir sus personajes: la sórdida hermandad que reina en los gimnasios de suburbios, en la barra de un oscuro strip club o en esos trailers en que los desplazados de este mundo buscan al menos un precario refugio de la realidad que golpea allá afuera, a la intemperie.

8-EL LUCHADOR

(The Wrestler, Estados Unidos/2008).

Dirección: Darren Aronofsky.

Guión: Robert D. Siegel.

Fotografía: Maryse Alberti.

Música: Clint Mansell.

Intérpretes: Mickey Rourke, Marisa Tomei, Evan Rachel Wood, Mark Margolis, Todd Barry, Wass Stevens, Judah Friedlander, Ernest Miller.

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