En 1967, Luis Buñuel estrenó Belle de jour, una de las pelÃculas más enigmáticas e inquietantes de toda su obra, de una cualidad perturbadora que ha pasado inmutable la prueba del tiempo. Casi cuatro décadas más tarde, el longevo realizador portugués Manoel de Oliveira (en diciembre pasado cumplió 100 años), fascinado por el poder hipnótico del film original, decidió –con la excusa de rendirle un homenaje– realizar una suerte de coda, de post-scriptum, de pequeña y deliciosa nota al pie que funciona a la manera de un divertimento. ¿Qué fue de la vida de Séverine y del libertino Monsieur Husson? ¿Qué se dirÃan si se encontraran esa mujer y ese hombre que nunca llegaron a consumar sus mutuos deseos? ¿Qué heridas quedaron después de aquel desencuentro?
El film de Manoel de Oliveira es –como todos los de Buñuel– breve y aparentemente simple en su formulación. Sin embargo, cada paso es más significativo de lo que aparenta, por lo cual no es ocioso detenerse más de lo habitual en la descripción de los pormenores de la trama. Una noche, en un concierto sinfónico, M. Husson (Michel Piccoli) descubre entre el público a Séverine (Bulle Ogier, en reemplazo de Catherine Deneuve). Excitado por ese encuentro inesperado, espera ansioso el final del concierto, que tarda en llegar. La alta cultura y las buenas maneras se interponen al instinto de M. Husson: a la salida no se anima a alterar el orden y por eso pierde a Séverine, quien escapa en una limusina negra manejada por un chofer, referencia al carruaje en el que Catherine Deneuve se movÃa en la primera escena de Belle de jour.
Ya en la calle, M. Husson parece completamente aturdido. Cruza una esquina con luz roja y, en una vidriera, se detiene a contemplar unos maniquÃes femeninos –como los de Ensayo de un crimen (1952), otro film genial de Buñuel– que junto con la reaparición de Séverine dan la impresión de haber despertado de pronto su libido. Lo notable de Oliveira es la manera en que, siguiendo la modalidad de su homenajeado, va preñando el film de sentido a partir de pequeños detalles, a los que jamás enfatiza ni les pone un acento. Apenas están allÃ, como ese sugerente óleo de una maja desnuda colgado en la pared del bar al que M. Husson va a confesar sus vicios de antaño. No es casual, tampoco, que una mesa cercana a la barra esté ocupada por dos prostitutas, provenientes no tanto del mundo exterior sino más bien del pasado de M. Husson, quien recuerda con nostalgia las casas de citas que solÃa frecuentar en ParÃs cuando él estaba en su plenitud.
Sin dejar de ser realista, el film todo –como Belle de jour– parece trabajar en distintos niveles de conciencia: las calles vacÃas, los ambientes cerrados, los planos sin profundidad de campo, la iluminación oscura pero precisa insinúan una fusión de la vida real con los recuerdos y las fantasÃas diurnas. Al fin y al cabo, Belle toujours es una ficción sobre otra ficción, un sueño dentro de otro sueño. Cuando al fin, después de un juego del gato y el ratón, M. Husson se tropiece literalmente con Séverine en una esquina, la convencerá de que acceda a una cita, a una cena en la que deberán hablar con la verdad de aquello que quedó suspendido en el pasado. Que ese encuentro fortuito se produzca justo delante de una vidriera donde M. Husson descubre una caja laqueada idéntica a la que cuarenta años atrás fecundó de misterio toda la pelÃcula original tendrá en Belle toujours tantas consecuencias de orden formal como conceptual.
Se dirÃa que esa cena, ese reencuentro entre ambos personajes que forma el núcleo del nuevo film, se produce en un ámbito –una recámara amueblada a la manera del siglo XVIII– que viene a ser una suerte de caja de lujo, un equivalente a escala humana de la que entonces le proponÃa aquel cliente oriental a la joven Séverine. Salvo que aquÃ, a diferencia del film original, vemos por fin lo que sucede allà adentro: quienes se agitan y zumban entre esas cuatro paredes aterciopeladas, con cortinados sutilmente eróticos, no son otros que Séverine y M. Husson, todavÃa prisioneros de sus deseos reprimidos y de un sadismo no por anacrónico menos dañino.
De hecho, todo el film está encuadrado de manera tal que la pareja protagónica parece habitar en distintas cajas –la sala de concierto, el bar al que Husson va a disfrutar de whisky y conversación–, un universo cerrado y opresivo del que ninguno de los dos parece poder salir, como no pueden salir los personajes de tantas pelÃculas de Buñuel, de La hurdes a El ángel exterminador. A su vez, las repetidas referencias visuales no sólo a los maniquÃes sino también a unas estatuas de figuras femeninas, parecen sugerir cuál es la visión que el licencioso M. Husson tiene de las mujeres en general y de Séverine en particular: figuras inanimadas, elevadas a una vidriera o un pedestal, donde pueden ser admiradas como oscuros objetos del deseo. Y que, en caso de rebelarse a ocupar ese lugar, adquieren, en cambio, la forma de una gallina presumida, como la que aparece hacia el final del film, como escapada de El fantasma de la libertad.
Es una pena que Catherine Deneuve, que filmó más de una vez a las órdenes de Oliveira, no se haya sumado a esta pelÃcula tan breve (apenas 70 minutos) como singular. No hay ningún reproche para hacerle a Bulle Ogier, pero la ausencia de Deneuve sin duda le resta al film la dimensión mÃtico-cinematográfica que también pedÃa este proyecto.
8-BELLE TOUJOURS (Francia/Portugal, 2006)
Dirección y guión: Manoel de Oliveira.
FotografÃa: Sabine Lancelin.
Sonido: Henri Maïkoff.
Dirección artÃstica: Christian Marti.
Montaje: Valérie Loiseleux.
Intérpretes: Michel Piccoli, Bulle Ogier, Ricardo Trepa, Leonor Baldaque.
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