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Jueves, 7 de mayo de 2009
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El director Terence Davies presenta su película Del tiempo y la ciudad, sobre su infancia en Liverpool

“Siento que me libré del peso del recuerdo”

Considerado uno de los secretos mejor guardados del cine británico, Davies cuenta en detalle el surgimiento y desarrollo de su opus 8, y lo hace con la misma carga de subjetividad, pasión e iracundia que a lo largo de la película tiñe su voz en off.

Por Bill Connelly
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“Tal vez Del tiempo y la ciudad sea mi adiós a Liverpool, a la infancia, a todos esos momentos idos.”

Estrenada en Cannes 2008, Del tiempo y la ciudad representa el regreso a toda orquesta de Terence Davies, uno de los secretos mejor guardados del cine británico. Conocido sobre todo por The Long Day Closes (1992, única de sus películas estrenada comercialmente en la Argentina), gracias a verdaderos poemas elegíacos, como la Trilogía (compuesta de tres mediometrajes rodados entre mediados de los ‘70 y comienzos de los ‘80) y Distant Voices, Still Lives, de fines de esa década, Davies se ganó un nombre insustituible en el mundo del cine. Tras embarcarse en un par de adaptaciones literarias atendibles, aunque menos personales (The Neon Bible, 1995, sobre la novela homónima de John Kennedy Toole, y The House of Mirth, 2000, sobre novela de Edith Wharton), Davies desapareció del mundo del cine. De ese destierro lo arrancó Del tiempo y la ciudad, a la que sólo de modo muy convencional podría definirse como “documental”.

Lo que hace parecer un documental a Del tiempo y la ciudad es que está casi enteramente armada con material de archivo, a partir de un encargo de la televisión y teniendo como tema la ciudad de Liverpool, donde nació Davies, en 1945. Pero el cineasta, que construyó sus ficciones consagratorias a partir de los propios recuerdos, usa ese material en función de desarrollar sus temas de siempre: la memoria, el paso del tiempo, la infancia como paraíso perdido. La voz del propio autor, a cargo del relato en off, refrenda, por si fuera necesario en el carácter profundamente personal que adquirió el proyecto al caer en sus manos. En la entrevista que sigue, Davies cuenta en detalle el surgimiento y desarrollo de su opus 8, y lo hace con la misma carga de subjetividad, pasión e iracundia que a lo largo de la película tiñe su voz en off.

–Usted nunca se caracterizó por filmar una película detrás de otra. Pero esta vez pasaron ocho años desde la anterior, The House of Mirth. ¿A qué se debió esa impasse?

–A la cantidad de maltratos que sufrí durante ese período. El British Film Council me ofreció filmar la adaptación de una novela, pero cuando todo estaba listo se echaron atrás. Después le hice una propuesta al departamento de ficciones de la BBC, y me pidieron referencias. Me sentí un trapo de piso. Le pregunté al tipo con el que hablé si treinta años filmando no le parecían suficiente referencia. Me contestó que no debía tomarlo como algo personal. “¿De qué otra manera pretende que lo tome?”, le respondí. Allí no terminó todo: fui al Channel 4 y les ofrecí filmar un drama de época. “No nos interesan los dramas de época –me dijeron–. Sólo la Gran Bretaña contemporánea.” Les pedí que me dieran un ejemplo y me mencionaron primero una novela que transcurre en Sudáfrica, y después otra en Canadá. “Ustedes dijeron Gran Bretaña”, les señalé, y ahí me mostraron la puerta de salida. Uno se enfrenta con gente que no sabe nada. O que cree que sabe, lo cual es peor.

–En medio de ese panorama, ¿cómo surgió el proyecto de Del tiempo y la ciudad?

–Fue un encargo de Granada TV, cadena de televisión de Liverpool. En realidad me ofrecieron filmar una película de ficción, y yo contraoferté un documental, ya que me interesaba confrontar la ciudad de mi infancia con la actual. Para ello contaba con un referente, un cortometraje de los años cuarenta llamado Listen to Britain, que es para mí uno de los grandes poemas filmados. Esa película intenta desentrañar qué es Gran Bretaña en esencia. Yo me propuse hacer lo mismo con Liverpool.

–Usted mismo se hizo cargo del relato en off, sin la menor pretensión de objetividad. ¿Qué lo llevó a asumir ese rol?

–En un primer momento pensé en escribir el texto y que lo leyera otra persona, reservándome la lectura de los extractos poéticos. Tanto los ajenos (fragmentos de Joyce, Eliot, Emily Dickinson) como los propios (hay tres poemas míos incluidos en el off). Hicimos la prueba, pero no nos convenció. Fue el productor, Sol Papadopoulos, quien sugirió que yo mismo me hiciera cargo del relato. Lo probé y salió de corrido. Grabamos todo el off en un solo día.

–En el caso de T. S. Eliot, se trata de los Cuatro cuartetos, obra que usted siempre admiró.

–Casi no pude incluirlos, porque Eliot había dejado asentado en su testamento que no permitiría que se citaran jamás en ninguna película. Cosa que yo ignoraba. Tuve que escribir a sus descendientes, insistirles, hacerles saber que para mí era esencial contar con ellos en la película. Logré convencerlos, por suerte.

–“Si Liverpool no existiera, habría que inventarlo”, se oye en un momento.

–Sí, es una esa frase de un tal Félicien de Myrbach, inscripta en un edificio muy bello, que está ubicado justo en el centro de Liverpool. Supongo que se refiere a que cuando alguien nacido en Liverpool se muda, la lleva en su imaginación, la recrea tal como la recuerda.

–Que es lo que usted hizo en films anteriores. Pero ahora confrontó ese recuerdo con la Liverpool real. ¿Cómo vivió eso?

–De forma bastante penosa. Los lugares que conocí en mi niñez fueron derrumbados, ya no existen. Edificios, lugares de juego, salones de baile, salas de cine. En la zona donde yo vivía había dieciséis cines. Cuando volví, el último de ellos estaba cerrando. Todo fue para peor. Cada vez que vuelvo a Liverpool me siento un extraño, un alien.

–El material de archivo es increíble. ¿Cómo dio con él, de qué manera lo procesó?

–Busqué material filmado y rodado entre mediados de los ’40, cuando nací, y mediados de los ’70, cuando me fui de Liverpool. A medida que iba viendo lo que aparecía, no podía dejar de sorprenderme con la calidad de esas filmaciones caseras. Revisamos una cantidad impresionante de rodajes, grabaciones de la radio, discos, fotografías. Después había que hacerlas encajar con aquello que yo quería decir. Y, lógicamente, montar todo de modo de obtener un discurso homogéneo y coherente.

–Usted debe ser la única persona del mundo que abomina de The Beatles, los más famosos nativos de Liverpool. En Del tiempo y la ciudad los despacha con ferocidad.

–No se olvide de que yo crecí cuando estaba llegando a su fin el ciclo de la gran tradición de música popular estadounidense, que va de Gershwin a Cole Porter. Es una tradición de una riqueza inigualada, no sólo en términos musicales sino también poéticos. Es comparable con la música de Schubert o Mahler. A mediados de los ’50 Cole Porter estaba vivito y coleando, y en ese momento apareció el rock and roll. Me acuerdo de que a los 11 años fui a ver Prisionero del rock and roll, con Elvis Presley. Me pareció bastante tonto lo que hacía, todos esos sacudones y contorsiones... Ahí empecé a volcarme a la música clásica. Pero enseguida aparecieron The Beatles, que me parecieron incluso peores que Presley. Esas letras... “El dinero no puede comprar amor”. ¡Dios mío, qué banalidad!

–Aún más despiadados son sus comentarios sobre otras dos instituciones, casi tan grandes como The Beatles: la monarquía y la Iglesia Católica.

–En cuanto a la monarquía, puedo decirle que soy profundamente republicano. La realeza me parece una forma perversa de vivir del dinero del pueblo. La Iglesia me hizo mucho daño. En los años ’50, la homosexualidad era considerada ofensa criminal en mi país. Y yo descubrí mi homosexualidad siendo púber, lo cual me llevó a un estado de tortura interior. Aun siendo católico, la Iglesia no me ofreció ningún consuelo. Así que a los 22 años abandoné el culto.

–En el off usted vuelca con mucha franqueza su mundo íntimo. ¿Fue para usted una forma de catarsis?

–Más que eso, pretendía enfatizar todo aquello que se perdió. Yo viví como un verdadero éxtasis muchos momentos de mi infancia. Entre ello, el descubrimiento del cine, que se produjo en 1952, cuando fui a ver Cantando bajo la lluvia a la sala del cine Odeón. Que es, a propósito, la sala que antes le comenté que estaban echando abajo, cuando de grande volví a Liverpool. A partir de esa primera función, el cine fue para mí una fuente permanente de maravillas. Era un mundo cargado de misterio y fascinación. Las estrellas de Hollywood hacían las veces de semidioses. No se sabía nada sobre ellas, era como si realmente vivieran en el Olimpo. Uno no creía que en verdad tuvieran existencia real. Después todo eso se perdió. Ahora usted se entera hasta del detalle más insignificante de la vida de las estrellas, con sólo hojear el diario o encender el televisor.

–Si no era catarsis, ¿qué buscaba al recordar todos esos momentos íntimos de su infancia?

–Tal vez buscaba despedirme. Tal vez Del tiempo y la ciudad sea eso: mi adiós a Liverpool, a la infancia, a todos esos momentos idos.

–¿Y ahora qué?

–Ahora me siento liberado del peso del recuerdo. Quiero filmar una comedia musical, algo que nunca antes me animé a hacer. Nada de melancolía para este nuevo proyecto, nada de reflexión. Lo único que quiero es filmar una película divertida, encantadora, como aquellas que me llevaron a amar el cine.

Traducción, selección e introducción: Horacio Bernades.

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