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Domingo, 14 de junio de 2009
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¿POR QUE LOS THRILLERS DE LA ERA WATERGATE ERAN TAN EFICACES?

En los ‘70 las hacían mejor

El inminente estreno de la remake de La captura del Pelham 123, en la que John Travolta y Denzel Washington ocupan los lugares de Robert Shaw y Walter Matthau, lleva a reivindicar las películas de tres décadas atrás, que tenían menos recursos pero más ideas.

Por Geoffrey Macnab *
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John Travolta en Rescate del metro 123, de Tony Scott, remake del original de 1974, dirigido por Joseph Sargent.

Todo está en el estornudo. Si usted quiere saber por qué los thrillers de la década del ‘70 son mucho mejores que sus contrapartes de hoy, sólo necesita prestarle atención al rol que juegan la gripe y la tos en La captura del Pelham 123 (1974), film del que Tony Scott acaba de hacer una remake (ver aparte) con Denzel Washington y John Travolta en los roles antes cubiertos por Walter Matthau y Robert Shaw. En el original, el farfulleo y los resoplidos están al frente: los directores no se apoyan en la pirotecnia visual que caracteriza a la película de Scott, en la cual la cámara nunca parece capaz de quedarse quieta por más de un momento. En el original, los puntos centrales de la trama están presentados de un modo más sutil. ¿Quién necesita una línea de diálogo o un gran tiroteo final cuando se puede tener un personaje delatándose al sonarse la nariz en un pañuelo? ¿Qué mejor manera de retratar a un alcalde corrupto e ineficaz que mostrarlo en la cama con gripe, reprendido por una enfermera?

En retrospectiva, los ‘70 se ven como la era dorada del thriller estadounidense. Era la época de películas de Don Siegel como El hombre que burló a la mafia y Harry el Sucio, de Contacto en Francia de William Friedkin y La fuga de Sam Peckinpah; de Los tres días del cóndor de Sydney Pollack, Asalto al Precinto 13 de John Carpenter y Desquite fatal de Robert Aldrich. Resulta comprensible que los directores contemporáneos quieran hacer remakes de los thrillers de los setenta. Anhelan la profundidad de las caracterizaciones y la mezcla de amenaza y humor que eran la base de las mejores películas de esa década. La fuga ya fue reversionada (en 1994, con Alec Baldwin y Kim Basinger), al igual que Asalto en el Precinto 13 (en 2005, con Ethan Hawke). Hace tiempo que se habla de una remake de Harry el Sucio: en algún momento se relacionó a Duayne “The Rock” Johnson con el viejo rol de Clint Eastwood como Harry Callahan.

La mayoría de los films de los ’70 tienen cierto realismo mugriento que los realza. Sus protagonistas invariablemente metían las narices en la suciedad, Sam Peckinpah tuvo un perverso placer en mostrar a Steve McQueen y Ali McGraw (los Brad Pitt y Angelina Jolie de ese momento) cubiertos de desperdicios en un camión de basura en La fuga. Durante la filmación de La captura del Pelham 123, Robert Shaw y compañía, encarnando a los secuestradores de un tren subterráneo neoyorquino, trabajaron varios días en locaciones en una línea de subte de Nueva York. Tal como apuntó John French, biógrafo de Shaw, “había ratas por todas partes, a cada rato alguien saltaba del tren o cruzaba las vías, se alzaban nubes negras en el aire, haciendo imposible filmar hasta que se asentaran”. Al final del día, los polvorientos actores se veían como si hubieran estado sacando carbón en una mina. En muchas películas de los ’70 los actores tenían una cualidad de auténtico aspecto cansado que sus equivalentes modernos difícilmente consiguen. En la remake de Scott, Travolta, bigotudo y canoso, parece estar jugando a personificar a un secuestrador, aunque después se descubre que es un banquero en desgracia. A Denzel Washington, en tanto, se lo ve algo más mofletudo que lo usual como el coordinador de subte Walter Garber.

Como sea, en todo momento el espectador es consciente de que está viendo a estrellas de cine que visitan los barrios bajos. Travolta y Washington no pueden sacudirse su pasado de héroes de acción, aun cuando se ensucian un poco en los túneles de subte en Nueva York. Ciertamente, ninguno de los dos le llega a los talones a Walter Matthau, el gruñón policía del subte del original. Es que en pantalla Matthau era un camorrero natural: una figura ceñuda, encorvada y narigona que –como supo poner el New York Times en su admirado obituario– “a menudo se veía como si hubiera dormido vestido”, cualquier fuera el rol que adoptara. En Pelham 123, cuando está negociando por radio la seguridad de los rehenes en el tren, es sucinto y cínico, pero también pragmático. Sus prejuicios son evidentes (no sólo cuando les dice “monos” en la cara a los visitantes japoneses. ignorante de que hablan perfecto inglés). A pesar de su carácter odioso, se sabe que está haciendo su mejor esfuerzo para salvar a los rehenes. Por contraste, en la nueva versión, Washington está presentado como un personaje mucho más simpático... y por ende menos interesante. Se sobrecarga al espectador con detalles de su vida privada: se lo escucha prometiéndole a la esposa que comprará leche al ir camino a casa, y se deja entrever que quizá metió la mano en la lata para pagar la cuota escolar de su hija. La remake cruje bajo el peso de su sentimentalismo, sus alegatos y la absurda insistencia en permitir a Washington redimirse con algunos actos heroicos finales.

¿Por qué los thrillers estadounidenses de los ’70 eran tan efectivos? En un nivel facilista, se puede argüir que el escándalo Watergate y la falta de certezas morales y políticas en medio de la guerra de Vietnam ayudaron bastante. Aun antes de la caída en desgracia del presidente Nixon, había sospechas y paranoia en el aire, además de un sentimiento kafkiano de que el Estado podía volverse contra los propios ciudadanos. El idealismo de los sesenta se había evaporado. Películas que iban de La conversación a Asesinos S.A. capturaron esta sensación de hundimiento. Nueva York –como mostraron varios thrillers de la época– era una ciudad que se estaba resquebrajando. Podía ser un infierno para vivir, pero un excelente entorno para películas sobre toda clase de temas, de la guerra de pandillas (The Wanderers, situada en los ’60) a la corrupción policial (Sérpico) y el vigilantismo (Taxi Driver). Como escribió Michael Pye en Maximum City –su “biografía” de Nueva York–, había algo apocalíptico en la ciudad promediando los ’70. “Había menos policía, con lo que no había nadie que reventara los supermercados de drogas de los barrios, o los sitios de quinielas ilegales que se exhibían en vidrieras y ofrecían café y donuts mientras se esperaban los resultados. Los bomberos de Staten Island trabajaban a la vez como taxistas. Los parques eran territorio salvaje. Los subtes no andaban...”

El sentimiento de inquietud urbana fue capturado en su forma extrema en Escape de Nueva York (John Carpenter, 1981), en la que la ciudad entera se había convertido en una prisión de máxima seguridad. Pero estaba presente en muchas otras películas. A veces podía llevar a películas violentas, nihilistas. El vengador anónimo (Michael Winner, 1974) representó el nadir: Charles Bronson era un padre de familia que se convertía en un ángel exterminador luego de que su esposa fuera asesinada y su hija violada. El film representaba el miedo de la clase media blanca a “lo otro”. Como escribió el crítico Roger Ebert, retrataba un mundo en el que “cada sombra es un bandido, cada vagón de subte esconde un asesino, cada parque es un criadero para el crimen”. Donde otros directores buscaron reflejar la complejidad de los tiempos, Winner eligió una aproximación tremendamente simplista. No estaba interesado en las tensiones sociales y políticas que convirtieron las ciudades en lugares tan amenazadoras para tantos de sus habitantes. Sólo quiso mostrar cómo Bronson limpiaba esas cuestiones a punta de pistola.

En cierto nivel, los thrillers de los ’70 –con toda su violencia y vibrante paranoia– representaron cierta edad perdida de inocencia. Fuera Charles Bronson despachando maleantes en El vengador anónimo, Matthau enfrentado a los mercenarios de Robert Shaw en Pelham 123 o el Travis Bickle de Robert De Niro masacrando prostitutas y cafishios al final de Taxi Driver, los protagonistas eran invariablemente capaces de repartir su propia clase de justicia. Aun en los thrillers políticos, los villanos podían usualmente ser identificados y despachados. Aún había lugar para los tiroteos al viejo estilo.

La versión de Tony Scott de The Taking of Pelham 123 hace una omisión muy curiosa. No considera de ninguna manera el evento que lo cambió todo, los ataques del 11 de septiembre de 2001 al World Trade Center. Eso le da a su retrato de Nueva York una sensación de salto en el tiempo: tanto los secuestradores como los policías parecen estar jugando con reglas de otro tiempo. No es el reino del bombardeo suicida o la destrucción apocalíptica; los ladrones quieren un rescate, no necesariamente hacer tambalear la democracia occidental. El nuevo Pelham 123 presenta algunos personajes fuertes y bien interpretados, como James Gandolfini como el alcalde o John Turturro como uno de los policías más duros. Pero se necesita algo más para recapturar el rudo naturalismo de las mejores películas de los ’70. No era sólo que esos thrillers contaran con estrellas como Walter Matthau y Gene Hackman. Los cineastas que las hicieron se dieron cuenta de que los detalles diarios importaban tanto como las grandes piezas de decorado. Lo que se recuerda de esas películas no pasa por los grandes tiroteos finales sino el grueso nudo de corbata de Matthau, el sombrero que Popeye Doyle usaba en Contacto en Francia y –sobre todo– el modo en que el drama a menudo giraba sobre algo tan insignificante como un estornudo.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

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