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Martes, 14 de julio de 2009
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La tendencia que impera en el mercado de Hollywood

El director estadounidense es una especie en extinción

Quentin Tarantino parece ser el último mohicano: aunque siguen existiendo nombres y filmografías destacados, la historia del cine made in USA dio una vuelta completa y volvió a las épocas en las que el estudio y el productor llevaban la batuta.

Por Kaleem Aftab *
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Este verano boreal, entre todos los blockbusters anónimos, remakes y secuelas que llenan los multicines, sólo una película estadounidense se estrena confiando en el poder de su director: Inglorious basterds, de Quentin Tarantino. Aunque Tarantino sigue siendo festejado –primero en Cannes, pronto en las salas de todo el mundo–, hay un sentimiento de preocupación acerca de la escasez de jóvenes directores norteamericanos con el necesario poderío para abrir un film. En el festival Tribeca celebrado este año en Nueva York, los titulares corrieron por cuenta de los siempre prolíficos Woody Allen, Steven Soderbergh y Spike Lee: ni un solo director fue mencionado como posible sucesor natural.

Ya ha transcurrido una buena década desde que Tarantino se convirtió en el último director estadounidense en ser celebrado como autor, un realizador cuyos films debían ser vistos no importara de qué se tratara o quién los protagonizara. Desde el lanzamiento de Pulp Fiction en 1994, varios directores norteamericanos amenazaron con convertirse en estrellas de la taquilla en el estilo de Martin Scorsese, Woody Allen y Steven Spielberg, pero mientras Paul Thomas Anderson (Petróleo sangriento), Sofia Coppola (Perdidos en Tokio) y Wes Anderson (Los excéntricos Tenembaum) recibieron aplausos (y algún ladrillazo ocasional), ninguno de ellos es marca de fábrica, ni sugieren un taquillazo garantizado. En un momento en el que robots parlantes y estudiantes de magia dominan la escena, parecería que los directores, o más específicamente autores, se vuelven progresivamente irrelevantes cuando se trata de las películas que el público quiere ver. Los estudios se volvieron más adeptos a las franquicias de marketing (piénsese en los interminables superhéroes y High School Musicals), o a recrear viejos programas de televisión y películas que, de un modo u otro, hacen que el director pase inadvertido.

Que Sam Raimi haya dirigido películas de El Hombre Araña no constituye ninguna noticia para la mayoría de la gente que fue a ver la trilogía. Las películas de Harry Potter son otra prueba de la irrelevancia del director: el enorme éxito de la franquicia significó que los productores fueran felices desembarazándose de los “nombres” que dirigieron las primeras cuatro –Chris Columbus en las primeras dos, seguido por Alfonso Cuarón y Mike Newell– en favor de un director de TV inglés, David Yates, cuyo mayor éxito hasta ahora ha sido la serie dramática de la BBC State of Play. ¿Y cuántos fans fueron a ver Transformers: Venganza de los caídos porque Michael Bay estaba a cargo? Más aún, superproductores como Jerry Bruckheimer y Harvey Weinstein son ahora más famosos que la mayoría de los directores en los films que ellos producen. Ahora que Will Smith es el único actor que garantiza una buena taquilla, los efectos especiales y personajes de historieta se han convertido en la verdadera atracción. El poder de un director para atraer público se ha vuelto casi inexistente. El autor es una raza en extinción.

François Truffaut acuñó el término “auteur” en su ensayo de 1954 Una tendencia en el cine. Hasta ese momento, el director era visto mayormente como un empleado sólo necesario para lidiar con los actores cuando entraban al set. Truffaut y el crítico estadounidense Andrew Sarris fueron los primeros en puntualizar que directores como Alfred Hitchcock, Nicholas Ray, Douglas Sirk y John Ford tenían un estilo único e inimitable, que les daba a sus películas una firma propia. De pronto, la estrella era el director, más que el productor, el estudio o el protagonista. Movimientos cinematográficos como la nouvelle vague francesa de los sesenta, el New Hollywood de los setenta y el manifiesto danés Dogma 95 en los noventa se enfocaban en la primacía de los directores que hacían las películas, más que en los actores que las protagonizaban. Películas dirigidas por el mismo Truffaut, Jean Luc-Godard, Martin Scorsese y Francis Ford Coppola eran eventos imperdibles. En su mejor momento, el arrastre del autor era tal que películas del modernista italiano Michelangelo Antonioni podían aparecer regularmente en la lista de las 25 más vistas del año. El nombre del director en el afiche alcanzaba para vender tickets, y lo que haría ese cineasta después despertaba excitación. Hoy, casi ningún film se vende en base a ese único nombre.

Los directores estadounidenses en particular se convirtieron en los nombres más grandes del cine. Lo nuevo de Stanley Kubrick era algo que debía verse. El New Hollywood hizo estrellas a Robert Altman y Hal Ashby, mientras que Terrence Malick se volvió mundialmente famoso en base a solo dos títulos, Mala tierra y Días de gloria. Cada género creaba superestrellas de la dirección: el terror tuvo a John Carpenter y George A. Romero; los arranques de Sam Peckinpah en el western y la ultraviolencia le concedieron una sólida base de fans; John Waters era adorado por su habilidad para pisotear los tabúes; Spielberg se convirtió en el rey del blockbuster; David Lynch creó dramas fantásticos con un estilo único; David Mamet transfirió su sabiduría teatral a la pantalla plateada. Además, la especial capacidad de John Cassavetes y Woody Allen en películas de bajo presupuesto y rápida resolución dejó una marca en el movimiento independiente de los ’80.

El rey de la Clase B era Roger Corman, quien dirigió y produjo películas con un estilo propio que hizo que, aunque sólo se encargara de la producción, iba a ser su nombre, más que el del director a cargo, el que definiera y vendiera el film. Coppola, Scorsese, Peter Bogdanovich, Jonathan Demme, John Sayles y James Cameron trabajaron para el productor de un modo u otro en el inicio de sus carreras. Era la prueba de que, en circunstancias excepcionales, escritores o productores podían ganarse el rango de autor.

A medida que los films de Hollywood se orientaban más hacia el evento, los autores encontraron sus voces haciendo películas económicas con una especial sensibilidad. El cine indie americano propulsó las carreras de Jim Jarmusch, Spike Lee, Richard Linklater, Steven Soderbergh, Todd Haynes, Todd Solondz, los hermanos Coen y Kevin Smith. Y le dio lugar al fantástico trabajo de Tim Burton, el panaché visual de Michael Mann, la locura masculina de Oliver Stone y el terror mezclado con comedia de Sam Raimi: parecía que de cada rincón y de cada grieta surgía un autor norteamericano. En los noventa, y a caballo del éxito de la productora Miramax, muchos estudios abrieron divisiones especializadas en cultivar y desarrollar películas y cineastas independientes. En los últimos tres años, todos los estudios grandes anunciaron pérdidas de puestos de trabajo y el cierre de esas divisiones. En el mismo período, realizadores como Woody Allen y Spike Lee debieron irse a Europa a buscar financiación.

Tarantino es el último de estos directores –y posiblemente el único estadounidense actual– capaz de impulsar un film sólo con su nombre. Pero incluso su cachet bajó un poco tras el fracaso de Grindhouse; no hay dudas de que Brad Pitt fue enrolado para que Inglorious basterds despegara. Es una estrategia de respaldo que Scorsese viene usando desde que ayudó a establecer a Robert De Niro como un dinamitador de taquillas. Más recientemente, Scorsese convocó a Daniel Day-Lewis y Leonardo Di Caprio para meter gente en las butacas. Del mismo modo, Michael Mann puso a Tom Cruise en Colateral y ahora a Johnny Depp en Dillinger, y cuando adaptó División Miami a la pantalla grande, convocó al ganador de un Oscar Jamie Foxx para acompañar a Colin Farrell. Es un claro signo de que en la industria ningún estudio cree que el director sostenga un film por sí solo. Los productores están limitando progresivamente sus apuestas, para minimizar la exposición al riesgo de pérdidas financieras insostenibles.

Aun así, utilizar a una estrella ya no es garantía de éxito. Tres días antes de comenzar el rodaje, la presidenta de Sony, Amy Pascal, anunció que suspendía Moneyball, una película de Steven Soderbergh sobre el mundo del béisbol protagonizada por Brad Pitt. Pascal sospecha que el guión final es demasiado “artístico” para arriesgar un presupuesto de 57 millones de dólares en el actual clima económico. The New York Times reportó que ya se habían gastado 10 millones en preproducción.

Sólo David Fincher, tras Se7en y el éxito en DVD de El club de la pelea, se situó cerca de igualar a Tarantino. Aun así, cuando se estrenó Zodiac en 2007 y se realizó una campaña de marketing basada en el prestigio del director, el thriller fue un fracaso comercial. Y él mismo se alejó del estilo de edición veloz alla MTV que lo caracterizaba, especialmente en su última película, El curioso caso de Benjamin Button. De los nuevos talentos, Paul Thomas Anderson, visto por muchos como el heredero de Altman, y Wes Anderson, el peculiar director de La vida acuática con Steve Zissou y Viaje a Darjeeling, han sido definidos como autores de la era moderna. Aunque ambos cineastas pueden dar felices pruebas de poseer un estilo propio, ninguno de ellos ha mostrado la personalidad necesaria para convertirse en una estrella por sí. Sofia Coppola tiene el beneficio de su apellido (aunque su padre, Francis, se encuentra bastante fuera de estado), pero mientras sus primeros esfuerzos, Las vírgenes suicidas y Perdidos en Tokio, fueron recibidos con entusiasmo, María Antonieta fue un fracaso. Su ex marido Spike Jonze fue una brillante joven promesa, pero no se las pudo arreglar para trasladar su suceso en videos comerciales y de música a una sólida carrera fílmica. La expectativa alrededor de su próximo film, Where the Wild Things Are –una adaptación del clásico infantil de Maurice Sendak– fue apaciguada por rumores sobre problemas de producción y reediciones. El estudio Warner Brothers ejercitó sus músculos, y al parecer Jonze dio el brazo a torcer. Los tiempos en que Michael Cimino podía chantajear a un estudio han quedado lejos.

Charlie Kaufman es un personaje inusual: un guionista que ha alcanzado el status de autor, gracias a su trabajo en películas de Spike Jonze como ¿Quieres ser John Malkovich? o Eterno resplandor de una mente sin recuerdos para Michel Gondry. Pero los fanáticos y los aplausos obtenidos como escritor no le sirvieron de nada a la hora de su debut en la silla de director: Synecdoche, New York fracasó en las boleterías. Entre todos los “casi” y los “no tanto”, la única persona que puede reclamar el ir contra esta corriente es Judd Apatow, que construyó de manera cuidadosa y callada un público fiel para sus comedias. El director de Virgen a los 40 y Ligeramente embarazada consiguió eso produciendo comedias con un sesgo masculino y desarrollando sus propias estrellas, que incluyen a Seth Rogen y Steve Carell. Este verano se lanzará su nueva película, Funny People, protagonizada por Adam Sandler. Situada en el mundo de los comediantes de stand up, promete algo diferente que su fórmula clásica. Es bastante inusual que un director de comedia alcance el status de autor pero, como signo de los tiempos, Apatow lo consiguió.

Estos días, las cifras más importantes para los estudios de Holly- wood pasan por la recaudación del fin de semana de estreno. Los cines se han vuelto increíblemente despiadados a la hora de bajar de cartel las películas que no anduvieron bien; ya no existe la paciencia para un film que encuentra su público de modo lento pero seguro. El boca a boca y las buenas críticas tienen pocas chances frente al implacable avance de los gigantescos presupuestos de marketing de los grandes estudios. Como resultado, las películas independientes quedaron relegadas al circuito de festivales.

Y aun en ese circuito, los autores estadounidenses parecen estar luchando. En Cannes, gran parte de la competencia de este año estuvo dominada por los autores más grandes del mundo, incluyendo a figuras como Michael Haneke, Lars von Trier y Jacques Audiard. El único director nacido en Estados Unidos era Tarantino, anterior ganador de la Palma de Oro. James Gray, director de Two Lovers y Los dueños de la noche, estaba en el jurado: el típico caso de un director norteamericano aplaudido en Francia –su trabajo se ve siempre en Cannes– pero ignorado y desconocido en su país natal. Hoy hay menos interés en lo que un director tiene para decir sobre su trabajo: en los talk shows de Estados Unidos, son las estrellas quienes se enfrentan a las cámaras, con las que los conductores quieren hablar. Reina la personalidad. Es el triunfo de la belleza sobre el cerebro.

El cambio en la actitud hacia los directores en Estados Unidos llega al mismo tiempo que la explosión de YouTube. El público ahora mira sus pantallas de computadora para encontrar voces alternativas e historias diferentes. Los directores aún no encontraron la manera de explotar ese medio del modo en que sí lo hicieron músicos y escritores. No existe un equivalente en la dirección al grupo británico Arctic Monkeys. Encontrar la manera de hacer dinero online es el Santo Grial de la distribución cinematográfica independiente. Hacer dinero, y punto, es un problema para los autores. Tiempo atrás, el festival Sundance podía ser la ocasión para conseguir acuerdos multimillonarios. No más. El mercado estadounidense de las películas independientes ha colapsado y conseguir fondos para hacer despegar a una película se volvió cada vez más difícil para directores con visiones únicas para compartir. Los financistas perdieron la fe en recuperar el dinero: con la perspectiva de conseguir ganancias cada vez más lejanas, no muestran demasiada voluntad de desarrollar nuevos talentos.

Un éxito en el circuito de festivales ya no es un indicador de éxito comercial. Este año, Humpday, película de Lynn Shelton sobre dos hombres heterosexuales que deciden hacer un film porno como desafío, y Go Get Some Rosemary, film de los hermanos Ben y Joshua Safdie, sorprendente historia de una familia disfuncional en Nueva York, fueron la gran cosa, con un éxito boca a boca, excelentes críticas de la prensa, señaladas por conocedores y observadores de la industria. Humpday fue hecha como parte de un creciente movimiento en el que los directores realizan su trabajo con cámaras digitales y presupuestos súper bajos, como forma de reacción a las películas de género y los blockbusters. Pero aunque se trata de realizadores jóvenes y atractivos, con nuevas historias para contar, parecen destinados a quedarse en un nicho. El respeto por sus voces ha disminuido, y el autor como poderosa figura en el cine estadounidense está de algún modo destinado a convertirse en material de leyenda. Hoy, otra vez, los estudios vuelven a estar al frente de todo.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

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