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Jueves, 23 de julio de 2009
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Ponyo y el secreto de la sirenita, del maestro de la animación japonesa Hayao Miyazaki

Cuando la naturaleza y los niños se rebelan

Inspirado en La sirenita de Hans Christian Andersen y en una leyenda oriental del siglo VIII, Ponyo marca el regreso de Miyazaki a la inocencia y la simplicidad de sus primeros films y al viejo cine de animación diseñado enteramente a mano.

Por Luciano Monteagudo
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El fuerte de Miyazaki es siempre, en primer lugar, la imaginación, por momentos lisérgica.

Belleza, sencillez, sensibilidad. Estas tres cualidades, entre muchas otras, definen a Ponyo y el secreto de la sirenita, la creación más reciente del maestro de la animación japonesa Hayao Miyazaki, en la que probablemente sea la mejor opción para chicos de entre 5 y 12 años de estas vacaciones de invierno.

Productor, director, guionista, dibujante y diseñador, Miyazaki (nacido en 1941, el mismo año en que Japón atacó Pearl Harbor y se sumergió en la pesadilla de la Segunda Guerra Mundial) está considerado el más grande maestro del cine de animación mundial de las últimas dos décadas. Sin embargo, su reconocimiento en Occidente comenzó recién con la monumental Princesa Mononoke, en 1997, y fue a partir de El viaje de Chihiro (ganadora del Oso de Oro del Festival de Berlín 2002 y del Oscar de la Academia de Hollywood al mejor film animado) que el cine de Miyazaki alcanzó una proyección verdaderamente internacional. Que lo haya logrado sin resignar ninguna de sus virtudes –en un mercado históricamente dominado por el imperio Disney– y que haya reunido en su país de origen millones de espectadores sin rendirse a la violencia del animé y de la cultura “Pókemon” habla de un creador tan riguroso como seguro de sí mismo, dueño de un universo propio que no está dispuesto a abandonar.

En Ponyo, Miyazaki vuelve a la inocencia y la simplicidad de sus primeros films, particularmente de Mi vecino Totoro (1988), que nunca llegó a estrenarse en Argentina, aunque hace años circula de mano en mano en copias pirata. Inspirado en La sirenita de Hans Christian Andersen y en una leyenda oriental del siglo VIII, Ponyo marca también un regreso de Miyazaki al viejo film de animación diseñado enteramente a mano, una tradición que el cineasta y dibujante japonés nunca abandonó, pero que combinó sabiamente con algunas experiencias de imágenes generadas por computadora que introdujo en Chihiro y sobre todo en El increíble castillo vagabundo (2004), su largometraje inmediatamente anterior.

De un trazo ciertamente más llano y de una tonalidad mucho más luminosa que Chihiro, hay sin embargo en Ponyo muchos puntos de contacto con aquella película, que quizá sigue siendo su culminación como cineasta. En Chihiro, una nena de diez años, triste y angustiada porque debía mudarse a otra ciudad, reinterpretaba ese viaje como una prueba iniciática que transcurría en lo más profundo de su imaginación, donde sublimaba la conflictiva relación con sus padres, a quienes llegaba a imaginar con el rostro de unos cerdos. Aquí Ponyo es una pececita que quiere convertirse en una nena y escapar del celoso dominio de su padre, incapaz de reconocer que en su maduración la hija deberá probar las bondades y problemas del mundo por sí sola. Que ese padre sea, a su vez, un humano decepcionado de las iniquidades de la vida sobre la tierra, quien gracias a sus poderes mágicos decidió buscar refugio en la profundidad de los océanos, da la idea de la clase de dolores que le quiere evitar a Ponyo, recluyéndola en una burbuja que no le permite crecer.

Del lado de la orilla, la espera muy ansioso Sosuke, un chico de cinco años, que padece, en cambio, el conflicto opuesto. Su padre es un capitán de barco de ultramar, con quien apenas se comunica de lejos, a través de prismáticos, cuando pasa cerca de la costa y le transmite sus mensajes en clave morse con juegos de luces (en una de las escenas más cándidas y logradas de la película). La madre de Sosuke, a su vez, es una mujer moderna, que quiere y cuida a su hijo, pero le da la misma independencia y libertad que reclama para ella. De cómo se comportarán estos dos niños en relación con sus padres y qué responsabilidades asumirán en el transcurso de una situación crítica, cuando un maremoto arrase el idílico pueblo costero en el que viven, será el tema central de la película.

Las preocupaciones ecologistas que ya asomaban en Princesa Mononoke y que estaban aún mejor resueltas en El viaje de Chihiro –donde una impresionante deidad de los ríos, hecha de un limo escatológico, acudía a la yuya, el baño público japonés, para liberarse de todos sus desechos– reaparecen también ahora en Ponyo. Ese tsunami que amenaza la costa –con unas hermosas olas-pez, que en alguna de sus muchas mutaciones evocan también la célebre gran ola de Hokusai– es la respuesta de la naturaleza a los desequilibrios a la que la someten las pasiones de los hombres. En esa instancia, brilla una vez más el animismo de Miyazaki, una constante en su cine, que es capaz de atribuir vida y poder a los entes de la naturaleza y a los sueños más oscuros del inconsciente. En este sentido, se diría que el fuerte de Miyazaki es siempre, en primer lugar, la imaginación, por momentos lisérgica, que aun en un film con un fuerte anclaje en el realismo como Ponyo siempre se permite un viaje tan literal como metafórico.

8-PONYO Y EL SECRETO DE LA SIRENITA

Gake no ue no Ponyo, Japón, 2008.

Dirección y guión: Hayao Miyazaki.

Fotografía: Atsushi Okui.

Música: Joe Hisaishi.

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