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Martes, 20 de octubre de 2009
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El cine de espías de ayer y hoy, entre la realidad y la ficción

Muy lejos del glamour del martini

La retrospectiva organizada por el Festival de Cine de Cambridge pone a la luz las múltiples facetas del cine de espionaje: no sólo por la diferencia entre lo que se ve y la vida real de los espías, sino también por el abismo que separa las formas de narrar.

Por Geoffrey Macnab *
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Matt Damon en la serie de Bourne: el tipo de espía que los verdaderos especialistas consideran poco creíble.

Para recordar el centenario del MI5 y el vigésimo aniversario del fin de la Guerra Fría, el Festival de Cine de Cambridge presentó El juego de espiar, un ciclo que presenta títulos como Goldeneye, de Martin Campbell; La supremacía de Bourne, de Paul Greengrass, y Los 39 escalones, de Alfred Hitchcock. Los expertos ingleses en historia del espionaje tienen una visión algo sombría de las películas que tratan el tema. James Bond está muy bien, pero los espías que ellos entrevistaron parecen más ocupados en quejarse de sus arreglos de pensión antes que en degustar martinis. El trabajo de contraterrorismo, apuntan, es insoportablemente lento y minucioso. Los directores, refunfuñan, a veces ni siquiera parecen conocer la diferencia entre el MI5 (la agencia de contrainteligencia y seguridad) y el MI6 (la que se dedica a la inteligencia externa). “La mayoría de las películas son pura fantasía”, declara Phillip Knightley, biógrafo del doble agente Kim Philby, y dice que muy pocas películas basadas en el espionaje son “creíbles, o cercanas a la verdad”. Y hace una lista de las que mejor lo impresionaron: Archivo confidencial, El espía que llegó del frío y An Englishman Abroad (todas incluidas en la retrospectiva). “Y eso es todo.”

Las elecciones de Knightley son muy instructivas. Los dramas bien pensados, basados en personajes, “que respetan la medida de los procesos mentales y la personalidad de personas atraídas a la traición”, le atraen mucho más que los thrillers basados en la acción. Thomas Hennessey, coautor de Spooks: the Unofficial History of MI5, también menciona a Archivo confidencial como un film de espías con al menos un toque de credibilidad. “Es de perfil bajo, es lenta”, dice, con aprobación, sobre la adaptación cinematográfica de la novela de Len Deighton, más famosa por sus escenas de Harry Palmer (Michael Caine) cocinando omelettes que por sus secuencias de acción.

Los años dorados para las películas y novelas sobre la traición inglesa transcurrieron en la década del ’30. Fue la época en que jóvenes de Cambridge como Philby, Guy Burgess y Anthony Blunt se convirtieron al comunismo y empezaron su trabajo vitalicio de traición. Lo que hizo a esos personajes tan fascinantes para generaciones de escritores y cineastas es cómo su conducta reveló aspectos ocultos de las actitudes británicas hacia las clases y la sexualidad tanto como hacia la política. “Los estadounidenses traicionaban por dinero, y eso no era muy interesante”, sugiere Knightley. La línea entre patriotas y traidores era a menudo muy delgada. Se veían, hablaban y se comportaban de la misma manera. Los traidores seguían siendo “ingleses”, aun cuando habían traicionado a su país. Philby, por ejemplo, aún leía The Times para estar al tanto de los resultados del cricket en su exilio en Moscú, trabajando para la KGB. La línea clave era cuando Philby decía: “Para traicionar tenés que pertenecer”.

Quizá las mejores películas inglesas de espías no sean específicamente de espionaje: son dramas que indagan en la idiosincrasia del establishment británico. Las historias del MI5 y el MI6 ofrecen varios aspectos ricos para los cineastas interesados en analizar el esnobismo y las dobles personalidades. Se ingresa más al terreno de la comedia dramática que al mundo de 007. Allí está el caso de Percy Sillitoe, director general del MI5 al final de la Segunda Guerra Mundial: era un ex policía que se hizo un camino en el escalafón hasta llegar a alguacil jefe. La vieja guardia de la agencia veía con recelo a un jefe con ese background. “En su presencia acostumbraban hablar en latín, porque sabían que no entendería nada”, recuerda Hennessey para retratar la malicia que los muchachos del MI5 mostraban hacia Sillitoe. La carrera del espionaje –o al menos la carrera en el MI5– era algo que seguían los hijos de la clase media. “Podías tener un hijo que fuera clérigo, otro en las Fuerzas Armadas y otro espía”, sugiere Knightley. Eso hacía tan letales a los traidores: traicionaban a la misma clase que debían proteger. Los que se mantenían leales podrían ser de buena familia, pero eso no significaba que se comportaran de un modo escrupulosamente honorable. La verdadera naturaleza de la profesión los empujaba en la dirección opuesta. Knightley cita el caso de una joven mujer reclutada en la universidad para servir en las fuerzas de seguridad. “Pasó seis semanas en entrenamiento y renunció. Ella dijo que en esas seis semanas le enseñaron a hacer todo aquello que su madre le había dicho que una chica decente no debía hacer.”

Por otro lado, la carrera de espía no era especialmente lucrativa. “¡Lejos de eso!”, se ríe Knightley. “Sólo aquellos que eran ricos antes salieron ricos de la experiencia.” Hennessey apunta que las agencias inglesas de inteligencia acostumbraban reclutar “gente que tenía un ingreso propio para sostenerse, porque la paga era atroz”. Antes que se instauraran los procedimientos de veteranía, amigos de amigos o aspirantes a agentes secretos podían ser empleados en las escuelas y universidades a las que iban.

Escritores como John Le Carré (quien estuvo en “el negocio del espionaje”, según explica Knightley) y Alan Bennett son expertos en la exploración de la psicología de la traición. Las mejores películas basadas en el trabajo de esos escritores combinan el atractivo intelectual y la emoción de la profesión. De todos modos, tienden a buscar la escala pequeña, los asuntos íntimos. Son películas sobre hombres que hablan en salas, como Alec Guinness encarnando a George Smiley en Tinker, Tailor, Soldier, Spy y en Smiley’s People: las escenas que vuelven a la mente no son de persecuciones o tiroteos sino de Guinness limpiando los lentes de sus gafas pacientemente mientras trata de armar su caso contra Karla. El actor se basó ligeramente en el oficial de inteligencia inglés Maurice Oldfield. El encanto de Smiley se confirma al comprobar trazos de muchos otros personajes de la vida real en los trabajos más famosos de Le Carré, como el inteligente y metódico oficial del MI5 Guy Liddell o Dick White, quien sirvió tanto en el MI5 como en el MI6.

Este año, Working Title, la productora británica detrás de éxitos como Notting Hill y El diario de Bridget Jones, anunció su plan de hacer una remake de Tinker, Tailor, Soldier, Spy, dirigida por Tomas Alfredson. Será fascinante ver cómo se las arregla con un material tan íntimo: una película explosiva de gran presupuesto no funcionaría. El nuevo film deberá capturar el espíritu del mundo de Smiley, pero, ¿funcionará en la taquilla esa clase de película? ¿Y quién encarnará al espía? Se habla de Jim Broadbent y Simon Russell Beale como candidatos. Smiley es un solitario, un outsider, infeliz en su vida privada. Muy, muy lejos de Jason Bourne y James Bond.

A los periodistas de investigación les gusta el juego de espiar. Lo ven similar a su propio trabajo. “Ambos hacen la misma clase de cosa, meterse en otro mundo y buscar monstruos”, dice Knightley. “Entrevistan al monstruo, evalúan su credibilidad. Sólo se diferencian cuando vuelven a su cuartel: los periodistas lo publican lo antes posible, los espías usan la información para obtener ventajas políticas.” Para los cineastas, en cambio, el desafío es diferente. No están exponiendo a un traidor o sacando a la luz información secreta y vital. No tienen tiempo para explorar todas las sutilezas de un caso contra un traidor, o explorar el trabajo interno de las agencias (será por eso que las historias de espías a fuego lento funcionan mejor en el formato de miniserie). Pocas de las películas del Festival de Cambridge se enlazan con el tema que quizá más preocupa a la opinión pública: el riesgo de sus libertades civiles. Los films celebran el trabajo de los agentes secretos o cuentan embrolladas historias sobre su lucha contra poderes extranjeros. Rara vez abordan el modo en que las agencias de seguridad británicas se entrometen en la vida de sus propios ciudadanos (las nuevas tecnologías incrementan las oportunidades para escuchar a escondidas). Aún no se ha visto un film como el alemán The Lives of Others, donde el drama tiene que ver con alemanes del Este en la era de la Stasi, espiando voyeurísticamente a sus compatriotas.

Las reglas del film de espionaje cambiaron con el colapso de la Unión Soviética. “En la Guerra Fría, el enemigo era aún un colega bastante decente. Ahora, el enemigo es un despreciable islamista”, dice Knightley, dando pistas sobre el aire racista que puede detectarse en muchas películas recientes sobre el tema producidas en Occidente. Aun así, los placeres de las películas de espías son los mismos de siempre. Olvídense de la ideología y la política. El público aún adora las historias de engaños y engaños dobles, el fullerismo en el corazón del establishment. Sigue intrigado por el concepto del traidor en su propio ambiente. Sobre todo, siguen amando los buenos cuentos. Y eso es lo que las películas de espías siguen ofreciendo.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

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