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Jueves, 9 de febrero de 2006
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“EL INCREIBLE CASTILLO VAGABUNDO”, DE HAYAO MIYAZAKI

Un viaje a universos imaginarios

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Como en El viaje de Chihiro, El increíble... combina notablemente el dibujo manual y el digital.
Por Horacio Bernades

7

EL INCREIBLE
CASTILLO VAGABUNDO

(Hauru no Ugoku Shiro/Howl’s Moving Castle) Japón, 2004.

Dirección y guión:
Hayao Miyazaki, basado en la novela de Diana Wynne Jones.

Música:
Joe Hisaishi, Youmi Kimura.

La obra imperfecta de un creador que no sabe de imperfecciones: tal vez sea esa la paradójica condición de El increíble castillo vagabundo, opus 9 de Hayao Miyazaki, que se estrena hoy en Argentina. Nominada al Oscar a Mejor Film Animado, la tercera película que se conoce en el país de este extraordinario maestro del cine de animación (luego de Los guerreros del viento y El viaje de Chihiro) lleva en cada trazo la marca a fuego de su autor. Sin embargo, es posiblemente la primera vez en su carrera que el creador de joyas como Mi vecino Totoro y Princesa Mononoke deja también, junto con un perdurable asombro y fascinación, un cierto regusto a ambición lograda a medias, a obra maestra inconclusa. Aun así es tal la maestría de Miyazaki que muchos momentos de El increíble castillo vagabundo serán de difícil olvido para quienes a partir de hoy asistan a ellos.

Tras haber ganado el Oscar tres años atrás con El viaje de Chihiro, el nuevo Miyazaki evoca fuertemente no sólo a aquélla, sino a buena parte de su obra anterior. Vuelve a haber, como en Castillo en el cielo (1986), Kiki’s Delivery Service (1989), Princesa Mononoke (1997) y la propia Chihiro (2001) una niña protagonista. Vuelve a verificarse el paso de lo tangible a una segunda realidad, tal vez más real que aquélla, habitada por fantasmas, magias y hechizos. La idea del viaje, el vuelo, la oposición entre lo terreno y lo aéreo retornan con la pertinacia de siempre. Es inconfundible el obsesivo, maniático culto del detalle, de la observación mínima y la gigantesca reconstrucción, que permiten identificar épocas y lugares con asombrosa precisión. Regresan el trazo límpido, las texturas casi palpables, el dominio pleno del dibujo y la animación, que combina una vez más (como en Chihiro) lo manual y lo digital. Se despliega una vez más, de modo exuberante, un mundo paralelo al conocido, perfectamente autosuficiente. Retorna, tal vez con más fuerza que nunca, el rechazo de Miyazaki por un mundo contemporáneo al que presiente signado por la tentación de la destrucción.

Lo que refuerza en tal caso la inexorable personalidad de su autor es que todo este mundo tan inconfundiblemente propio esté inspirado, esta vez, en una obra ajena. En ocasiones anteriores este sensei de 65 años había echado mano de mitos e invenciones europeas, inspirándose sobre todo en autores anglohablantes (Los viajes de Gulliver en Castillo en el cielo, Alicia a través del espejo en Chihiro). Pero esta vez esa recurrencia se vuelve más literal que nunca, con la transcripción, por parte de Miyazaki, de un libro para niños de la autora británica Diana Wynne Jones, publicado en 1986. Lo hace manteniendo espacio y tiempo, haciendo transcurrir la fábula en reconocibles parajes decimonónicos del interior de Inglaterra. Es tal la voluntad de realismo que mueve a Miyazaki, tanta su obsesión por reconstruir época y lugar que, especialmente durante la primera parte, El increíble castillo vagabundo parecería casi un Ivory dibujado, rebosante de detalles descriptivos.

Presentada en Argentina con un doblaje libre de regionalismos, Howl’s Moving Castle tiene por protagonista a Sofie, una muchacha dedicada a continuar la tradición paterna en un negocio de sombreros. El espectador comienza a preguntarse cuándo subvertirán los fantasmas esta titánica empresa de reconstrucción realista y es allí que los fantasmas aparecen, torciendo definitivamente el destino de Sofie. Y de la película toda. Ya había emergido entre la niebla, en la primera imagen, el castillo del título, estrafalaria y barroca máquina móvil, que parecería imaginada por el barón de Munchhausen. Pero es recién entonces que se presenta ante Sofie un joven algo melancólico (y metrosexual avant la lettre) que resulta ser el dueño del castillo. Para huir de ciertos monstruos lovecraftianos que lo acechan, el rubísimo Howl levanta a la muchacha en vuelo, atravesando el cielo de la ciudad.

Es como la orden de largada para que Sofie ingrese definitivamente a un mundo paralelo, poblado de antiguos dioses, magos y embrujos. Uno de ellos la convertirá en ancianita de 90 años, torcida y dolorida. Para volver a su estado anterior, Sofie deberá emprender un viaje espiritual (recordar que el título en inglés de Chihiro era Spirited Away), y en ese empeño es posible que conozca también el amor. Lo cual le da al film una impronta clásicamente romántica, inédita en el cine del autor. Trágica Sofie, que pasa de la adolescencia a la vejez sin haber sabido del sexo opuesto, y trágico también el principesco Howl, que lucha a solas contra las fuerzas del mal, embarcadas en un combate de destrucción mutua por la posesión de la Tierra. En medio de una proliferación de personajes que lleva en ocasiones a una peligrosa dispersión, dando por momentos la sensación de no saber muy bien cómo avanzar, a Miyazaki parecería sucederle lo que al héroe. Gravemente herido, Howl se convierte en ave de alas pesadas.

Claro que a la larga y ayudado por Sofie, Howl levantará vuelo finalmente, llevado por su incansable lucha para detener esas máquinas de guerra, que han hecho de los cielos del mundo un infierno de humo y sangre roja. También levanta vuelo Miyazaki, movido por un lirismo que no sabe de renuncios y que alcanza aquí la alegoría más política, más rabiosamente contemporánea, de toda su carrera.

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