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Jueves, 19 de agosto de 2010
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Alexander Kluge habla de su concepción del cine y la televisión de autor y la independencia del artista

“La historia del cine nos llega desde el futuro”

El director de títulos como Adiós al ayer y Trabajo ocasional de una esclava, que lo convirtieron en el padre del Nuevo Cine Alemán, también es un intelectual que reflexiona, en su libro 120 historias del cine, sobre el devenir de las imágenes en movimiento.

Por Carla Imbrogno *
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En Noticias de la Antigüedad ideológica, Kluge visita la tumba de Marx.

Llueve torrencialmente en la primavera de Munich. Alexander Kluge me citó en su casa y estudio personal un domingo a las ocho de la noche: el único momento de la semana en el que no está trabajando. Llevo conmigo una lista de preguntas arbitrarias y aleatorias. Timbres 1 o 2. Me responde por el portero y abre desde arriba. Una de esas casas antiquísimas recicladas a nuevo, de techos imperecederos y con escaleras señoriales pero siempre de madera. Nada de mármoles a la vista. Subo el primer piso y giro a la izquierda. Esperándome sobre el tapete rojo del palier, la presencia ubicua de Alexander Kluge. Esta conversación comienza donde terminan las 120 historias del cine.

–Usted se define fundamentalmente como “autor”. El grupo de Oberhausen tomó el concepto del cine de autor de la nouvelle vague francesa, ¿no es cierto?

–Directamente.

–¿Y qué distingue la televisión de autor, a la que usted se dedicó después y se dedica hasta ahora, de aquel cine de entonces?

–El principio es el mismo. La televisión de autor y el cine de autor estuvieron emparentados desde el comienzo. Rossellini, por ejemplo, empezó su carrera como autor de cine y en determinado momento, cuando la promoción cinematográfica italiana se orientó a lo comercial, se exilió en la televisión. Fue entonces que hizo la gran película sobre Luis XIV; de ahí en adelante no hizo más que películas para la televisión. Lo mismo se ve en muchos otros realizadores-autores, como Edgar Reitz, que filmó la miniserie Heimat no precisamente para las salas de cine. Si por mí fuera, yo habría trabajado siempre únicamente para el cine –de hecho lo que hago es cine y soy un patriota de la historia del cine, no de la televisión–, pero debo aceptar que a partir de cierto momento la televisión, se convirtió en el medio dominante. Y si quiero ser independiente, debo defender esa causa, la independencia, en el seno de la TV hasta las últimas consecuencias. Eso fue lo que hicimos, y la prueba es que tenemos en la TV el mismo estatus que teníamos como realizadores-autores. Algunos de nosotros lo hemos conseguido asociándonos con otros medios como Spiegel TV, la BBC, el Neue Zürcher Zeitung o el Süddeutsche Zeitung. Para ejemplificar: el principio de autor es el de un artesano y se distingue de lo que se llama el “cine de confección”, que es lo que hace un sastre y en el que lo dominante es la distribución. Así como existe el capitalismo de producción y el financiero, uno puede elegir quedarse del lado de la producción y ser independiente, como Asterix, el galo, u optar por la política de Julio César y estar del lado de la confección. Pero no me malentienda, no es que yo esté en contra de la confección sino que no es lo que hago. Soy hijo de un médico, y un médico no es empleado de la industria farmacéutica. Un médico permanece independiente.

–Esa búsqueda de un lugar independiente dentro de un medio dominante como la TV, ¿cómo se relaciona con la noción de esfera pública como usted la concibe?

–Con Oskar Negt escribimos un libro que llamamos Esfera pública y experiencia, en línea con Historia y crítica de la opinión pública, de Jürgen Habermas. La experiencia es lo que se consuma en la intimidad, por ejemplo en el seno de las familias, en las relaciones amorosas o en el trabajo. Son espacios no públicos. Las fábricas son espacios no públicos, la familia es un espacio no público. Ahora bien, esas experiencias personales sólo adquieren seguridad en sí mismas en la medida en que se las intercambia en la esfera pública, en la medida en que se vuelven parte de la vida pública. El amor es algo íntimo que puede adquirir seguridad en sí mismo o padecer un complejo de inferioridad según cómo se lo discuta públicamente. Si la corona francesa expone en público a sus amantes como un gesto político, así como Enrique IV exhibe orgulloso a Gabrielle D’Estrées, y la nación entera se enorgullece de que sus reyes tengan una esposa legítima y al lado una bella amante, la seguridad en uno mismo en materia de cuestiones amorosas se define de modo muy diferente que entre los puritanos.

–Usted aboga por que los hombres tengan una mayor seguridad en sí mismos...

–Autonomía. Creo que en los aspectos más fundamentales todos los hombres se comportan de forma autónoma siempre que pueden, es decir, siempre que encuentran un hueco en la opresión. En las artes en particular, la autonomía es especialmente importante. El cardenal de Salzburgo tenía un gusto musical completamente diferente del de Mozart, desdeñaba su música, pero no por eso Mozart comenzó a componer de otro modo. La autonomía es eso. Godard nunca va a ser obediente. Incluso habiendo hecho películas publicitarias, sigue siendo autónomo. Eso es el cine de autor. Otro ejemplo es Truffaut.

–En sus emisiones para televisión usted mismo asume el rol de entrevistador.

–Sí. Pero a mí no se me ve en la entrevista. Yo hago las preguntas, opero como un apuntador. Mi tarea es hacer que surja una situación distendida, que mi interlocutor se sienta libre y cómodo, y que hable. Pero si veo que se siente demasiado cómodo, digamos, que de alguna manera “duerme” o ya no está diciendo algo que me sorprenda, lo detengo. Soy un testigo de su discurso, que acompaño con estímulos, incentivos. Mantener atento a un espectador noventa minutos con un tema filosófico me parece una de las formas del arte. Es la retórica que ya manejaban los sofistas en Grecia.

–¿Una película es una obra de arte?

–Depende. Desde luego que las películas pueden ser obras de arte, pero yo no tomaría el concepto de obra de arte en forma aislada. Porque en rigor de verdad es un concepto antiacadémico. Se encuentra del lado del espectador. Los espectadores son los verdaderos artistas en la medida en que reproducen la película. En ese sentido, la película opera como un espejo, a veces como una fuerza gravitatoria o, por qué no, como un imán. Pero las virutas de hierro están en la cabeza de las personas.

–La forma en que usted acumula desquiciadamente imágenes literarias o fílmicas, y trabaja asociativamente con ellas, me recuerda en algún sentido a lo que hace Aby Warburg en su inconcluso Atlas Mnemosyne, esa fantástica colección de imágenes con las que Warburg buscaba apelar al inconsciente colectivo, al imaginario cultural del espectador y así explicar desde un punto de vista antropológico su teoría del trasvase histórico de la cultura. A la vez, buscaba en las imágenes de la historia respuestas a las preguntas de su tiempo. ¿Diría que a través del montaje usted hace lo mismo?

–Claro. Pero hay que explicar de qué se trata el montaje. Pensemos en una imagen, supongamos “Mnemosyne”, y luego en otra, un cuadro, “Melancolía”. En el medio, dado que es imposible unir las imágenes, queda un espacio hueco y en ese hueco surge una tercera imagen invisible, que es lo real. Yo creo fehacientemente en imágenes invisibles. Aby Warburg no opinaría lo contrario, y Godard, si me escuchara, me alabaría, diría “¡eso es el montaje!”. El montaje no tiene nada que ver con la unión, con la fusión de imágenes. Porque las imágenes son autónomas como las mónadas de Leibniz. Entre ellas existen abismos: hacia arriba y hacia abajo, hacia los costados, se ven horizontes. La bondad de un medio público reside en que los espectadores rellenen esos espacios huecos y realicen el montaje. Cuanto mayor es el contraste entre las imágenes, más fácilmente surge el tercer elemento: la epifanía. Más de una vez me sucedió, durante las charlas posteriores a las proyecciones, que se nombraran imágenes que no aparecían en la película. Las personas me cuentan algo que no está en la película, pero no puedo decir que sea falso, sino que ha sido evocado por el film.

–Algunos críticos dicen que sus películas son difíciles de “seguir”, ¿acaso están pensadas para ser seguidas?

–Absolutamente. Y cualquiera las puede seguir. Mire, en la edad temprana de la historia del cine, desde Muybridge hasta Griffith, encontramos imágenes reales. Dado que en el cine mudo el argumento avanza gracias a los intertítulos, la imagen se puede emancipar, puede jugar libremente, como Dr. Mabuse, el jugador de Fritz Lang, que tiene imágenes libres y un argumento riguroso que va siendo comunicado en forma de intertítulos porque las imágenes por sí solas no se entenderían. Sergei Eisenstein hace algo parecido. Y a eso se le llama libertad. Con el cine sonoro llega la dramaturgia teatral e imprime sobre las imágenes fílmicas el naturalismo del teatro, como ladrillos sobre las alas de una libélula. El animal no va a poder moverse con fuerza. Y así en la tradición de Hollywood y de la UFA nace un tipo de películas que funciona como lenguaje: una pareja entra en una sala y eso significa que tienen una relación amorosa, aunque la imagen no lo diga. Si se lo mostráramos a un extraterrestre no lo entendería. Y ese quid pro quo dado por el hecho de construir una realidad supletoria, representativa, es típico del cine de confección. No vaya a creer que desprecio las películas norteamericanas, las hay muy buenas. Pero es el tipo de películas en las que surge una especie de lenguaje simbólico, supletorio, que no es auténtico. Lo contrario hacen Lars von Trier, Haneke, Godard. Y yo estoy de su lado.

–En 120 historias del cine usted cuenta que Godard pasó toda una tarde escuchando descripciones de Fritz Lang –que ya no podía filmar mucho por su ceguera– y que a lo largo de esa tarde Godard tuvo el deseo o la intención de rodar esas imágenes narradas ciegamente pero que finalmente no lo hizo...

–Exacto, y eso me llena de tristeza. De ahí la conclusión: lo no filmado critica lo filmado. Me duele. Haría una marcha fúnebre à la Chopin por las películas que no han sido filmadas. Porque la historia del cine se compone de las películas que fueron dejadas de lado y de las que se hicieron. Así como se erigen monumentos a soldados desconocidos, yo levantaría monumentos a las películas desconocidas, jamás filmadas.

–Sobre esta última historia usted también hizo una película. Sus relatos parecen a veces una forma de complementar, de saldar cuentas. ¿Qué surge primero, la película o el relato?

–Es indistinto, a veces la película, a veces el relato.

–¿Usted intenta reconstruir la historia del cine a través de sus relatos?

–Sí... o mejor dicho: yo creo que la historia del cine es algo que aconteció todo el tiempo y nunca dejó de acontecer. Más aún, sostengo que viene a nosotros desde el futuro. La historia del cine es algo que los hombres hacen en sus mentes desde la Edad de Piedra. Lo que sucedió es que de repente se la pudo proyectar con ayuda de la cámara y los proyectores. Pero no es cierto que eso que de repente se empieza a proyectar sean los verdaderos deseos de los hombres. Haga una encuesta sobre cine porno, verá que nadie lo quiere ver. Porque jamás lo harían así. Es terriblemente agotador eso de estar permanentemente activo, sin un solo momento de calma. No tiene nada que ver con la necesidad de las personas. En todo caso, podemos hablar de “reconstrucción” en este sentido: yo creo en la historia del cine y en que hacer cine es algo mucho menos complicado que la industria cinematográfica comercial. Nosotros podríamos ahora –nosotros dos– poner aquí una cámara, rodar una película de cuatro horas e incluso subirla a YouTube. Y eso probablemente sería parte de la historia del cine; eso sí, necesitamos suerte, no podemos planificarlo. Y si hiciéramos algo así más a menudo, con más aportes, podríamos recoger más y más de la historia del cine. Le doy otro ejemplo: en 1932 Horváth se propuso hacer un gran espectáculo de revista que llamó El almacén de la felicidad y para el cual quería reunir toda la utilería, todos los decorados utilizados hasta el momento y dispersos en depósitos. Pero como era carísimo jamás se realizó. A partir de ese hecho y bajo el mismo eslogan yo escribí un relato y rodé unos doce cortometrajes para el Festival de Salzburgo. A lo que me refiero es que la historia del cine vuelve una y otra vez; la forma que adopte el Ave Fénix, sin embargo, puede ser muy diversa. Quizá debamos aceptar que en el futuro la historia del cine continúe en la forma de tres minutos, o bien que sólo sea posible en forma de diez horas. Quién sabe, incluso, como película de noventa minutos.

* Extracto de la entrevista realizada por Carla Imbrogno especialmente para la edición en castellano de 120 historias del cine (Caja Negra Editora), el primer libro de Alexander Kluge traducido en Argentina. Se presenta hoy a las 19.30 en el auditorio del Goethe-Institut (Avda. Corrientes 319), con entrada libre y gratuita. Participan de la presentación David Oubiña y Pedro B. Rey.

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