Hubo una gran paradoja en el centro de la carrera de Tony Curtis, fallecido ayer a los 85 años, de un paro cardÃaco, en su mansión cercana a la ciudad de Las Vegas. Fue un actor sin duda carismático, de fuerte presencia en la pantalla, incluso talentoso las pocas veces que pudo probarlo, pero se dirÃa que casi siempre eligió mal, o no pudo elegir siquiera, tal como siempre estuvo, dulcemente sometido al viejo sistema de estudios de Hollywood. Revisando la larga lista –más de un centenar– de pelÃculas que conforman su prolÃfica, irregular carrera, son verdaderamente muy pocos los tÃtulos memorables, aquellos que han logrado atravesar indemnes la prueba del tiempo. Entre ellos está por supuesto el clásico de Billy Wilder Una Eva y dos Adanes (1959), junto a Marilyn Monroe y Jack Lemmon, pero también la estremecedora El estrangulador de Boston (1968), de Richard Brooks, un film que se adelantó a su época y en el que Curtis mostró su costado más dramático y oscuro, muy distinto al excesivo derroche de simpatÃa por el que seguramente será recordado. Y con el que alcanzó su pico de popularidad gracias a la serie de TV Dos tipos audaces, un éxito de las temporadas 1971-1972, donde él y Roger Moore se divertÃan haciendo de playboys y aventureros por toda Europa.
Nacido el 3 de junio de 1925 en el Bronx como Bernard Schwartz, Curtis fue hijo de inmigrantes húngaros judÃos. Cuenta la leyenda que su padre era sastre, él creció en la pobreza y supo integrar las pandillas callejeras del barrio. Pero a los 11 años, en un centro de asistencia social del Bronx, se subió a un escenario, del que ya no se querrÃa bajar. Quizá la vida parecÃa más fácil vista desde allá arriba. Durante la Segunda Guerra Mundial sirvió en la Marina y no bien pudo volver a casa se enroló en clases de actuación en Nueva York y empezó a trabajar en Broadway. Pero su ambición estaba puesta en el otro extremo del paÃs, en Hollywood. Y no tardó en dar el salto.
En 1949, Curtis firmó su primer contrato con Universal-International, que por esa época se caracterizaba por convocar a muchachos jóvenes y apuestos, pero con escasa o ninguna experiencia actoral. Primero tenÃan que servir como galanes, eventualmente podrÃan llegar a ser actores. Al igual que Rock Hudson, Jeff Chandler y más tarde Clint Eastwood (todos ellos contratados por Universal), Tony Curtis encajaba perfectamente en este prototipo. Sus primeras apariciones en la pantalla no duraban más de unos minutos, como en Sin ley y sin alma (1949, de Robert Siodmak) o Winchester 73 (1950, de Anthony Mann), que son sin embargo dos de las mejores pelÃculas de las que participó en toda su carrera. Gracias a la publicidad que le daba el estudio y su arrastre entre el público adolescente, hacia 1952 ya interpretaba protagónicos, entre ellos Houdini (1953), una exitosa biografÃa del famoso escapista, que hizo junto a su primera esposa, Janet Leigh (en relación, Curtis fue casi tan prolÃfico en matrimonios como en pelÃculas: tuvo seis). La Universal, sin embargo, lo encasilló en pelÃculas de aventuras del tipo capa y espada o Las Mil y Una Noches, todas muy mediocres. La mejor pelÃcula de Curtis en este perÃodo la hizo fuera de Universal: Beachhead (1954), dirigida por Stuart Heisler.
Hacia 1957, se hartó de interpretar a califas, prÃncipes y espadachines y comenzó a trabajar en proyectos más ambiciosos, que le permitieran ampliar su rango interpretativo. ArtÃsticamente, fue el mejor perÃodo de Curtis, aquel en el que le quiso demostrar al público (y quizás también a sà mismo) que podÃa ser un actor en serio. De ese momento son La mentira maldita (1957, de Alexander Mackendrick), donde se animó a interpretar a un personaje bien desagradable; Fuga en cadenas (1958, de Stanley Kramer), que le valió su única nominación al Oscar, como un convicto racista que debe arrastrar en su huida al negro Sidney Poiter; las intensas Los vikingos (1958, de Richard Fleischer) y Espartaco (1960, de Stanley Kubrick), donde secundó a su amigo Kirk Douglas y, por supuesto, la obra maestra de Billy Wilder Una Eva y dos Adanes (1959), el único auténtico clásico de su filmografÃa.
Por aquellos años, Curtis también se prestó a trabajar con directores que recién despuntaban, como Blake Edwards (Mister Cory, Yo y ellas en ParÃs, Sirenas y tiburones) y Robert Mulligan (The Rat Race, El gran impostor). Y en 1961, junto a Yul Brinner, vino a la Argentina para filmar una adaptación del Taras Bulba de Gogol, menos célebre por sus virtudes cinematográficas que por la ruptura que su coprotagonista, Christine Kauffman, provocó en el matrimonio con Janet Leigh.
Durante los años ’60, Curtis actuó casi exclusivamente en inocuas comedias sexies según el modelo impuesto por Rock Hudson y Doris Day. Una feliz excepción a ese largo letargo fue La gran carrera (1965), divertido homenaje de Blake Edwards al mundo del slapstick. Y cuando nadie lo esperaba de él, Curtis sorprendió con El estrangulador de Boston (1968, Richard Fleischer). La actuación de Curtis como el psicópata Albert DeSalvo, aquejado de desorden de personalidad múltiple, es de una complejidad estremecedora y de una modernidad inédita para su época. Las escenas finales, donde Curtis comienza a descubrir el horror en sà mismo, pueden considerarse el antecedente del apogeo de psicópatas asesinos que despuntó recién en los años ’90 con El silencio de los inocentes y American Psycho.
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