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Miércoles, 5 de enero de 2011
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Luis Ortega habla de Los santos sucios, que se estrena mañana

“Tienta imaginar el fin del sistema”

La tercera película del realizador, quien también actuó, presenta un escenario post-apocalíptico. La idea surgió junto a un grupo de bohemios amigos del cineasta que iban a protagonizar el film pero fallecieron antes del rodaje.

Por Ezequiel Boetti
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A último momento, Ortega debió asumir uno de los roles en Los santos sucios.

Los santos sucios invita al coqueteo con esa enemiga perpetua del periodismo que es la futurología. Es que tanto por su temática religiosa enmarcada en un thriller post-apocalíptico como por su producción regida por el sobrevuelo constante de la muerte alientan a la rotulación futura de la anteúltima película de Luis Ortega como film maldito, de culto. “Eran muertes anunciadas, gente que ya no estaba en el mundo y quería partir definitivamente, no sólo en espíritu. Lo que más me interesaba era que mentalmente ya no estaban acá. Creo que su deseo de irse era más fuerte. Nunca sentí que fuera algo más allá de lo terrenal”, analiza el director ante Página/12. La película, escrita y protagonizada por Alejandro Urdapilleta, Emir Seguel y el propio Ortega, entre otros, se estrena mañana en el Espacio Incaa Km 0 Gaumont (Rivadavia 1635) y el viernes en el Malba (Figueroa Alcorta 3415).

El punto cero de Los santos sucios –que se vio en el último Bafici– obliga a retroceder hasta fines del siglo pasado, cuando este por entonces flamante egresado de la FUC conoció a un grupo de bohemios que hicieron de los empedrados de San Telmo su hogar. “Formé una amistad con ellos. Fuimos desarrollando distintas ideas a lo largo de los años y cuando se acercaba el comienzo del proyecto empezaron a fallecer, hasta que fallecieron casi todos. Es una película inspirada en ellos, en su vida. Originalmente iba a ser como una novela picaresca, porque tenían un sentido del humor muy por fuera de toda la realidad. Me atraía mucho esa manera poética de eludir el ritmo diario”, recapitula el quinto hijo de Palito Ortega y Evangelina Salazar. “Eran poetas natos. No escribían ni trabajaban, vivían en la calle. Me había encariñado mucho con ellos”, confiesa.

Aquel giro inesperado motivó la renovación casi absoluta no sólo del equipo artístico, sino también del tono narrativo: de aquellos amigos callejeros a un grupo mixto de no actores y actores que incluye a Martina Juncadella, además de Urdapilleta y Ortega; de la picaresca iniciática a esta historia de seis personajes que pululan por una ciudad ruinosa, destruida vaya uno a saber por qué o por quién. “No era una película apocalíptica. Por ahí las muertes dejaron una sensación fuerte en mí y eso se sintió en la historia, en ese pequeño Apocalipsis. Además está muy presente el colapso. No sé si el fin del mundo, pero sí el colapso del sistema, que es lo que aparece en la película. Me tienta imaginar el colapso de la civilización, de todo el sistema”, asegura el director de Caja negra y Monobloc, cuyo papel estaba destinado al único sobreviviente de sus malogrados amigos. Pero la mala suerte siguió revoloteando la producción. Cuando faltaban apenas dos días para el inicio del rodaje, éste “entró en un cuadro de ansiedad complicado en el que escuchaba voces”. “No estaba en condiciones de integrar una disciplina como la que implica un rodaje”, asegura.

–Usted habla del Apocalipsis y del fin del sistema, pero la película tiene un final esperanzador.

–Sí, porque ellos eran muy luminosos y no quería perder eso. Ellos celebraban todos los días, cuando la gente por lo general celebra Navidad, Año Nuevo, sus cumpleaños y los fines de semanas. Ellos tenían una noción festiva de la vida y muy irónica por el dolor marcado en sus caras. Pero creo que, dentro de todo, no es una película oscura, porque el instinto de supervivencia se sobrepone a la humillación de existir en condiciones patéticas, en un mundo absurdo. Queda el deseo de seguir. Y eso es muy loco: siguen cuando no hay nada y ni siquiera saben a dónde van. Para mí es un misterio dilucidar por qué la gente continua.

–¿Cómo se sintió actuando y dirigiendo? ¿Volvería a hacerlo?

–Nunca había pensado en actuar. Uno de los motivos por los que no volví a ver la película después de terminarla es porque no quiero verme. Me molesta. Quizá si uno se prepara da gusto ver cómo se de- sarrolla el trabajo. De todas maneras, lo disfruté mucho y fue una experiencia inolvidable. El tema fue que el actor que iba a hacer ese personaje tenía 45 años y tuve que adaptar el personaje a mi edad. Pensé en el personaje de Crónica de un niño solo un poco más grande y al borde del Borda. Por ahí el fin del mundo lo agarró en el Borda y aprovechó para fugarse. Me imaginé algo así para construirlo.

–Usted habla de Leonardo Favio, a quien le dedicó Monobloc. ¿Qué elementos toma de su cine en Los santos sucios?

–Lo que más tomo de él y de cualquier artista es su desapego por la realidad inmediata para recrear una inmersión. A Favio no le importa la realidad, Favio es poesía. Y esos son los directores que a mí me gustan. Prefiero entrar de lleno en un mundo creado por el artista, no me interesa entrar en la cotidianidad de la vida y en los problemas diarios porque me tiran abajo. El es un poeta, un tipo que está colocado en el lugar de un romanticismo desgarrador y muy por fuera de la realidad. Tan afuera que termina capturando la esencia misma del acontecer. Me interesa mucho más y me parece más sensata esa impresión surrealista que el intento de representar la maqueta de la vida diaria. Es muy aburrida.

–¿Eso lo relaciona con la imposibilidad de anclar el relato en un determinado tiempo? ¿La atemporalidad fue buscada?

–Sí, con Urdapilleta pensábamos que quizás a unos kilómetros había un country donde no había pasado nada. Su personaje es un burgués que todavía cuenta billetes porque piensa que el mundo va a volver y el dólar se va a cotizar. Ese tipo ridículo apegado a cosas de oro cuando ya no hay tiempo nos hacía pensar en lo que está pasando: estamos acá y en Soldati se están matando, en un lugar está todo bien, pero en Oriente hay una guerra perpetua. Pensábamos que el fin del mundo venía de a pedazos, que quizás en otro lado estaba su señora con los nenes en una pileta. De hecho filmamos una escena donde él escucha las voces de los chicos en una pileta, una cosa totalmente ridícula. Como si el mundo se acabara sólo para algunos.

–Muchas reseñas del Bafici catalogan a su película como críptica y alegórica. ¿Le molesta?

–No, ¿cómo me va a molestar?. Para nada. Veo a la película como un cuentito infantil, no tiene nada de críptico. Lo que pasa es que muchos se confunden con los simbolismos. Aparecen determinados objetos y, por ser una sociedad tan psicopatizada y psicoanalizada, ven elementos de un valor simbólico. Además pretenden que el autor los desarrolle y les diga qué son. Ese es el peso que tienen en su propia cabeza. Para mí es una película cero críptica. Hay un acostumbramiento al principio, nudo y desenlace.

–Usted dijo que Caja negra y Monobloc eran películas “reaccionarias a un cine explícito”. ¿Dónde ubica a Los santos sucios?

–Por ahí era más chico cuando dije eso. Creo que uno se expresa como puede y que es muy difícil caretear tu expresión. Este es mi lenguaje. Quizá mi lenguaje es cebado por un profundo rechazo a la civilización y al momento actual del cine. Lamentablemente, hoy por hoy es muy complicado ver cine en un complejo convencional. Hace años que no pago una entrada. Puede ser reaccionario, pero es genuino, es el lenguaje que tengo a mano. No cambiaría mi lenguaje, no sabría cómo hacerlo.

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