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Viernes, 29 de julio de 2011
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EL FIN DEL POTEMKIN, DOCUMENTAL DE MISAEL BUSTOS

Anclados entre dos mundos

La película reconstruye la historia de tripulantes de un barco de la ex URSS que hace veinte años quedaron varados en Mar del Plata. Cuando el Latar II llegó a la Argentina, el gigante soviético dejó de existir y nadie se hizo cargo de la situación de los marinos.

Por Diego Braude
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Bustos trabajó durante seis años para El fin del Potemkin, que se estrenó anoche en el Gaumont.

Una noche en un asado hace años, entre copa y copa, un marinero le contó a Misael Bustos la historia de marinos que habían quedado varados con su barco en Mar del Plata allá por el año ’91. No venían de ningún país y no tenían dinero. Tiempo después de aquella noche nebulosa, Bustos se levantó un día con la sensación de que tenía que encontrar a aquellos náufragos y contar su relato.

La cámara viaja y se detiene en espacios, a veces más amplios y de lejos, otras más cerrados y de cerca. Los paisajes, los objetos, los rostros, las pequeñas acciones, narran. Un hombre, Viktor Yasinskiy, mira hacia el mar desde el puerto en Comodoro Rivadavia. Quizás esté dirigiendo los ojos hacia su Bielorrusia natal o hacia Letonia, donde quedaron su esposa e hija, donde están su nieve y sus bosques. Por ahí está pensando en Mar del Plata, donde todo terminó y comenzó simultáneamente; ahí, en un muelle, reposan los restos de un pesquero. Así se inicia El fin del Potemkin, documental que se estrenó anoche, después de un trabajo de seis años, en el Espacio Incaa Km 0 (cine Gaumont).

Bustos buscó durante cuatro años: cada vez que regresaba a Mar del Plata, de donde es nativo, preguntaba para ver si podía encontrar alguna pista. Así llegó a Yasinskiy: “Era un tipo que estaba viviendo solo, en un barco de 70 metros de eslora (el Rutsava), que estaba medio entre que se hundía y no, en la escollera norte de Mar del Plata. Cuando lo encontré, Prefectura no me dejaba acceder al muelle, así que a través de una persona de ahí pedí que lo llamaran. El chabón vino, con un martillo y no sé qué otro aparato, porque estaba emparchando el barco, venía de emparchar un pedazo de metal que se estaba rompiendo en la eslora del barco que golpeaba contra el muelle”. Ahí sobrevivía Yasinskiy como podía, consiguiendo electricidad de prestado, haciendo changas para subsistir.

En 1991, el barco Latar II, donde trabajaban Viktor y Anatoli Atankievich (otro de los miembros de la tripulación a quien sigue el documental) llegó a la Argentina. Pero, de un día para el otro, la URSS dejó de existir. La compañía por la cual estaban contratados tenía su base en Letonia, que pasó a convertirse en un país independiente, por lo que dejó de percibir dinero de Moscú y se declaró en quiebra, dejando una considerable deuda impaga con sus empleados. Teniendo en cuenta el panorama económico que les esperaba si volvían con las manos vacías, Viktor y Anatoli, como otros de sus compañeros, “se quedaron porque quisieron pelear por lo que era de ellos –cuenta Bustos–, pero el tiempo es amargo, el tiempo dilata, fue marcando huella”.

Mientras el cosmonauta Sergei Krikaliov extendía su permanencia en el espacio en la estación Mir hasta los 310 días (la falta de presupuesto y el cuasi colapso del programa espacial en su totalidad hicieron que tuviera que extender su misión varios meses más de lo previsto) y se convertía en noticia por retornar a la Tierra a un mundo completamente distinto del que había despegado (por las fronteras redefinidas y porque su salario se había devaluado a dos dólares con noventa centavos), pocos recordaban a los marinos ya no más soviéticos que habían quedado abandonados y sin un cobre en la lejana Argentina. A Bustos siempre le llamó la atención que “no se hayan activado los circuitos políticos o de ayuda, porque no fue un hecho que ocurrió sólo en Mar del Plata, acá en Buenos Aires quedaron también, y en todo el mundo debe haber quedado gente, porque la flota letona era muy grande”.

Las playas veraniegas de la costa marplatense contrastan con cenas solitarias. No son migrantes buscando hacerse la América, sino tipos con sueños y familias hechos pedazos por un proceso histórico que se los llevó puestos, donde se tomaron decisiones sin consultarles si estaban o no de acuerdo. “Esto es una inmigración forzada, ese es el tema”, dice Bustos. “Ellos no eligieron, como los antiguos inmigrantes. Hay analogías por un lado, por el hecho de que se distanciaron de sus familias, como les pasó a los inmigrantes de hace muchos años. ¿A cuántos les pasó, que nunca más volvieron a ver a su esposa, a sus hijos? Pero la diferencia que tienen estos tipos es que fue una inmigración forzada. Tu país desapareció y te quedaste en otro donde no conocés el habla, tu pasaporte no sirve más, no tenés embajada, no tenés consulado, no tenés a quién protestarle.”

Bielorrusia, Letonia, Mar del Plata, Buenos Aires, Comodoro Rivadavia. Sus imágenes deambulan, se chocan y se entrelazan acompañadas por la música compuesta por Guillermo Pesoa. Sin embargo, estas imágenes juegan entre sí ajenas a los amigos Viktor y Anatoli. Ellos son náufragos. “Anatoli, quizás, es el que se adaptó un poquito más”, reflexiona el director, “pero Viktor quedó anclado, creo yo, entre dos mundos. Es como si se hubiera quedado en el medio del mar”. Es Viktor, que además tuvo una hija en Mar del Plata hace 16 años, sobre quien se centra la historia. La cámara lo sigue, lo espía un poco mientras él camina, transita, visita, siempre como mirando de afuera.

Cuando la búsqueda se mueve a Bielorrusia y Letonia, encuentra testimonios que construyen al electricista del Latar II desde el recuerdo, desde la hipótesis de la traición, el abandono o, simplemente, de la resignación; para ellos, el asunto es que Viktor no está más desde hace 20 años y no terminan de entender bien por qué. Yasinskiy tuvo que rehacer su vida, pero en Bieolorrusia, en Minsk, está Iulia, la hija que lo vio zarpar en el ’91 y a quien al día de hoy no pudo volver a ver. “Me encantaría que fueran de la embajada de Bielorrusia o de Letonia a ver la película, y de alguna forma se le dé una mano (a Viktor); los vamos a invitar”, dice Bustos.

La tripulación del acorazado Potemkin –al que hace referencia el título del documental– se sublevó en 1905, año del primer intento para deponer al régimen zarista, que tendría una secuela exitosa en 1917. Se convirtió luego en un símbolo de la Revolución Rusa, y fue considerado como una semilla para el nacimiento de un ejército revolucionario. El acorazado Potemkin, film de Sergei Einsenstein, terminó por elevar su carácter mítico y fundacional. El Latar II, en cambio, se convierte en la película de Bustos en su exacto opuesto.

La búsqueda de los legendarios marinos perdidos terminó por convertirse en una historia que va más allá de aquellos que descendieron de la nave oxidada que flota en un muelle de la costa argentina. Para Bustos, “el tipo que hace documentales quiere generar un poco de reflexión, que se conozca una historia que estaba tapada, para decir que no puede ser que estas cosas sigan pasando...”.

El fin del Potemkin es una película que, desde los climas que genera, se construye como un rompecabezas. El viento sopla permanentemente y maquinarias fantasma siguen murmurando una partida que nunca se concreta, para regresar a un mundo que ya no existe. Y, a pesar de todo, el náufrago Viktor elige seguir viviendo, sin tratar de mirar demasiado en el futuro, hasta que, quizás, algún día pueda volver a soñar.

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