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Lunes, 18 de junio de 2012
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Sobre la muerte de Henry Hill, el hombre que inspiró Buenos muchachos

El final común de un tipo poco común

Murió esta semana, en una cama de hospital y por culpa del tabaco y la comida pesada. Alrededor de su figura y con el inolvidable trabajo de Ray Liotta, Robert De Niro y Joe Pesci, Martin Scorsese construyó una de las mejores películas sobre la mafia.

Por Guy Adams *
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No hubo una lluvia de balas ni unos zapatos de cemento. No hubo armas, cuchillos, matones a sueldo ni paseos en un auto. Después de toda una vida echando sobre su hombro una mirada paranoica, Henry Hill murió de la manera más aburrida posible: en una cama de hospital. El famoso mafioso convertido en soplón cuya vida fue inmortalizada en Buenos muchachos (Martin Scorsese, 1990) murió esta semana en un hospital de Los Angeles, aparentemente sucumbiendo a años de fuerte consumo de tabaco y comida italiana. “Su corazón simplemente se rindió”, dijo su compañera Lisa a los periodistas, y agregó con media sonrisa: “Se fue de manera bastante pacífica... para un goodfella”.

De todos los canallas, malandras y hombres de mala vida hundidos en la conciencia del público estadounidense, muy pocos hicieron más por mitologizar el mundo del crimen organizado que este hombre de 69 años, ex socio de los Lucchese, notoria familia mafiosa de Nueva York. En interminables libros, charlas y películas sobre su carrera de 30 años en la mafia, Hill levantó la tapa de un mundo oculto que se revolvía con una mezcla de extraordinario glamour y enfermante violencia. Un mundo en el que un tipo común con un historial modesto podía apostar, beber y frecuentar mujeres para su propio esparcimiento, siempre y cuando no fuera perturbado por armas, torturas o el ocasional asesinato sangriento. En una ocasión ahora legendaria, a fines de los ’60, Hill y dos “socios” escucharon golpes provenientes del baúl de un auto en el que habían metido el cuerpo de un ex cómplice en la mafia, William “Billy Batts” Devino. Al darse cuenta de que su víctima aún vivía, liquidaron el asunto con una pala y una barreta, y lo enterraron en una tumba anónima. En otro celebrado incidente, Hill ayudó a realizar el golpe de 1978 a Lufthansa, cuando se robaron de un área de carga en el aeropuerto JFK de Nueva York cinco millones de dólares en efectivo y cerca de un millón en joyas. A valores actualizados, el botín alcanzaría hoy los 25 millones, lo que lo convierte en el mayor robo en la historia de Estados Unidos.

El viaje de Hill por el inframundo criminal se convirtió en el tema principal de la película de Scorsese, ganadora del Oscar, y en la que fue interpretado por Ray Liotta. “¡Todo es verdad!”, solía decir de la película, basada en el best seller biográfico de 1986 Wiseguy, donde se contaba el ascenso de un chico de clase trabajadora de Brooklyn a la posición del teniente de confianza de Paul Vario, un capo de la mafia local. Para prevenirse de que los censores estadounidense le pusieran una calificación demasiado alta, Scorsese en realidad bajó el tono de las tendencias psicópatas de James Conway, el personaje de Robert De Niro basado en James Burke, uno de los colegas de Hill. También cambió el tráfico de heroína por el de cocaína, más aceptado socialmente.

Hijo de un electricista, Hill siempre insistió en que el submundo era su vocación. O, como señala Liotta al comienzo mismo de la película, “desde que tengo memoria, siempre quise ser un gangster”. Nacido en 1943 y contratado por Vario de jovencito para hacer mandados menores, Hill empezó a trabajar a tiempo completo para la familia Lucchese a los 14 años, recolectando dinero en representación de los sindicatos ilegales de apuestas. Lentamente fue subiendo la escalera, graduándose de los pequeños atentados y golpes menores y sobreviviendo a un primer arresto por fraude con tarjeta de crédito. Como no podía hacer alarde de un background siciliano, nunca pudo tener un rango de miembro pleno de la mafia. Y decía ser demasiado delicado para los asesinatos a sangre fría, un prerrequisito para convertirse en un perfecto soldado. “Había dos cosas muy importantes sobre Henry Hill”, dijo recientemente Nicholas Pileggi, el autor de Wiseguy. “Una es que era un pequeño engranaje, como un soldado en la armada de Napoleón. Y, como es sabido, si vas a hacer un libro sobre Napoleón, puede ser interesante ver ese mundo desde el punto de vista de un soldado. La segunda cosa es que era extremadamente articulado.”

La hora más perfecta para Hill fue quizás en 1967, cuando lideró un pequeño equipo que levantó con éxito y sin mayores problemas 420 mil dólares de una terminal de carga de Air France en el aeropuerto JFK. Para ello emborracharon a un guardia borracho, robaron sus llaves y lo dejaron con una prostituta en un hotel cercano. En una movida que elevó su estimación dentro de la mafia, Hill entregó voluntariamente un cuarto del botín a los jefes. Dos años después cimentó su reputación de hombre de confianza cuando, tras haber sido arrestado por extorsión en Florida, eligió pasar casi una década en prisión antes que implicar a alguno de sus asociados. Tras su liberación, Hill fue enrolado por Burke para el famoso golpe a Lufthansa. Pero aunque el robo salió exactamente como había sido planeado, fue quizá demasiado exitoso para su propio bien: el asombroso monto de dinero que los integrantes de la banda empezaron a mostrar los puso en el centro de una cacería humana. Preocupado porque alguno de sus cómplices eventualmente lo traicionara, Burke empezó, lenta pero sistemáticamente, a asesinarlos.

Pero no fue lo suficientemente rápido. En 1980, Hill fue arrestado por tráfico de drogas. Y ante la aplastante evidencia, accedió a convertirse en informante del FBI. Así terminó entregando evidencia ante la Corte para condenar a cerca de cincuenta integrantes del crimen organizado con los que alguna vez había trabajado. En retribución, él y su familia fueron puestos en el programa de protección de testigos. Y él justificó la traición a sus viejos amigos argumentando que eran en su mayoría “homicidas maníacos”. Durante años, Hill vivió y trabajó en una variedad de locaciones en el Medio Oeste estadounidense, adoptando varios alias y disfraces, y a veces usando barba falsa. Bendecido por una memoria fotográfica, colaboró largamente para Wiseguy por teléfono. Pileggi dijo más tarde que buena parte del libro se compone de citas directas extraídas de sus conversaciones.

Para la época en que Buenos muchachos fue estrenada, muchos de los peores enemigos de Hill habían muerto, y él empezó a salir lentamente de las sombras. De algún modo, estaba obligado a ello: había sido expulsado del programa de protección de testigos tras haber sido arrestado repetidas veces por ofensas relacionadas con alcohol y drogas, y necesitaba encontrar una fuente de ingresos. Pasó los últimos años de su vida como una especie de celebridad mafiosa, viviendo en Topanga Canyon en las afueras de Malibu (California), vendiendo pinturas, dando charlas y apareciendo como ocasional conductor de un programa de cocina en una cadena especializada. Incluso lanzó un libro de recetas, The Wise Guy Cookbook, y una marca de salsa para pastas. No fue la clase de existencia crepuscular que predecía en el final de Goodfellas, cuando decía “sólo soy un don nadie, tendré que vivir el resto de mi vida como un simplón”. Al final, Henry Hill terminó engañando incluso a sus propias expectativas.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

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