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Viernes, 10 de agosto de 2012
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Locarno, entre los grandes maestros y los cineastas relativamente nuevos

Pequeños lujos en un cantón suizo

En el festival se proyectó La madre, de Jean-Marie Straub, un nuevo capítulo de su saga sobre los Dialoghi con Leucò, de Cesare Pavese. A Utima Vez Que Vi Macau, del portugués Joao Pedro Rodrigues, en tanto, es una melancólica reflexión sobre el paso del tiempo.

Por Luciano Monteagudo
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La madre retoma lo que el director inició hace más de tres décadas junto a su compañera Danièle Huillet.

Desde Locarno

Por fuera de la gigante sala a cielo abierto de Piazza Grande, dedicada por las noches a las proyecciones especiales y los homenajes –al productor Arnon Milchan, a la belleza perenne de Ornella Muti–, la 65ª edición del Festival de Locarno le sigue la traza no sólo a los grandes maestros todavía en actividad, sino también a los que vienen en su relevo, cineastas que son relativamente nuevos en el panorama internacional pero que ya tienen una obra a cuestas. Entre los primeros, Locarno se dio el lujo de proyectar –fuera de concurso, en la sección Corti d’autore– el trabajo más reciente de Jean-Marie Straub, La madre, un nuevo capítulo de su extraordinaria saga dedicada a los Dialoghi con Leucò (1947), de Cesare Pavese, que el director inició hace más de tres décadas junto a su compañera y correalizadora, Danièle Huillet, fallecida en 2006.

Largamente radicados en Italia, los franceses Straub-Huillet habían hecho en 1979 Dalla nube alla resistenza, su primer film basado en los Diálogos con Leucò de Pavese, a los que luego volvieron en Quei loro incontri (2006). Esos “encuentros” eran momentos fuera del tiempo, en los que cinco parejas de actores, vestidos con ropa de calle actual, en medio de la eterna campiña toscana, recitaban unos diálogos en los que unos dioses arcaicos se admiraban y sorprendían de la nobleza intrínseca de los mortales que habitamos aquí abajo. En un acto de fidelidad extrema, a su propia obra y también a su compañera de toda una vida, Straub decidió filmar ahora un diálogo más, en el que una diosa ayuda a un cazador que acaba de morir a comprender la relación que lo unía con su madre, que finalmente fue quien le dio muerte.

Quienes conozcan la obra de los Straub-Huillet (hubo retrospectivas en dos ediciones del Bafici, además de proyecciones especiales en el DocBuenosAires) sabrán que no hay aquí relación alguna con el psicoanálisis. Autores de un cine único, solitario, ajeno a cualquier moda, tendencia o movimiento, un cuerpo de obra singularísimo que resistió heroica, sistemáticamente su asimilación por el sistema industrial e incluso por el aparato crítico, los Straub (porque él sigue filmando como si ella todavía estuviera a su lado) buscan una verdad atávica, mítica en sus films, que es lo que vuelve a emerger ahora en La madre. Grave, clásica en su inspiración y moderna en su formulación, La madre está integrada a su vez por el mismo diálogo, repetido tres veces, tres cortos casi idénticos pero en cuyas sutiles variaciones –de edición, de posición de la cámara, de la intensidad de sus dos inmensos actores, Giovanna Daddi y Dario Marconcini, del Teatro Comunale di Buti– se encuentra la profundidad que exigen esas palabras.

En el Concorso Internazionale, a su vez, brillaron dos films de realizadores consagrados por el circuito de festivales internacionales, pero que aún tienen (y cada vez más, en un mercado concentrado en la producción de Hollywood) muchas dificultades para acceder a la difusión que merecen. A Utima Vez Que Vi Macau, del portugués Joao Pedro Rodrigues (el autor de Morir como un hombre, premio de la crítica, Fipresci, al mejor film extranjero estrenado en la Argentina durante el 2012), es una obra tan imaginativa como inclasificable. Realizada con una modestia extrema de recursos (el gobierno portugués acaba de cortar todas las ayudas al cine, se denunció aquí en Locarno), la película de Rodrigues, dirigida a cuatro manos junto a su compañero Joao Rui Guerra da Mata, es sin embargo riquísima en sus alcances. Film noir, folletín romántico, película fantástica, documental, diario de viaje o cuaderno de memorias, A Ultima Vez Que Vi Macau es todas esas cosas a la vez, pero se diría que su tema es solamente uno, y el más proustiano: una melancólica reflexión sobre el paso del tiempo.

Como la Aquilea de Invasión, de Hugo Santiago, la Macao de estos dos Joaos es un laberinto sin centro, en el que por debajo de una superficie triste y decadente se enfrentan secretamente dos bandos opuestos, uno de ellos denominado la “Secta del Dragón”, que tiene la capacidad de mutar a sus hombres en bestias, de ahí la jauría de perros vagabundos que sigue sigilosa, ominosamente al protagonista. Protagonista que no es otro que uno de los realizadores, Joao Rui Guerra da Mata, de quien apenas se ven sus pies o su sombra, pero que nació y creció realmente en esa ex colonia portuguesa, sobre la que aporta sus propios recuerdos y reflexiones, mientras trata de rescatar de las garras de esa secta a una vieja amiga, una travesti que decidió seguir los pasos de la chanteuse de nigth-club Jane Russell en la legendaria Macao (1952), de Josef von Sternberg.

Si la extraordinaria Tabú, de otro portugués, Miguel Gomes, premiada en Berlín y celebrada en el Bafici, parecía perfilarse como la mejor película del 2012, A Ultima Vez Que Vi Macau viene a disputarle ese cetro un poco con las mismas armas: el gusto por la aventura folletinesca, la reflexión sobre el pasado colonial de un imperio que dejó de serlo hace siglos y la transfiguración del mejor cine clásico –aquí hay, además, citas a Cat People de Tourneur y Kiss Me Deadly de Aldrich– a través de las herramientas de la modernidad.

En una veta completamente distinta, otro de los puntos altos de la competencia de Locarno de este año es Der Glanz des Tages, la nueva película de otra pareja, el matrimonio austríaco integrado por Rainer Frimmel y Tizza Covi, los autores de esa pequeña gran película que conoció Buenos Aires hace dos años, La pivellina. Uno de los personajes de La pivellina se ha desprendido de aquel film para sumarse a éste: se trata de Walter, el veterano hombre de circo, que aquí llega a Viena desde su vida trashumante en Italia para tratar de arreglar cuentas con su pasado. Quiere reunirse con su medio hermano, pero al único que encuentra es a su sobrino, Philipp Hochmair, que es una celebridad del teatro en alemán, y con quien establecerá una rara, conmovedora amistad.

Como La pivellina, el nuevo film de Covi y Frimmel no podría ser más simple en su formulación, pero a la vez, en el transcurso del tiempo, va ganando en belleza y densidad. En un papel que no siempre lo deja bien parado, Hochmair se interpreta un poco a sí mismo, con toda su vanidad de gran actor, pero encuentra la horma de su zapato en Walter Saabel, que narra sus aventuras como domador de osos como si realmente él también las hubiera vivido en carne propia. Hay buena madera –humanismo, nobleza de espíritu– en esta película en la que dos hombres tan distintos, por edad, origen social y la vida que han llevado, se interrogan sin embargo por aquello que los hace vibrar y ser felices, por ese “brillo del día” al que alude el título del film y que también es el que fulgura aquí en Locarno con un cine de este nivel.

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