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Viernes, 28 de septiembre de 2012
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CACERIA IMPLACABLE, DIRIGIDA POR EL NORUEGO MORTEN TYLDUM

Fábula de la víctima y el victimario

Parte thriller, parte película de acción, con más de una explosión de humor negro, el último gran éxito comercial del cine nórdico luego de la trilogía Millennium propone una inversión de roles entre un “cazador de cabezas” y su presa.

Por Diego Brodersen
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A pesar de sus complejos, el protagonista de Cacería implacable aprendió a jugar en las grandes ligas.

Tiros, líos, cosha golda y un baño de mierda... literal. Eso y algunas cosas más propone el último gran éxito comercial del cine nórdico. Luego del suceso de la trilogía Millennium alcanzado por sus vecinos los daneses, esta producción noruega fue vendida a gran cantidad de mercados internacionales y sus derechos para una posible remake, previsiblemente, ya han sido adquiridos por Hollywood. Con el título genérico y algo blandengue de Cacería implacable, se estrena en nuestro país Hodejegerne, cuya traducción literal es “Cazadores de cabezas”, juego de palabras entre el headhunter de uso corriente en el mundillo empresarial y una mucho más textual aplicación de su significado.

Parte thriller, parte película de acción, con más de una explosión de humor negro, el film de Morten Tyldum arranca, voz en off mediante, con una típica secuencia introductoria donde se nos presenta a Roger Brown. Monstruo de dos cabezas, en su vida oficial y pública el señor Brown se dedica a seleccionar posibles CEO en empresas de gran envergadura, a cazar esas insignes “cabezas” que sus empleadores necesitan. Pero detrás de esa fachada se esconde un amigo de lo ajeno, un ladrón de guante blanco dedicado a la sustracción de obras de arte. Ya en los primeros minutos resulta claro que la mirada del film –y, por ende, del espectador– estará siempre cerca de Roger, un tipo que a pesar de su baja estatura y evidente complejo de inferioridad aprendió a jugar en las grandes ligas. Alguien capaz de arriesgarlo todo con tal de mantener el statu quo y conservar a su bella, escultural (y altísima) esposa.

Cierta encarnación del Mal parece girar alrededor de ese mundo de empresas asépticas, que no dudan en jugar el juego del doble discurso y las traiciones, tal vez uno de los grandes clichés del cine y la televisión. Es lógico, entonces, que nuestro atípico héroe mueva sus piezas con inteligencia y utilice ese particular commodity, la información, para la feliz concreción de sus actividades ilegales.

Este somero repaso argumental apenas si describe un pequeño porcentaje de la trama, cuyas vueltas de tuerca corren el riesgo de apretar demasiado el tornillo. En principio, todo cambia cuando uno de los candidatos de Roger, dueño de un Rubens original de alto valor en el mercado, pasa de ser una de sus posibles víctimas a revelarse como victimario y posible verdugo. A partir del momento en el que Cacería implacable se aleja de Oslo y sale a la ruta, pasa rápidamente los cambios, pone quinta y aprieta el acelerador a fondo. La metáfora automotriz es al mismo tiempo bien concreta, ya que la persecución que ocupa buena parte del metraje incluye todo tipo de vehículos, incluido un tractor. El pobre Roger es literalmente cazado por su “protegido”, otrora soldado de elite y especialista en la tecnología GPS, y allí la película se pone bien loca y pesadillesca, tan improbable como atractiva. Como en un noir tamizado por los hermanos Coen, con quienes el film mantiene más de un parentesco, los cadáveres empiezan a apilarse y las cosas sólo van de mal en peor.

Pelado, magullado y mordido, bañado de pies a cabeza en excremento humano, abandonado a sus propios recursos, el cazatalentos devenido en sobreviviente deberá afilar su ingenio si quiere vivir para contarlo. Por momentos, el protagonista recuerda a un James Bond algo improvisado y torpe, pero a quien definitivamente las leyes de la física sólo alcanzan en parte. Esa es la sana diversión que propone Cacería implacable, quizá su mayor encanto. Pero después llega el bajón, cuando a la película, cuya descripción debe incluir necesariamente el adjetivo “ingeniosa”, se le acaba la chispa. Víctima de la dictadura del tercer acto, la necesidad de clausurar cada detalle de la historia hace que el guión gaste todas las ideas, forzando no sólo los límites de la plausibilidad, sino achatando a los personajes, transformándolos en títeres parlantes que explican cada una de sus ansiedades, miedos y deseos. Si hasta parece haber una moraleja en todo el asunto, una vaga acotación sobre el cinismo de este mundo y de cómo la empatía y el amor finalmente triunfan.

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