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Lunes, 19 de noviembre de 2012
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Películas en competencia en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata

Una programación rica y abundante

El certamen internacional arrancó con El muerto y ser feliz, del madrileño Javier Rebollo. La Competencia Argentina abrió, en tanto, con una ficción y un documental, respectivamente: Samurai, de Gaspar Scheuer, y Calles de la memoria, de Carmen Guarini.

Por Horacio Bernades
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El festival ya empezó a mostrar parte de lo que promete, de acá al próximo domingo.

Desde Mar del Plata

Tras una inauguración sin alfombra “roja” (en realidad nunca fue roja sino azul) ni casi ningún “famoso” y hasta pocos funcionarios (estaban todos en el Luna Park, en el preestreno de Néstor Kirchner, la película), desde la mañana de ayer el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata comenzó a desplegar su programación. Programación que, tal como anticipó Página/12 un par de días atrás, se presenta rica, variada y abundante. Si suena a gastronomía, está bien: todo festival de cine se parece un poco a una buena cena. En el menú de la Competencia Internacional, el primer plato fue El muerto y ser feliz, que el madrileño Javier Rebollo filmó en Argentina hacia fines del año pasado. La Competencia Argentina abrió, por su parte, con una ficción y un documental. Se trata de la curiosa Samurai, de Gaspar Scheuer, y de Calles de la memoria, en la que esa documentalista de primera línea que es Carmen Guarini se pregunta sobre la memoria de los argentinos de hoy, tomando como disparador las baldosas recordatorias de los desaparecidos, que desde hace unos años la asociación Barrios por la Memoria viene colocando en veredas porteñas.

Durante el acto de apertura, Javier Rebollo aseguró que El muerto y ser feliz contiene una cita u homenaje a Leonardo Favio. Tal vez se refiera al carácter casi protagónico que el paisaje provinciano tiene en la película. Confeso admirador no sólo de Favio sino de varios otros cineastas argentinos, tal vez eso llevó a Rebollo (realizador de Lo que sé de Lola y La mujer sin piano) a viajar unos quince mil kilómetros al sur, haciendo transcurrir su historia íntegramente en Argentina. José Sacristán hace de Santos, asesino a sueldo a quien su contratista (Jorge Jellinek, memorable protagonista de La vida útil) persigue, pistola en mano, porque aquél no le cumplió un contrato. El off informa que Santos es “un asesino que nunca mató a nadie”: por más que el protagonista sea un tipo derruido, morfinómano y con una enfermedad terminal, El muerto y ser feliz es algo así como una comedia ligeramente absurda, con protagonistas tan hieráticos como alguna de Kaurismäki.

Aunque tal vez el verdadero protagonista de El muerto y ser feliz sea justamente el off: fascinado quizá con Historias extraordinarias, Rebollo decidió tapizar la banda de sonido con la voz de un narrador que va anticipando casi todo lo que va a suceder. El problema es que, salvo un par de excepciones, todo lo que el off anticipa en verdad sucede. Con lo cual uno siente que lo que está viendo ya lo oyó. El muerto... es una road movie en la que Santos recorre la Argentina, como maltrecho Quijote (un destartalado Falcon es su Rocinante), desde Buenos Aires hasta la frontera noroeste. Nada menos turístico que la Argentina de Rebollo, hecha de rutas mal señalizadas, deshabitados boliches de provincia, agentes de tránsito proclives al “diego” y centros turísticos abandonados. ¿Como los de Balnearios? Tal vez. O quizá como la casa de La ciénaga: no por nada Santos termina su aventura en Salta. Si la Argentina de El muerto... es la menos turística, la pampa de Samurai es la menos prototípica. Como que tiene insertado en ella lo que el título indica, con katana y todo.

El film de Gaspar Scheuer (quien en su ópera prima, El desierto negro, ya había fusionado gauchesca y western) se enmarca en circunstancias históricas muy precisas. Las mismas que narraba El último samurai. En el año 1872, el emperador japonés declara la guerra a los viejos guerreros, que pelean armados de sus espadas contra un ejército que los enfrenta con armas de fuego. Saigo Takamori, mítico líder del aniquilado ejército samurai, habría sobrevivido, resolviendo comandar la restauración del Antiguo Orden desde el exilio. Más precisamente desde la Argentina de Sarmiento, Mitre y Roca, donde un animoso y joven samurai lo busca para ponerse a sus órdenes. El cruce que practica Scheuer es entre tradiciones japonesas y gauchesca criolla, vinculando al protagonista con un gaucho matrero (Alejandro Awada), que se las arregla para cabalgar, aunque en la guerra del Paraguay haya perdido ambos brazos (una especie de Cándido López x 2).

Con un formato como de superproducción y espectacularmente fotografiada en Scope por Jorge Crespo (que ya había hecho lo propio en El desierto negro), Samurai se atreve a muy interesantes cruces y paralelismos históricos: el emperador y la milicada argentina, los samurais como equivalentes del pampa, el sentido del honor del gaucho y el del guerrero exótico, el aristócrata cuya falta de escrúpulos parecería anticipar la de sus descendientes y hasta un “Saigo vuelve” que queda un poco en el chiste. Ese es el problema del film de Scheuer: el tablero está, las piezas también, pero el juego en sí queda un poco flaco. Como si se hubiera puesto más el acento en fotografiar dorados amaneceres que en el desarrollo de personajes. Carmen Guarini es una de las representantes más consecuentes de la escuela documental que se conoce como cine directo, que tiende a representar hechos o fenómenos abstractos de modo metonímico, mediante partes que encarnan el todo. Así, en H.I.J.O.S., el alma en dos (2002), Guarini no abordaba la problemática “general” de los hijos de desaparecidos, sino el funcionamiento concreto de la asociación H.I.J.O.S, registrando en detalle su día a día y poniendo especial atención no tanto en su homogeneidad como en sus contradicciones y debates internos. En Calles de la memoria procede de modo semejante, ahora en relación con la cuestión de la memoria de la dictadura.

En poco más de una hora, Guarini se concentra en una cuestión específica y en un reducido grupo de gente: las baldosas recordatorias que han comenzado a “aparecer” en calles porteñas, producidas y colocadas por la asociación Barrios por la Memoria. “El tema es la memoria, las baldosas son una excusa”, explicita la propia Guarini en un momento desde el off, esfera que le permite incluirse en la película, tal como viene haciendo desde Jaime de Nevares, último viaje (1995). Pero a la vez la película entera habla de sí misma, o más específicamente de su propia producción. Calles de la memoria surgió de un taller sobre técnicas documentales dictado por Guarini a estudiantes extranjeros, y Calles de la memoria es, a la vez, el documental que Guarini filma sobre la filmación de ese documental. Como lo que se narra es el proceso de confección de las baldosas por parte de Barrios por la Memoria (el proceso de confección de la memoria, podría pensarse, si se quiere pasar del significante al significado), hay una identificación absoluta entre forma y contenido. Con límpida conciencia de sí, Calles de la memoria narra el proceso de producción de un documental que trata sobre el proceso de producción de unas baldosas que representan la memoria, podría sintetizarse.

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