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Martes, 20 de noviembre de 2012
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Concluyó el Festival Internazionale del Film di Roma

Tres documentales de primera línea

El cine de no-ficción, con una amplia presencia en la sección CinemaXXI –el espacio más audaz y radical del festival–, probó una vez más estar a la vanguardia no sólo en el campo cinematográfico, sino también en el político.

Por Luciano Monteagudo
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Una vez que entre en el jardín, de Avi Mograbi, un diálogo posible entre israelíes y palestinos.

Desde Roma

No parece una casualidad que tres documentales de primera línea enriquecieran el último tramo del Festival Internazionale del Film di Roma, que concluyó el domingo con la premiación oficial (ver recuadro). El cine de no-ficción, con una amplia presencia en la sección CinemaXXI –el espacio más audaz y radical del festival, donde largos y cortos, ficciones y documentales se cruzaron indistintamente– probó una vez más estar a la vanguardia no sólo en el campo cinematográfico, sino también en el político.

Es el caso de Una vez que entre en el jardín (Nichnasti pa’am lagam en el original), la nueva película del gran realizador israelí Avi Mograbi después de su extraordinaria Z-32 (2008). Mientras la escalada de violencia en Medio Oriente ha recrudecido en estos días a niveles insospechados, el nuevo film de Mograbi viene a demostrar que hubo una época, no tan lejana, en la que la región no estaba dividida por motivos étnicos ni religiosos y que ese diálogo entre judíos y palestinos todavía hoy es posible. Lo que hace falta, en todo caso, es la firme voluntad de construirlo, de sentarse a conversar y buscar las coincidencias antes que las diferencias. De imaginar que eso que parece una fantasía se puede llegar a materializar.

Es lo que hacen el propio Mograbi y su amigo Ali al Azhari, a la sazón profesor de árabe del realizador, a quien Avi le propone ya desde la primera escena hacer el film juntos, como una manera de pensar a dos voces no sólo en el pasado sino también en el futuro de la región (un tema que es la obsesión del director de Venganza por uno de mis dos ojos). Palestino, oriundo de un pequeño pueblo cercano a Nazareth, hoy convertido en un condominio israelí, Ali es –desde que guarda memoria– un exiliado en su propia tierra. Lo que no le impidió casarse con una mujer judía, con quien tiene una pequeña hija, Yasmin. Tal como lo revela el film, esta mera circunstancia personal es ya de por sí todo un desafío político para los principios no sólo de la sociedad israelí sino también de la palestina, basados en la ideología de la separación.

Con una absoluta libertad formal, el film va desarrollando también la historia familiar de Mograbi. Ayudado por Alí, el director descubre que su abuelo, un comerciante de Damasco, era más árabe que judío (“Más árabe que yo mismo”, lo provoca Alí), algo que su propio padre nunca le había confesado, quizá porque nunca terminó de aceptarlo. Paralelamente, como una forma de metaforizar las barreras que han ido separando trágicamente a la región, Mograbi pone en escena, de una manera ficcional, unas cartas que una mujer libanesa le escribe a su amante judío, con quien está imposibilitado de reunirse. Aunque las imágenes que acompañan estos textos son registros documentales de Beirut hoy, al estar filmadas en Súper 8 adquieren una textura intemporal, lo que refuerza el carácter lírico de esas cartas, que recuerdan un poco a las que John Berger recogió en su bellísima novela epistolar De A para X, donde los actos cotidianos de una pareja separada por la intolerancia se convertían en una forma de resistencia. Y ese mismo espíritu es el que anima al nuevo film de Mograbi.

Por su parte, Consecuencia (Gegenwart, en el original) quizá sea la obra maestra de Thomas Heise, el cineasta de la ex República Democrática Alemana, bien conocido en Buenos Aires gracias al DocBuenosAires y a la retrospectiva que el año pasado le dedicó la Sala Leopoldo Lugones. Con el estilo seco, frío y quirúrgico que lo caracteriza, el autor de Material se adentra en la cotidianidad de un pequeño crematorio alemán, en los agitados días que van desde Navidad hasta Año Nuevo, unas fechas habitualmente festivas pero a las que la muerte (“una costumbre que tiene la gente”, como decía Borges) no tiene demasiado en cuenta. Vieja empresa familiar, el crematorio no tiene tregua y sus empleados se ocupan de todos los detalles, desde acondicionar los cajones y reparar y mantener los hornos hasta barrer prolijamente el polvo que se acumula a su alrededor y que no puede ser otra cosa que las cenizas sobrantes de la tarea.

Lo que impresiona del film de Heise no es solamente la maestría con que el realizador va describiendo todas estas labores sin recurrir a un solo diálogo y mucho menos aún a una voz en off. Paulatinamente, sin subrayados, ni música ni golpes de efecto de ningún tipo, Gegenwart pone al espectador frente a una instancia suprema, como es la muerte. Y lo hace de una manera tan sintética como contundente, dando cuenta de lo que queda de uno después de toda una vida de afanes y pasiones.

Al mismo tiempo, con pequeños, sutiles detalles –los planos de la chimenea y las distintas cámaras incineradoras; los carteles indicadores de palancas y botones (entre ellos uno que anuncia “gas”)–, el film se abre a otras interpretaciones, a una polisemia impensada. Crematorios, se sabe, hay en todo el mundo. Pero cuando se trata de un crematorio alemán cuesta no pensar en los que desarrolló el Tercer Reich para poder llevar a cabo lo que el nazismo denominó “la solución final”. A una escala infinitamente menor, el film de Heise reconoce en ese modesto crematorio de provincia una eficiencia que es difícil no asociar con la de otros tiempos, a través de ese pequeño ejército de operarios disponiendo rápida y competentemente de los cuerpos, mientras sus colegas oficinistas se ocupan de carpetas y papeles, de esa burocracia ineludible que Hannah Arendt, en su crónica del juicio a Adolf Eichmann, calificó como “la banalidad del mal”.

Finalmente, Bloody Daughter, ópera prima de Stéphanie Argerich, es un retrato tan íntimo como puede serlo el que la hija hace de su célebre madre, la genial pianista Martha Argerich. Endiosada por sus seguidores en todo el mundo, la figura de Argerich ha sido cada vez más esquiva y difusa, desde que decidió apartarse casi por completo de entrevistas periodísticas y compromisos publicitarios, para concentrarse de manera exclusiva en sus maratónicas giras de concierto y en sus sesiones de grabación. Ya por el solo hecho de permitir al espectador entrar en esa intimidad tan celosamente guardada, el film de Stéphanie Argerich (enriquecido por una buena cantidad de metraje de películas caseras inéditas) tendría un alto valor documental.

Pero su película va mucho más allá, en la medida en que la hija no sólo se conforma con dar cuenta de la poderosísima personalidad de su madre (y lateralmente también de su padre, Stephan Kovacevich, otro célebre pianista). Lo que hace muy bien Bloody Daughter es internarse en una reflexión sobre la construcción de la identidad, de la lengua, de la patria, en la medida en que Martha Argerich (argentina de nacimiento, ciudadana del mundo) bien pudo haber suscripto aquel poema de Alejandra Pizarnik, publicado en El infierno musical, donde decía: “Yo quería entrar en el teclado para entrar adentro de la música para tener una patria”. Y en esa patria no siempre tuvieron lugar sus tres hijas, o el lugar que quizá ellas hubieran querido tener. De esos celos, de esas carencias habla también, muy elocuentemente, el film de Stéphanie Argerich.

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