
Se extrañaba, hacĂa falta en Buenos Aires el estreno de una pelĂcula de Arturo Ripstein y Paz Alicia Garciadiego. Se necesitaba una dosis fuerte, generosa de pasiĂłn, de dolor, de melodrama en el cine latinoamericano, como sĂłlo los autores de Profundo carmesĂ y de Principio y fin son capaces de inyectar en las venas, como si fuera sangre oscura y espesa. Para quienes conozcan la obra previa de esta inseparable pareja de creadores, que vienen trabajando juntos desde hace más de tres dĂ©cadas, quizá no haya sorpresas. Su universo sigue siendo –como el de todos los grandes autores, insobornablemente fieles a sĂ mismos– el mismo de siempre: asfixiante, desmesurado, trágico.
En todo caso, se dirĂa que aquĂ aĂşn más depurado, concentrado en sus espacios, sus personajes, sus consecuencias. Y para quienes no lo conozcan (que pueden llegar a ser muchos, en la medida en que hacĂa casi una dĂ©cada que las pelĂculas de la pareja no llegaban a la cartelera local) deberĂa ser una revelaciĂłn. Nadie en la regiĂłn filma como Ripstein, con esa apabullante fluidez de su puesta en escena. Y nadie escribe como Garciadiego, con esos diálogos que parecen puñaladas. “Mala más que mala, lengua de cuchillo”, hubiera dicho de Paz Alicia una de las criadas de Bernarda Alba, de GarcĂa Lorca.
Que Las razones del corazĂłn –que comienza con esa clásica cita de Pascal: “El corazĂłn tiene razones que la razĂłn desconoce”– sea una versiĂłn más que libre, libĂ©rrima de Madame Bovary, parece apenas una anĂ©cdota. Como bien señala Garciadiego (ver entrevista), su guiĂłn da vuelta la novela de Flaubert como un guante. O más bien toma ese guante y lo adapta a sus manos, a sus modos, a su tiempo y a su espacio. Convierte a Emma en Emilia, un ama de casa desesperada, como lo puede ser una mujer mexicana de hoy, pero cuya educaciĂłn sentimental (para seguir con Flaubert) parece haber sido la del cine de su paĂs de los años ’40, con el Indio Fernández como director insignia.
Más de una vez Ripstein ha declarado que en su cine el melodrama es un destino manifiesto y Las razones del corazĂłn no hace sino profundizar en ese sino. Por más que ha sido rodada en digital, Ripstein vuelve a un blanco y negro tan áspero y cochambroso como ese edificio de departamentos en el que se ahoga Emilia, asfixiada no tanto por las deudas contraĂdas y por un embargo inminente de sus bienes más preciados (los muebles, el televisor), sino más bien por una triste, agobiante vida familiar, contra la que no sĂłlo su espĂritu si no tambiĂ©n su cuerpo –que se retuerce como un escuerzo– parecen rebelarse con un instinto casi animal.
Criada por su madre, como ella dice, “en la escuelita de Libertad Lamarque”, Emilia, sin embargo, desatiende y reniega de su hija, por más que la ame más que a nadie en el mundo. Y le pide que la odie: “MĂrame y huye, como quien huye de la peste”, le ordena. A su marido, que reciĂ©n aparece a mitad de la pelĂcula, queda claro que no lo quiere, que se han jodido mutuamente la existencia. Que antes que a ese hombre tibio, anĂłnimo, gris, ella prefiere aferrarse a la vana ilusiĂłn de ese huidizo mĂşsico cubano que, con las lejanas melodĂas de su saxo, parece llamarla desde la azotea y despertar su celo.
Estructurada de manera circular, con Emilia primero sola en el centro de la escena, a la que luego se le van sumando sucesivos cĂrculos concĂ©ntricos (la agria portera, un vecino tan lascivo como cobarde, los ejecutores del embargo), cada vez más opresivos, como si un lazo se ciñera sistemáticamente sobre su cuello, Las razones del corazĂłn no puede sino golpear con la fuerza de la tragedia. Que a pesar de algunas pinceladas de humor negro (“Sáquele la cama, jefe, eso siempre les duele”, sugiere uno de quienes la embargan) la pelĂcula alcance esa estatura, le debe mucho no sĂłlo a su director y a su guionista, sino tambiĂ©n a la extraordinaria protagonista, Arcelia RamĂrez, que parece ir dejando una a una no sus lágrimas –porque Emilia no llora– sino sus entrañas, sus tripas en cada escena. Tal es su entrega, tal es su talento.
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