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Lunes, 23 de septiembre de 2013
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LO NUEVO DE TERRY GILLIAM Y ALEX DE LA IGLESIA, EN EL FESTIVAL DE SAN SEBASTIAN

Dos viejos especialistas del exceso

Tras el recuento de aquelarres y descontroles que caracterizan a ambos cineastas, sale mejor parada The Zero Theorem, la última película del director de Brazil. Las brujas de Zugarramurdi despliega el arsenal habitual de De la Iglesia, pero termina cansando con sus clichés.

Por Horacio Bernades
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Las brujas de Zugarramurdi, descomunal y excesiva.

Desde San Sebastián

Dos campeones del exceso presentan sus nuevas orgías fílmicas en San Sebastián. Uno es Terry Gilliam, que tras su exhibición en Venecia trajo aquí The Zero Theorem. El otro, Alex de la Iglesia, que lanza al mundo desde su ciudad natal Las brujas de Zugarramurdi, con un elenco presidido por una Carmen Maura que reaparece en su cine luego de La comunidad (y a quien este festival acaba de otorgarle un Premio Donostia a la trayectoria, dicho sea de paso). Si fuera un partido, a criterio de este cronista, lo ganaría Gilliam, quien tras largos años de pifies logra controlar el exceso de un modo que De la Iglesia no puede, no sabe o no quiere. Porque de eso depende el triunfo del descontrol, al menos en un formato tan cerrado como lo es una película: de saber controlarlo.

Lo de The Zero Theorem está lejos de ser nuevo: a un presunto genio paranoico, reclusivo e incomprendido (el alemán Christopher Waltz, tan calvo como Bruce Willis en 12 monos), trabajar para una supercorporación del futuro lo está matando. Necesita huir, necesita libertad, y eso intentará, de la mano de la imaginación y una rubia espectacular (Mélanie Thierry, sacándose de encima el miriñaque de La princesa de Montpensier). Si suena a un cruce de Brazil y 12 monos, ganó usted el Premio Futuloco. Coproducción con Rumania filmada en ese país en 35 mm, el nuevo Gilliam es una suerte de superproducción fatta in casa. Lo cual es sumamente coherente, no sólo con la filosofía cinematográfica de su autor (que intenta hacer un cine-guerrilla out of Hollywood), sino con sus propios personajes, que tienen algo de tecnoinventores. Pero es un tecno casero, berretón y chatarrero el de The Zero Theorem. Manual antes que digital y lleno de anacronismos como los de Brazil (pantallas prebyte, relojes-despertador como de los años ’40, aparatología de ciencia-ficción de los ’50).

Tan acumulativa y deformante como sólo Gilliam puede serlo (anda por aquí con sus clásicas camisas negras hawaianas), llena de pelados, pelucas y peinados raros, The Zero Theorem presenta a Matt Damon como inaccesible director-filósofo de la corporación (pelo blanco, trajes haciendo juego con el estampado de las cortinas del bunker), Tilda Swinton como psicoanalista-en-kit (se instala y te atiende en vivo, a través de la pantalla) y a un David Thewlis que es a Matt Damon lo que Dennis Hopper al Kurtz de Apocalypse Now (pero con un pelucón atroz, todo peinado hacia atrás). El existencialismo romántico de Gilliam es pueril, elemental, al borde mismo de lo cursi. Pero The Zero Theorem no sólo es una película coherente consigo misma, sino que jamás se toma en serio ni sus propios presupuestos. Y tiene momentos desternillantes, como ése en el que la psicoanalista dientuda (parece la versión femenina de Jerry Lewis en El profesor chiflado) se lanza de pronto a un desubicado exabrupto video-musical, con rap y todo.

Acumulativa a más no poder, desternillante también en algún que otro momento y, habrá que admitirlo, coherente también consigo misma (aunque no necesariamente en un sentido positivo) es Las brujas de Zugarramurdi. En la primera escena, De la Iglesia echa todas las vieiras al asador, con un asalto espectacular en plena Puerta de Sol, a cargo de varios de esos hombres-muñeco típicamente dominicales. Entre ellos, un soldadito de plomo todo pintado de verde, un Bob Esponja acribillado a tiros y un Cristo de esos pintados de plateado, que guarda el celu en el bombachón y la metra en la cruz. Pero ya en la segunda escena, cuando los ladrones huyen en un taxi secuestrado, interminablemente, sin parar de hablar y de gritar (no se les entiende nada, además; por suerte la proyectaron con subtítulos en inglés) y con De la Iglesia ametrallando la pista de diálogos con un chiste tras otro y uno más, la película empieza a cansar. Y todavía faltan casi dos horas, todas en la misma frecuencia, con los chorros yendo a parar al pueblito navarro del título, donde en el siglo XVII aparecieron las primeras brujas del Medioevo (Wikipedia confirma el dato). Brujas que volverán a aparecer aquí, claro, capitaneadas por Carmen Maura y culminando en un descomunal aquelarre en el que el realizador de El día de la bestia echa ya no las vieiras, sino la pescadería entera al asador.

Al carácter hiperrecargado, subrayado y agobiante (que buena parte del público celebró a lo loco), la nueva película de De la Iglesia suma una condición de fantasía misógina, que viene a consumar lo que podía entreverse en su obra previa (y que la anterior Balada triste de trompeta literalizaba a patada limpia). No sólo por la idea de que la ex es la bruja, que es todo un eje de la película y que termina haciéndose literal; no sólo por las reivindicaciones feministas puestas en boca de las terribles hechiceras, sino sobre todo por la aparición de la Diosa de las brujas (equivalente femenino de Dios), que resulta ser una especie de troll horrible, fofo y tetón. Como corresponde a todas estas brujas de mierda, que nos hacen la vida imposible.

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