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Jueves, 26 de septiembre de 2013
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PRINCIPE AZUL, DE JORGE POLACO, BASADO EN EUGENIO GRIFFERO

Para atormentarse con la vejez y la fealdad

Por Juan Pablo Cinelli

Enfrentar un objeto inclasificable como Príncipe azul, de Jorge Polaco, supone varias dificultades, porque la película quizás amerite antes una lectura psicoanalítica que la de un crítico para intentar comprender las intenciones que en ella habitan. De nada sirve ensayar algunos puentes: podría parecer que hay algo de los universos barrocos de Guy Maddin; de los pastiches kitsch de John Waters o del desenfreno de Bruce La Bruce, pero se trata de contactos superficiales, ligeros. Tampoco son útiles otras referencias que escapan de lo cinematográfico, como la obra del artista gráfico catalán Nazario o las performances porteñas de Batato Barea, alusiones culturales ineludibles de los años ’80. Parece haber un poco de todo en la película, pero Polaco se queda a medio camino, o peor, muy lejos de los extremos que representan cualquiera de estas citas.

Es el desarrollo estético que plantea el director lo que pone en cuestión la cosa misma: ¿es cine lo que filmó Polaco? El interrogante no intenta ser burlón, todo lo contrario: hay elementos que indican que Príncipe azul es antes teatro filmado que cine; de hecho los títulos avisan que se trata de la adaptación de una obra homónima de Eugenio Griffero, estrenada en los años ’80. Se puede decir entonces que algunas de las dificultades de la película tal vez tengan su origen en una adaptación fallida, como si no hubiera conseguido traducir con eficiencia el texto original al lenguaje del cine, como si se hubiera atado demasiado a él. Y ese problema lleva al siguiente, siempre en forma de pregunta. ¿Qué idea de teatro es la que tuvo en mente Polaco a la hora de filmar en 2013? Las referencias a los trabajos de Batato y compañía en los ’80 no son gratuitas. Príncipe azul se desarrolla en escenarios recargados de cruces blancas, de maniquíes desnudos, de arañas de cristal y bancos de plaza que escapan a toda pretensión realista. Sobre esa misma línea se orientan las actuaciones, que parecen más cercanas al divague y al discurso libre que al patrón de un texto. A mitad de la segunda década del siglo XXI, una pretensión de surrealismo tan crasa y obvia no puede ser vista sino con algo de fastidio. Sobre todo porque se trata de una idea de teatro que no sólo ha sido gastada en los ’80, sino que hasta fue parodiada con maestría por un grupo de actores surgidos de aquella misma escena, en el programa televisivo de culto Cha Cha Cha.

Así como los personajes de Príncipe azul fingen ir tras un deseo pero se quedan atormentándose a sí mismos con la homosexualidad, la vejez y la fealdad, Polaco hace una película masturbatoria y tanática, que habla sola como los locos, no se sabe si por imposibilidad o por voluntad propia. Podrá argumentarse que Polaco es Polaco y que la dificultad para entenderlo dice más acerca de quien se ha quedado fuera de su obra que del propio director. Puede que sea así. Pero desde afuera cabe preguntarse si en realidad, como la profecía autocumplida de quien se impone a sí mismo el rango de maldito, no es el propio Polaco quien construyó su texto con toda la intención de abandonarse a la soledad de su torre de marfil cerrada por dentro.

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