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Viernes, 14 de julio de 2006
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ADRIANA AIZENBERG Y LA NUEVA GENERACION DE CINEASTAS

“Los chicos no ejemplifican ni juzgan, sólo muestran”

Volvió a las tablas con la reposición de Las pequeñas patriotas. Pero Aizenberg, mamá de Rodrigo Moreno, también es el fetiche de una nueva generación de cineastas, a los que vio crecer en el comedor de su casa.

Por Julián Gorodischer
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En el living de su casa, Aizenberg vio a los futuros directores armando sets de filmación en base a muñequitos.

Muchos de los nuevos directores argentinos se enamoraron de su imagen: fue la chica fetiche de Daniel Burman y la kiosquera-novia del Rulo en Mundo grúa, de Pablo Trapero. De a poco Adriana Aizenberg se fue colando definitivamente en el cine sub 35, hecho a pulmón por cineastas que ya no son tan jóvenes pero –para ella– quedaron congelados en una adolescencia tardía. Tal vez porque los vio crecer en su propio living junto a Rodrigo Moreno, su hijo. Los relevos del cine nacional armaban, en la mesa de su cocina, ilusorios sets de filmación en base a muñequitos. Por todo eso la señora Aizenberg es la más indicada para trazar un retrato de la generación que desterró de la pantalla el diálogo declamado y la bajada de línea. Aquí, mamá gallina –que acaba de volver a la escena teatral con Las pequeñas patriotas, junto a Norma Aleandro– comenta a sus pollitos.

Como una señora de su casa, o una regresiva que se quedó fijada en la escena de los 9 (para quien la haya visto brillar como alumnita en Las pequeñas..., actualmente en el Teatro Maipo), muta de una a otra criatura ficcional confirmando la calidad de una actriz entre las más versátiles. Aizenberg mira hacia atrás y promete gran cosa: ¡la intimidad de Ulises, Lucrecia, Pablo y Daniel...! Hace catorce años, cuando estrenaba Las pequeñas patriotas por primera vez, era una actriz de teatro de la vieja guardia pero, ahora que ha devenido en habitué del nuevo cine argentino, se le pide que acepte ser una garganta profunda: conoce de cerca a la camada que egresó con el director de El custodio de la Universidad del Cine. En reuniones y cenas aprendió a mirarlos en profundidad, a tratar como pares a Ulises Rosell (que dirigió con Moreno el film El descanso), Lisandro Alonso (el más original, dice), Jorge Gaggero, Daniel Burman, para quien, a esta altura, ya es una actriz obligada.

La Colo, como le decían de chica, se recuerda recibiendo una propuesta insólita por primera vez, escuchando azorada: Pablo, compinche de Rodrigo, la quería en su película. Surgieron los prejuicios de entonces: ¿Estaba seguro Trapero de que ella, una chica de facultad, podría ser la kiosquera, e interactuar con un civil, no actor? ¿Cómo quedaría? Luego se transformaron en loas. “Sabés qué –dice tiempo después–, los nuevos no levantan el dedo; no ejemplifican, ni son admonitorios, ni juzgan. Solamente muestran, y con lo que muestran saben que el público no es tonto. El cine de los ‘80 bajaba mucha línea y estos pibes hacen lo contrario. Yo veo todo...”

En los pasillos de la Universidad del Cine, Rodrigo Moreno no había blanqueado el parentesco, excesivamente correcto para no lucrar con el apellido célebre en la familia, pero la señora Aizenberg se encargó de ventilar. Los alumnos empezaron a llamarla para protagonizar sus cortos; ella traspasaba fronteras, se hacía conocida entre los más jóvenes. Así comenzó su saga de judías célebres, algo ajenas a su carrera anterior y a su biografía. “El judaísmo no fue para mí, de chica, un conflicto, ni me hacía sentir excluida. Cuando murió mi abuelo, ya ni festejábamos el Pesaj. Y yo lamento que no haya existido esa religiosidad en mi casa”, dice. “En muchos años de teatro y de profesión nunca hice judías. Pero a partir de El abrazo partido empezó la racha: hice de judía en uno de los cortos del film 18 J (de Lucía Cedrón) y hasta en la obra Houdini.”

–¿Cuál fue el momento en que la descubrió una nueva generación de directores?

–Por Rodrigo (Moreno), que me está dando tantas satisfacciones. Yo todavía miro El custodio y digo: no puede ser que este chico estuvo acá adentro (señalando su abdomen). También heredó genes de mi papá; y aparte lo hemos arrastrado a los ensayos de acá y de allá. Pero yo pensé que iba a ser actor, tan histriónico...

–Y parece tan seco...

–No lo viste en la intimidad: tiene un humor desopilante. Cuando era chico hacía de todo: pintaba, escribía, contaba cuentos. Norma (Aleandro, a quien la une una amistad de años), que lo conocía, me decía: ¡Por este chico tenés que cobrar cachet!

Como madre de Rodrigo, no se llevó bien con los límites: directamente no los imponía. “Desde chicos –recuerda–, venían los amigos de Rodrigo, se quedaban a dormir, jugaban hasta las tres de la mañana, nunca les puse un límite para esas cosas.” Recuerda la mañana en que Trapero le entregó un pilón de hojas: el guión. “Adriana –le dijo el director de El Bonaerense–, yo quiero hacer esta película (por Mundo grúa) y quiero que vos hagas la novia del Rulo. Pero no hay un mango.” “Le contesté que estaba todo bien –recuerda Aizenberg–, pero le expresé un reparo: Una sola cosa, Pablo, no quiero quedar yo pagando con un no actor y tener que bajar a menos diez. Además yo no tenía mucha experiencia en cine, había hecho una sola película con Fernando Ayala (Plata dulce), pero hacía mil años. Vamos a probar, le digo. Yo no quiero ni que pierdas vos, ni perder yo. Citame con Rulo, hagamos una prueba, a ver si nos convence y si la pareja nos parece creíble, vamos adelante. Si no me conoce –insisto–, no le digas nada, dejalo...” Cuando ese primer ensayo concluyó, Rulo (Margani) palmeó la espalda de Trapero y evaluó, a su oído: Bien la piba, eh, piqui-piqui/ piqui-piqui, no se calló nunca...

Adriana Aizenberg inauguraba el cine con personas comunes que luego sería un boom desde las Historias mínimas de Carlos Sorín a la Familia rodante del mismo Trapero. Más adelante, otras actrices de su generación descubrirían el “no-sé-qué” de compartir cartel con ciudadanos comunes, estrellas repentinas que aportaban algo de realismo o naturalidad al anterior paisaje de impostados. Así, la propia Norma Aleandro –su par en el teatro– hizo tándem con la mucama Norma Argentina en Cama adentro, de Gaggero, entre tantas otras. El cambio de registro la encontró desprevenida, algo desorientada, pero todavía saca provecho del aprendizaje. “Me saco todo de encima –asume–, me voy a menos diez y los miro. Aprendí mucho mirándolos: aprendí a no hacer nada. Yo soy una chica de facultad, con un movimiento, un pelo, una cosa... En Mundo grúa era una kiosquera de barrio, y no era asunto de hacerla como una ordinaria cualquiera. Era yo y no era yo.”

–¿Por qué no la convoca su hijo Rodrigo Moreno?

–El nunca me llamó para trabajar: no habrá habido papel para que yo hiciera. El me quiere mucho, me respeta como actriz y está muy feliz de que esté en el lugar en el que estoy. Pero el personaje de la hermana de El custodio se lo dio a Cristina Villamor, que no es actriz y lo conoce desde chiquito por ser amiga mía. Yo ni lo ayudé, aunque leí el guión muchas veces. Todos son chicos muy capaces; hago mis fiestas y vienen todos.

–¿Y cómo empieza su historia con Daniel Burman?

–Un día Rodrigo me avisa que Burman me iba a llamar. Mirá Adriana –me dice–, quiero que hagas la mamá de esta película (por El abrazo partido). Le pedí el libro, lo leí y me encantó el papel. Me quiso muchísimo, lo adoro, intercambiamos mucho en el trabajo. En El abrazo..., yo estaba recién trasplantada y no me convencía estar en la playa para el monólogo final. Me pidió que lo contara todo junto, en un plano secuencia.

–¿Impresiones sobre Lisandro Alonso y Ulises Rosell?

–Del cine de Lisandro Alonso me gusta la austeridad, el riesgo que tiene su trabajo y la personalidad que tiene ese chico que no se parece a nada ni a nadie, que hace lo que él cree. Me gusta Burman porque tiene una manera muy linda de contar. Y me gusta Ulises Rosell: cada uno habla de lo que sabe y de lo que quiere hablar. Pasa con Ulises (codirector de El descanso, con Rodrigo Moreno) que conoce de cerca esa locura familiar de Sofá cama y la cuenta en su película. No voy a revelar sus cosas personales, pero ellos narran mundos que conocen mucho.

–¿Lucrecia Martel?

–Lucrecia Martel es una directora que ya me impresionó con Historias breves, cuando hizo un corto que era una maravilla, donde supe que era una trágica total. Lucrecia es muy original en su concepto; se va a Salta, de donde es y, yo que soy de provincia, sé que lo que cuenta es extraordinario; se ve que lo conoce, habla de algo que sabe.

–Ulises Rosell/ Cecilia Roth, Lucrecia Martel/ Mercedes Morán, Daniel Burman/ usted... ¿Cómo se dio este cruce entre directores y actrices de distintas generaciones?

–Estos chicos consideraron que cada una de nosotras tiene algo diferente: no tengo ningún prejuicio, me entrego libre al trabajo. Los años no han pasado en vano. Tantos años después, me veo en cine con más despojo. Y aprendí una lección tranquilizadora: lo que no me sale ya me va a salir.

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