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Lunes, 7 de abril de 2014
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Réimon, Una canción coreana, Si je suis perdu, c’est pas grave y Ciencias naturales

Cruces de documental y ficción

Las cuatro películas participan en la Competencia Argentina del Bafici. Se destaca Si je suis perdu..., del prolífico Santiago Loza. Ciencias naturales, de Matías Lucchesi, obtuvo este año el premio Generation KPlus en la Berlinale.

Por Horacio Bernades
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Si je suis perdu, c’est pas grave emana una radiante, contagiosa luminosidad.

Segundo cuarto de cuatro, de las quince películas que presenta este año el Bafici en su Competencia Argentina. La obsesión numérica tal vez sea producto del contagio generado por los carteles iniciales de una de las cuatro de este segundo lote: Réimon, de Rodrigo Moreno. Esos carteles detallan, hasta la exasperación, todo lo que una película no suele confesar de sí misma: cuánto costó, qué porcentaje del total puso cada socio, cuántos días y horas insumieron el rodaje y el montaje, cuántas jornadas de trabajo hubo en total, de cuántas horas fue cada jornada, cuál fue el régimen de contratación de los actores. En otras palabras, lo que esos carteles desglosan son los medios de producción de Réimon. Algo más que justificado, en una película en la que El capital, de Marx y Engels, tiene un rol central. Las otras tres del segundo cuarto son el documental Una canción coreana, de Gustavo Tarrío y Yael Tujsnaider, una pequeña gema del prolífico Santiago Loza (Si je suis perdu, c’est pas grave) y la tercera de las cuatro películas cordobesas de la sección, Ciencias naturales, de Matías Lucchesi, que en la última edición de la Berlinale ganó el premio Generation KPlus (y obtuvo otros tres en el reciente Festival de Guadalajara).

Respetando el orden de exhibición, corresponde empezar por Una canción coreana. No está muy claro si la película cuenta la historia de Ana Chung, mujer-orquesta de origen coreano, radicada en Argentina hace tanto tiempo como para hablar con fluidez el castellano, o la historia de una película llamada Una canción coreana, que cuenta la historia de Ana Chung..., etc. Se registra, sobre todo en la primera parte, un engolosinamiento autorreferencial por parte de Tarrío & Tujsnaider, que se manifiesta tanto en miradas y preguntas a cámara como en varias escenas en las que se ve el aparato de rodaje (la cámara, el boom y la vara de sonido, los sistemas de control). Todo lo cual parece metido a la fuerza en una película que no lo reclama. Una cosa eran las películas de Godard (El desprecio, notoriamente), en las que el discurso sobre la producción de la propia película era parte de una reflexión general sobre el cine. Pero eso no sucede aquí.

Hay otro problema en Una canción coreana, y es que si bien la protagonista es todo un personaje (no sólo es carismática, sino que además maneja un negocio de venta de souvenirs, canta con toda la técnica del mundo, dirige un coro y, como si eso fuera poco, inaugura un restorán durante el rodaje), la película no logra hacer de ella un personaje dramáticamente interesante. Una última objeción: Una canción coreana es uno de esos documentales de imágenes tan pulidas, movimientos tan ensayados y encuadres tan perfectos que simplemente... no parece un documental. Y no llega a constituirse como ficción. Todo lo contrario del film más reciente de Santiago Loza, Si je suis perdu, c’est pas grave, que trabaja sobre ambos registros, con la “originalidad” de no intentar fusionarlos, sino manteniéndolos separados. Que es lo contrario de lo que hacen nueve de cada diez películas actualmente.

Filmada en ocasión de un taller de actuación realizado en la ciudad de Toulouse, Francia, la nueva película de Loza se presenta, en una larga introducción en off, como “una película europea, actuada por gente de distintos países”. El tema no es la actuación sino los actores. Más exactamente, las distancias y proximidades entre el actor como persona y el actor “en personaje”. De allí la división del film entre fragmentos en blanco y negro, en los que los integrantes del taller se presentan a cámara, y fragmentos en color, en la que esos mismos actores actúan ficciones sumamente leves. Dos actrices hacen de turistas en una ciudad ajena, otra de performer a la gorra, otras dos de madre e hija durante un viaje, una se presenta a una prueba y así. En los fragmentos en los que están frente a cámara, los actores se exponen, casi como modelos pictóricos, a los comentarios que los demás hacen sobre lo que ven en ellos. El carácter subjetivo de la percepción del otro, la condición finalmente incognoscible de lo humano y la verdad que muestran el cuerpo y el rostro se despliegan en un film que confiesa, hablando de la ciudad en que transcurre, que “si bien esa ciudad tiene rincones tortuosos, esta película no trata sobre ellos”. De allí que todo, en el film de Loza, emane una radiante, contagiosa luminosidad.

Documental y ficción también se cruzan en Réimon, que Rodrigo Moreno (El custodio, Un mundo misterioso) produjo por su entera cuenta, con apoyo de la fundación Hubert Bals, de Holanda. Además de transparentar sus propios medios de producción, el exhaustivo detalle de costos y contratos de los carteles iniciales parece conllevar una segunda intención, coincidente con el credo de Mariano Llinás: la demostración, en los hechos, de que de modo semiamateur es posible filmar una película técnicamente de primera. Réimon es como llaman a Ramona, chica del nordeste que trabaja como mucama en Buenos Aires. Moreno registra de modo documental su vida cotidiana y esforzados viajes de ida y vuelta desde y hacia su distante casa del conurbano.

La realidad cotidiana de Réimon se confronta, de la más elocuente de las maneras, en términos espaciales, con la de quienes la contratan. Es de una expresividad absoluta el contraste entre la secuencia inicial, en la que Réimon pasa un domingo en el “ranchito” familiar, y la siguiente, en la que en la mañana posterior limpia un impecabilísimo departamento de clase media-alta. La objeción que puede hacérsele al film de Moreno es el hacer explícito el tema mediante la lectura de fragmentos de El capital, a cargo de los dueños de otra casa que la chica atiende, estudiantes de sociología tal vez. No hacía falta esa referencia para comprender que Réimon encarna a la clase explotada: el film lo muestra.

Ciencias naturales es la versión indie de un crowd-pleaser, la clase de películas hechas para “conectar” con el gran público. La historia de una niña que no da el brazo a torcer en la busca del padre al que jamás conoció, rebelándose contra todo lo que se le opone, hace pie en la alta emotividad del tema, genera inevitable empatía con el carácter irreductible de la niña y le suma la comprensividad de una maestra, además de los rostros reconocibles de Paola Barrientos, Arturo Goetz y Sergio Boris. Candidata de oro al premio del público, si lo hubiera en el Bafici, el verdadero milagro de Ciencias naturales lleva por nombre Paula Hertzog, la chica protagonista, que es un fenómeno sin vueltas.

Una canción coreana se proyecta por última vez el jueves a las 15.30, en el Atlas Belgrano 3. Si je suis perdu, c’est pas grave, el jueves a las 13.30, en el Village Caballito 4. Réimon, mañana a las 18 en el Village Recoleta 7, y el jueves a las 13, en el Atlas Belgrano 3. Ciencias naturales, mañana a las 15.30 en el Village Recoleta 7 y el viernes a las 18.30, en el Atlas Belgrano 3.

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