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Sábado, 3 de septiembre de 2005
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ENTREVISTA CON RICARDO DARIN, PROTAGONISTA DE LA NUEVA PELICULA DEL DIRECTOR FABIAN BIELINSKY, “EL AURA”

“Acá el boludo es el que devuelve la billetera”

Ricardo Darín reivindica a los perdedores que interpretó en sus últimos films, entre ellos Nueve Reinas y Luna de Avellaneda, y los liga al retrato del argentino promedio. En El aura lleva ese rol mucho más allá.

Por Julián Gorodischer
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Darín y sus perdedores: “Había que estar bien arriba, pero hubo efecto de reacción”.
Le tiraron encima la pesada tarea de ser argentino ante el mundo. Y le fue poniendo el cuerpo a su saga de perdedores compulsivos en películas que lo hicieron tan famoso en Buenos Aires como en Madrid. El pasado de Ricardo Darín se asocia al chantún de la comedia televisiva Mi cuñado, al vitalicio en el eterno living de Susana por ser el favorito entre sus ex, pero ésa era su vida anterior... cuando creía que la energía tenía que estar bien arriba, hasta que –según dice– “se produjo el fenómeno de reacción”. Y se convirtió en el rostro inconfundible del venido a menos, conmovido ante sus padres en El hijo de la novia, redimido por la iniciativa comunitaria en Luna de Avellaneda (ambas de Juan José Campanella), en busca del pequeño batacazo en Nueve Reinas (de Fabián Bielinsky) o de uno verdaderamente grande en la que viene, El aura, también de Bielinsky, que se estrena el jueves 15 de septiembre. Así comenzó a condensar el cuerpo y los gestos del modelo argentino 2000 de exportación, consumible en España como una adicción que puso de moda la tonada rioplatense (también en la obra Art, con varias temporadas exitosas en Madrid y Barcelona), dándole un rótulo que lo incomoda, pero con gusto: ¡Figura internacional!
Acaba de verse por primera vez en El aura, donde compone a “El Taxidermista”, que imagina robos posibles hasta que el desafío sea pasar de la fantasía a la acción en los bosques del sur, cuando emprenda una travesía con el tono extrañado de una de Shyamalan (Sexto sentido, La aldea), pero sin pasarse al otro lado. “Yo no me vi –dice–, no me presté mucha atención. Mi verdadera incertidumbre estaba centrada en la estructura narrativa, quería saber qué quedó después de tantas semanas de rodaje. Nos metimos en un túnel oscuro, pero que tenía que terminar con un poco de luz.” Otra vez interpreta una variante del robo, ya no el carterismo inocuo de Nueve Reinas sino el delito calificado de El aura, dos modos que resultan típicos de este lugar del mundo desde que Roberto Arlt lo prefiguró en El juguete rabioso. Tan arraigados a la Argentina que un imaginario colectivo cimentó la ligazón entre la avivada, el éxito y la salvación. “Era más simpático el robo de Nueve Reinas –asume Ricardo Darín–, jugaba con la ingenuidad de las víctimas, aprovechando esa diferencia de dos segundos en los que no esperan que les ocurra nada. Pero en ambas películas se refleja uno de los problemas más graves que tenemos como argentinos: acá el boludo es el que devuelve la cartera. El que la escamotea es un banana. Yo, ante el mundo, me defendí con las armas más auténticas que creí tener en las manos: diciendo que acá no inventamos nada.”
–Pero el defecto adquirió cierto glamour...
–Nosotros, estúpidamente, hacemos alarde de la viveza. Lo paradójico es que un tipo que es un garca y está orgulloso de serlo sea aplaudido. Es como cuando se dice, en las elecciones, que hace falta un tipo que conozca el paño para que no lo caguen así nomás. Que sea vivo, pero boludo nunca.
–Su retrato colectivo es implacable...
–Nosotros somos una cosa muy rara. ¿Quién se atreve a decir que este país no es racista, sexista, que no discrimina? Nunca se analiza a una mujer en los mismos términos con que se analiza a un tipo. Y hasta se escucha, con frecuencia, la frase aquella sobre el tener un amigo judío. El argentino hace alarde de eso, cae en su propia trampa. Pero esas cosas no aparecen en mis personajes, me harían demasiado ruido.
Tal vez porque su temporada española le permitió mirar en perspectiva o porque le atribuyeron el dominio de antihéroes tan porteños, acepta pensar una idiosincrasia. Darín no cree en las historias de ganador que termina metiendo un gol de media cancha. “Simplemente porque soy argentino –dice–, y ya me comí setenta cuentitos de ese estilo. Lo que me moviliza son las historias que se parecen un poco más a cómo somos los seres humanos.” A su radiografía colectiva puede accederse en fílmico o en palabras: en la pantalla recrea todos los mitos recientes de la caída y resurrección enlos vaivenes de una vida pobre, corrupta, redimida de El mismo amor, la misma lluvia (de Campanella), en la concreción de una resistencia desde el club de barrio (en Luna de Avellaneda) o en el desvío a una antimoral que redescubre la virtud en la trampa. Cuando se liga Nueve reinas al ser nacional, a Darín le cambia el humor. “Los argentinos, en términos generales, somos gente cálida, amable, decente, sólo que no son los que más se imprimen en los diarios. Los que más están en los medios –sigue– son personajes negativos. Salieron muchos garcas y turros al mundo y sembraron la semilla de nuestra imagen. A mí, en España, me resaltan por encima de la idiosincrasia del argentino, y eso me incomoda. Entonces te ves obligado a defender algunas cosas.”
–¿O se sincera y dice “algo de eso tenemos”?
–Hicimos un camino regresivo a nivel cultural; el proceso de desculturización es gravísimo. Lamento la cantidad de generaciones que no han podido soñar con una educación, como un mínimo imprescindible para aspirar a la igualdad de oportunidades. Me sigue llamando la atención que la gente piense en Nueve Reinas como un fresco de la sociedad argentina. Me molesta cuando se reduce a los personajes al facilismo de ser “un porteño más”.
–A usted no le gusta la conexión con el avivado, pero sí con el perdedor...
–¿Quién es el que gana de verdad? Ni Maradona, que hoy forma parte del inflador que todos le ponemos por verlo recuperado. Están equivocados los de Canal 13 en plantearlo tan enfáticamente, tirándole la conducción de un programa de dos horas del cual es difícil salir bien parado. Igual yo creo que lo ha hecho muy bien, pero necesita ayuda y diversificación; que le saquen un poco de presión para poder hacer jueguito con la pelota.
Para fetichizarse hay que dar en la tecla, pero después cuesta correrse. ¿Y eso? Una vez, en una vida anterior (porque a él le gusta dividir su carrera en varias vidas), le tocó ser el seductor pequeño, un poco menos que galán, más precisamente galancito, habitué de la cartelera marplatense en Sugar o en Extraña pareja, escapando del aluvión de chicas y convencido de que la meta era firmar autógrafos hasta que comenzó otra vida. Daba “la nota” –dice– y empezaba a reproducir el mismo rol hasta el hartazgo. Así funciona –entendió– el sistema de estrellas, bajo premisa de que la repetición ¡es salud!, acostumbrándolo a hacer lo mismo en la TV, siempre lo mismo, tanto que creyó conveniente especializarse como actor de cine. “En TV –cuenta– me tocaron cancheros o un chanta como el que duró seis años en Mi cuñado, que se las sabía todas. Era el que antes de que lo fueran a ahorcar, zafaba, altamente querible, pero haciendo una cagada detrás de la otra. Me acotaban mucho el rango: me costaba moverme de ahí. Yo siempre le escapé a ese tipo de cosas, y a veces la cabeza me dio para darme cuenta rápido y otras veces no.”
La reacción de Ricardo Darín es contra toda impostura, ya sea como la pátina superficial del ganador o el demagogo, o como la mística del avivado o el canalla. No verá, en cambio, con malos ojos al encanto del derrotado que pide revancha. Tal vez porque es síntoma de algo actual, y en esos casos el arquetipo puede resultar más productivo. Otras veces pedirá correrse a la mención de sus películas no tan difundidas, las que lo conectaron al neurótico heredero de un humor a lo Woody Allen (Samy y yo, de Eduardo Milewicz), o al padre bajo amenaza represiva (en Kamchatka, de Marcelo Piñeyro). Si lo van a rotular, hará lo imposible por esquivar esa etiqueta que le corresponde al actor anunciando su próximo film, más vendedor que entrevistado.
–No me gusta la venta e incluso creo que es piantavotos. Como cuando te llevan a un programa de las doce de la noche para hablar de lo bien que te está yendo en el teatro. Si realmente te estuviera yendo bien, ¿por qué no estás descansando?
–¿Cuál de sus películas es el reflejo social más acabado?
–Honestamente elegiría El mismo amor, la misma lluvia (Campanella) para representar todos nuestros momentos en baja o en ascenso. Allí está la chance de ver lo que está ocurriendo y movernos a la reflexión.
Por lo menos, el nuevo canon del derrotado con esperanzas (noble y virtuoso en la saga de Campanella; tortuoso y opaco en las de Bielinsky) se repite, sí, pero lo conectan con una zona menos árida para crear. Le gusta y nunca subestima esa nota sensible de Campanella, acusada de “sensiblera” (entre otros, por Adolfo Aristarain), tal vez por tratarse de “una óptica de alguien que vivió quince años afuera del país. Y a su vuelta –sigue– quiso rescatar cosas de las que ya ni hablamos. Eso puede generar finales esperanzadores, o que tiendan a resaltar la luz al final del camino, pero sólo después de revolcarse en el lodo. Si ves a los tipos que laburan adentro de los clubes, mi personaje es un banana. La realidad es mucho más pesada que cualquier ficción”.

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