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Lunes, 8 de septiembre de 2014
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EL DOCUMENTAL COMO CAMPO DE EXPERIMENTACION EN EL FESTIVAL DE TORONTO

Las múltiples estéticas de la realidad

Los documentales del TIFF prueban que el género ensancha sus fronteras, como si no tuviera límites a la vista y se manejara con una libertad que le permite incluso utilizar recursos del ensayo, del diario personal y hasta de la novela epistolar.

Por Luciano Monteagudo
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The Look of Silence, de Joshua Oppenheimer. Songs From the North, de Soon-mi Yoo. Letters to Max, de Eric Baudelaire.

Desde Toronto

Cuando el campo de cine de ficción parece estrecharse cada vez más, como si no encontrara nuevas maneras de narrar o de dar cuenta del mundo (siempre hay excepciones, por supuesto, que van desde Pedro Costa hasta Lisandro Alonso, pasando por Hong Sang-soo, Tsai Ming-liang y Bruno Dumont), el documental en cambio parece ir ensanchando sus fronteras, como si no tuviera límites a la vista y se manejara con una libertad que le permite incluso utilizar recursos del ensayo, el cuaderno de memorias y hasta de la misma ficción. Y la amplia selección de documentales del Toronto Internacional Film Festival (TIFF) no hace sino confirmarlo, empezando por Maidan, el extraordinario, épico fresco del ucraniano Serguei Loznitsa sobre la histórica plaza de Kiev donde comenzaron las revueltas contra el avance de Rusia en su país y del cual ya se habló largamente en estas páginas en ocasión de su lanzamiento en el Festival de Cannes, en mayo pasado.

En un registro completamente diferente –eso es lo que sorprende también del campo del documental: el amplísimo espectro de escrituras que es capaz de abarcar–, Silvered Water, Syria Self Portrait está planteado como su propio título sugiere, a modo de autorretrato de un país. Pero, claro, no se trata de un país cualquiera, sino de uno en guerra. Y el film dirigido por Ossama Mohammed, actualmente en el exilio en París, en

cooperación con Wiam Simav Bedirxan, una documentalista siria de origen kurdo, presenta una suerte de mosaico que intenta armar aquello que la guerra está desintegrando: la identidad de un pueblo.

Reconocido como uno de los principales cineastas de su país, Mohammed (60 años) ya llevaba ocho meses refugiado en Francia cuando en la Navidad de 2011 recibió un mensaje en su cuenta de Facebook de una activista kurda de la ciudad siria de Homs, de 35 años. Atrapada entre el incesante fuego de metralla y el bombardeo aéreo, le preguntaba a Ossama, a quien no conocía personalmente: “Si estuviera con su cámara aquí en Homs, ¿qué filmaría?”. En el centro de la pregunta de Simav (“Agua Plateada” significa su nombre en kurdo, que pasó a ser también parte del título del film) también latía otro interrogante, relacionado con el caos que provoca toda guerra: ¿por dónde empezar? Para Mohammed, el punto de partida fueron unas imágenes de un adolescente torturado por las fuerzas de seguridad del régimen de Bashar al Assad, posteado en YouTube por los propios captores del muchacho, a comienzos de la guerra civil. A partir de allí, en el curso de dos años, Mohammed y Simav –que no se conocieron personalmente hasta mayo pasado, cuando ella logró salir de Siria y encontrarse con su codirector en el Festival de Cannes– comenzaron a recopilar imágenes de decenas de registros testimoniales filmados con cámaras amateurs y teléfonos celulares, a editarlos a través de la web y sumarlos a los propios registros de Simav, el brazo armado de Mohammed en Siria, quien iba conduciendo el film por Internet, desde París.

Lo notable de la película de ambos –que se verá en el inminente DocBuenosAires– es que aun utilizando los materiales más crudos y directos, consigue eludir el voyeurismo obsceno de la web para encontrar en esa disparidad de materiales un orden poético, un vuelo lírico que potencia aún más su indignación por las atrocidades de la guerra. Hay una energía, una intensidad auténticamente elegíaca en este film “hecho de mil y una imágenes, tomadas por mil y un hombres y mujeres sirios” (Mohammed dixit) y que logra extraer un relámpago de belleza y esperanza de entre las ruinas de la barbarie y la tragedia.

La guerra civil en Indonesia también fue (y sigue siendo) una tragedia colectiva, tal como vino a recordar hace un par de años The Act of Killing, del director estadounidense (radicado en Dinamarca) Joshua Oppenheimer. El país dice ser hoy una república democrática, pero en los hechos sigue viviendo bajo la sombra del terror que instaló el sangriento golpe militar de 1965 y que provocó el genocidio de más de un millón de habitantes, acusados de “comunistas”. Si aquel film de Oppenheimer daba la palabra a los siniestros integrantes de los escuadrones de la muerte para que –con un grado de impudor equivalente al de su indignante impunidad– volvieran a “actuar” los asesinatos cometidos, en The Look of Silence, su continuación, que acaba de ganar anteayer el Gran Premio del Jurado en la Mostra de Venecia, el protagonista es Adi, un oculista de 44 años cuyo hermano mayor fue torturado y asesinado por los grupos paramilitares indonesios de aquel momento.

Con una serenidad y un coraje asombrosos, Adi va recorriendo junto a la cámara de Oppenheimer la localidad rural donde ocurrieron los hechos y encuentra a varios de aquellos perpetradores todavía con vida. Algunos de ellos, incluso, son sus pacientes. Y mientras les prueba distintos lentes para recetarles nuevos anteojos, los somete no tanto a un interrogatorio (que jamás sería posible, dado el status de “héroes nacionales” que todavía detentan) sino más bien a una suerte de diálogo socrático, donde a través de un procedimiento mayéutico intenta dar a luz la verdad interior que sus interlocutores no necesariamente quieren confrontar.

No se trata de que reconozcan sus crímenes, porque la mayoría no tiene problema en hacerlo –dos de ellos afirman incluso que bebían la sangre de sus víctimas, “para no volvernos locos”– sino que sean capaces, algunos incluso delante de sus propios hijos, de reflexionar, aunque sea por unos pocos minutos, acerca de la naturaleza de sus actos. Es allí, cuando la dignidad de la mirada de Adi se confronta con la de los asesinos de su hermano, donde Oppenheimer –en un registro de gran sobriedad, en un todo distinto al de su film anterior, que remitía tanto al cine gore como al musical– hace honor al título de la película y encuentra la estremecedora elocuencia del silencio.

Songs From the North, magnífico debut de la fotógrafa coreana Soon-mi Yoo, que un par de semanas atrás le valió el premio a la mejor ópera prima en el Festival de Locarno, está concebido en cambio a la manera de un diario personal. A través de tres viajes que la directora nacida en Seúl hizo a sus vecinos del norte (incluso a zonas prohibidas por el régimen de Kim Il-sung, donde obviamente no está permitido ningún registro fílmico), el film intenta lo que casi nadie había hecho hasta ahora: trata de comprender la manera de ser, pensar y sentir del pueblo norcoreano, aislado del mundo como ningún otro.

Para ello, Soon-mi Yoo (otra Chica del sur, un poco como la protagonista del documental del argentino José Luis García) se vale no sólo de sus imágenes clandestinas sino también de material de archivo, tanto de noticieros de actos oficiales como de films de ficción y adoctrinamiento. Pero, a diferencia de lo que suele hacerse con esas imágenes ciertamente bizarras, la directora ni demoniza al régimen ni se burla de su gente. Con una rara sensibilidad, que tiene que ver también con su historia personal (a fines de los años ’60, su padre, junto a otros militantes de izquierda, estuvo a punto de pasarse al otro lado del temido Paralelo 48) se interroga acerca de esos adultos de rostros tristes o sobre esos escolares inocentes y todavía alegres. En fin, por unas vidas que también, por qué no, pudieron haber sido la suya.

Si Songs from the North puede ser leído como un diario personal, Letters to Max, en cambio, y tal como su título indica, es un film epistolar, hecho del incesante intercambio de cartas entre el realizador francés Eric Baudelaire y un habitante de la... República de Abjasia. ¿Abjasia? Sí, un territorio de la región del Cáucaso, a orillas del mar Negro, que Georgia reclama como suyo, mientras que desde 2006 la Federación Rusa lo considera una república independiente, sólo reconocida oficialmente por otros cuatro países de los casi doscientos que integran las Naciones Unidas.

Y quien contesta esa primera carta que el realizador envía a Abjasia como quien arroja un mensaje en una botella al mar, pensando que quizá jamás llegará una respuesta, es Maxim Gvinjia, funcionario de la Cámara de Comercio local y eventualmente ministro de Relaciones Exteriores de un país que casi nadie, fuera de la región, siquiera sabe que existe.

Hombre simple pero reflexivo, Maxim va respondiendo con su voz en off la serie de preguntas, casi epigramáticas, que le van llegando en forma de cartas, en un anárquico orden, cuando no se pierden en un limbo. Así, se habla de la noción de país, de Estado, de nacionalismo, de la enorme fuerza de gravedad de Rusia. Pero también de temas personales, como la infancia, la felicidad y los planes de vida que el transcurso de los trabajos y los días se encargan de alterar. Mientras, las imágenes de Baudelaire van dando cuenta de un paisaje melancólico, que parece perdido en el tiempo, el de una ciudad balnearia –Sujumi, capital de Abjasia– sumida en una modesta, apacible vida cotidiana. Edificios enteros destruidos por la metralla y viejos tanques abandonados salvo por las ramas silvestres, que los van devorando con paciencia, recuerdan sin embargo la guerra de secesión con Georgia que esa gente sufrió en 1993. Son el triste recordatorio de que la vida nunca es tan fácil como parece.

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