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Jueves, 25 de septiembre de 2014
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RICARDO BÄR, SINGULAR DOCUMENTAL DE NELE WOHLATZ Y GERARDO NAUMANN

El tránsito de persona a personaje

La película premiada en el FIDMarseille juega a atravesar, en uno y otro sentido, distintas capas de la realidad, que en el caso del protagonista (que le da su nombre al film) incluyen la fe religiosa y la transculturación.

Por Luciano Monteagudo
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Ricardo Bär en Ricardo Bär, interpretando a su vez un auto sacramental en su templo misionero.

La primera escena de Ricardo Bär, el singular documental codirigido por Nele Wohlatz y Gerardo Naumann, premiado en el FIDMarseille, funciona un poco a la manera de la obertura en una ópera: presenta sus temas y variaciones. Primero, vemos a un joven de extraño acento provinciano, en ropas de calle, ofrecer un sermón religioso. Está un poco nervioso, se lo nota tenso y demasiado pendiente de las líneas de su texto. Un plano después, se verá que en verdad estaba practicando y que ese espacio no es necesariamente un templo sino un aula. Y que hay un profesor que, a continuación, le da algunos consejos para mejorar su sermón, desde cómo proyectar la voz hasta cómo hacer un mejor uso del cuerpo. Un poco como en este prólogo, la película irá jugando también entre las distintas capas de la realidad, que en el caso de Ricardo Bär (el título es el nombre del protagonista) incluyen la fe religiosa, el aprendizaje y la transculturación.

Si en esa primera escena se entiende que predicar es, de alguna manera, actuar, y que como todo oficio la actuación también se aprende, el film de Wohlatz y Naumann va revelando paulatinamente los pliegues de su factura, sus condiciones de producción, que en un documental incluye convencer y preparar a una persona a convertirse en personaje, instruirlo para que pueda ser él mismo frente a una cámara. Porque quiérase o no, en un documental también se actúa: todo aquel que se expone a un equipo de rodaje, por mínimo que sea, sabe (o intuye) que siempre hay una distancia entre lo que hace en su vida cotidiana y esa misma vida cotidiana registrada para un film. Y ése parece el eje, el centro de gravedad de Ricardo Bär.

Misionero, oriundo de Colonia Aurora, un pequeño pueblo de colonos alemanes en la frontera con Brasil, Ricardo cree tener una auténtica vocación religiosa y estar llamado a la tarea pastoral. De hecho, asiste regularmente al Seminario Bautista Teológico de Misiones, en Oberá, a pesar de que no le queda precisamente cerca de su casa. Sus reticencias a convertirse en el protagonista de una película sobre su propia vida son expuestas desde un primer comienzo. Y la negociación que lleva a convencerlo también.

En este sentido, es muy ilustrativa del método del film la escena con el pastor de su congregación, cuando le informa que los directores de la película le han conseguido una beca para continuar sus estudios religiosos en Buenos Aires como una forma de compensar su participación en el proyecto, lo que lleva a Ricardo a una larga oración frente a cámara. Queda claro que ese momento conlleva una puesta en escena, que tanto el pastor como Ricardo están actuando para la cámara, pero también que la oración del protagonista es sincera, que es propia y no necesariamente guionada.

Ese vaivén, esa distancia entre una y otra esfera, a veces es descripta por los propios realizadores desde la voz en off. Es el procedimiento menos interesante de la película, y también el que le aporta cierta confusión temporal a la narración, con acotaciones acerca de cuándo Wohlatz y Naumann llegaron a Colonia Aurora por primera vez, o fueron rechazados por sus habitantes, o finalmente autorizados a hacer la película, en una reunión religiosa convertida en asamblea para resolver el problema. “En este momento, Ricardo no actúa para la película sino para el pesebre viviente”, reitera en una ocasión Naumann desde el off, subestimando al espectador. Se trata claramente de una representación sobre el tablado del templo, una suerte de pequeño auto sacramental en el cual Ricardo, con una toga de arpillera, representa a un personaje bíblico.

Mucho más relevantes que esas acotaciones redundantes son los diálogos de Ricardo con su familia o miembros de la comunidad. Allí aparece arcaica, sorpresiva, toda la áspera música de ese lenguaje sincrético –mezcla de alemán con portuñol– a través del cual se comunican. Se intuye algo propio de la salvaje tierra roja de Misiones en esas palabras hechas de distintas cultura, pero la película tiene la sabiduría de no convertir al paisaje en un elemento decorativo. Prefiere en cambio hacer trabajar la imaginación, como cuando Ricardo cuenta cómo pesca, con sus propias manos, carpas y tarariras, a la vera de un arroyo. Quizás allí Ricardo también esté actuando, pero lo hace con tal convicción que el espectador puede llegar a creer que es tan fácil que cualquiera también podría hacerlo.

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