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Domingo, 14 de diciembre de 2014
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LEONARDO D’ESPOSITO PRESENTA SU LIBRO TODO LO QUE NECESITAS SABER SOBRE CINE

“Intenté que funcionara como una novela”

Crítico de cine en diversos medios desde hace dos décadas, periodista y docente, D’Espósito propone un texto de divulgación que viene a llenar un casillero vacío. “Me sorprendió que no existieran demasiados libros de este tipo”, dice.

Por Diego Brodersen
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“La historia del cine se puede contar de muchísimas maneras”, afirma D’Espósito.

“El que gusta del cine es un curioso insaciable, mucho más que un trivial voyeur”, dice Leonardo D’Espósito en su prólogo a Todo lo que necesitás saber sobre cine, libro que acaba de presentarse en el Festival de Mar del Plata. Ultimo tomo de una serie que viene publicando la editorial Paidós (donde el “todo lo que necesitás saber” atraviesa la ciencia, la economía, el psicoanálisis, el arte argentino e incluso el narcotráfico), el volumen de D’Espósito –crítico de cine en diversos medios desde hace dos décadas, periodista y docente– viene a llenar un casillero vacío en los anaqueles dedicados al séptimo arte: son escasísimos los libros de divulgación pensados para un público general que no se ahoguen en un exceso de simplificaciones o en la mera cita de estilos, corrientes, hitos y filmografías consagradas. “Existen libros específicos, por supuesto”, afirma el autor, “pero los libros de divulgación sobre cine suelen ser demasiado lavados, con muchas ilustraciones pero sin una mirada medianamente crítica. Antes de comenzar la escritura hice una búsqueda, porque me interesaba saber qué existía y no intentar inventar de nuevo el paraguas. Y me sorprendió mucho que no existieran demasiados libros de este tipo, con formato de compendio, pero preocupados por el texto en sí, por la escritura.”

–De alguna forma funciona como un libro sobre la historia del cine, pero hay capítulos dedicados a cuestiones teóricas, movimientos e incluso a territorios marginales como el porno o el cine experimental.

–La historia del cine se puede contar de muchísimas maneras y una de mis preocupaciones fue tratar de evitar la típica linealidad temporal: de los Lumière a Méliès, de ahí a Chaplin, después a Eisenstein, etcétera. Dos o tres capítulos del libro podrían definirse como históricos, pero también habilitan la posibilidad de poder leerse fuera de orden, de buscar un tema específico. Luego está toda la cuestión técnica (planos, formatos, el sonido, el montaje), que creo aburre a mucha gente, y para la cual intenté buscar una suerte de explicación práctica de cómo se perciben esas cuestiones al ver una película. Lo más difícil fue encontrar el tono general del libro y la intención fue que funcionara, de alguna manera, como una novela, que tuviera una mínima estructura narrativa.

–Está muy presente además la idea de romper con ciertos lugares comunes o preconceptos, desde el expresionismo alemán a la idea de autor.

–Es que en el fondo, en muchos casos, se trata de simples etiquetas, palabras que hay que cuestionar un poco. Creo que uno de los grandes problemas con el que siempre nos encontramos –y no me refiero exclusivamente al cine– es que trabajamos demasiado sobre los lugares comunes, que se terminan transformando muchas veces en prejuicios. Estoy en contra del sistema de distribución y explotación que hace Hollywood del cine, del complejo industrial del arte audiovisual en general. Es una cuestión política, por supuesto. Ahora bien, si hablamos en términos estéticos, el cine nació en Hollywood, como la pintura moderna nació en el Renacimiento italiano o la novela clásica nace y se cristaliza en el siglo XIX entre Inglaterra y Francia. Son cosas que no se pueden negar. Como Hollywood está en Estados Unidos existe ese prejuicio, que creo hay que romper, como también hay que romper la idea de que existe un “cine yanqui”.

–¿Se trata de la vieja e inoxidable discusión entre cine europeo y cine norteamericano, entre el “cine de autor” versus pochoclo?

–El libro está dedicado, entre otros, al crítico de cine argentino Angel Faretta, no sólo porque hay muchas ideas de él dando vueltas sino porque el tipo, en los años ’80, plantó bandera respecto de la centralidad estética de Hollywood. Y tenía razón, más allá de que era una idea que tipos como Andrew Sarris o los críticos de Cahiers du Cinéma en Francia ya tenían en claro con anterioridad. Lo fuerte fue plantearlo desde un lugar donde el sentimiento antinorteamericano siempre fue muy fuerte. Pero hay que separar la paja del trigo. Y hablando de gustos, no hay que sentirse culpable si a uno le gusta Titanic. También hay gente a la que no le gusta Gritos y susurros. El libro es expositivo y no hay en sus páginas ni una palabra en contra de Bergman o de Kubrick o de Kazan, que son los directores que menos me gustan. Ni contra Godard, que es un tipo con el cual a veces me peleo y a veces me parece genial. Creo que el lector/espectador tiene la última palabra, él podrá elegir su camino.

–Hay incluso un capítulo entero dedicado a Walt Disney, a quien se define como “el genio del sistema”. ¿No es el autor más impensado?

–Disney es alguien con quien, en lo personal, me reconcilié mucho después de empezar a escribir, luego de abandonar ciertos prejuicios de orden ideológico. Y allí lo comencé a ver como lo que es: un esteta. Lo interesante de escribir ese capítulo es que tenía como norte no tanto hablar de Disney, sino jugar a romper ese lugar común. Y es la cosa más extraña del mundo, porque él dibujaba y escribía a través de sus colaboradores, que era un poco lo que hacía también Orson Welles. Pero lo importante es que el Tío Walt, además de ser una marca o el Imperio del Mal, como piensan muchos, era un cineasta con uno de los discursos estéticos más influyentes del siglo XX. Ese capítulo y el primero del libro, sobre el pionero Émile Reynaud, me dieron la oportunidad de contar las cosas desde otros ángulos. La historia del cine es mucho más compleja y rica que esa línea que venimos trazando perezosamente desde hace décadas.

–Los últimos capítulos se adentran en algunas cuestiones contemporáneas, desde la crisis del realismo en la pantalla hasta la muerte del centenario soporte analógico. ¿Le parecían temas indispensables?

–Absolutamente. Estamos entrando en un estadio que es muy peligroso, no sólo para el cine sino para las artes en general. Ya ocurrió con la poesía, aunque creo que ahora eso se está revirtiendo lentamente. Y está pasando con el arte plástico. Esa idea de que ahora no se puede ir a una muestra de pintura sin un manual de instrucciones, lo opuesto a la pintura como ese arte popular del pasado. Ocurre también con cierta literatura y con la música: la música de repertorio, de partitura, está quebrada de la popular; la literatura seria está totalmente separada del best seller. El cine está entrando en un proceso similar y el soporte digital, al tiempo que parece revivir el cine, ayuda a esa separación. El digital permite producir de manera muy precisa cualquier tipo de imagen y eso tiene varias consecuencias. Una de ellas es que la pantalla grande tiende a estar ocupada por el cine de gran espectáculo, que cada vez es más caro de producir. Y atención: soy defensor del concepto de espectáculo, no estoy de acuerdo con la idea de Guy Debord. Creo que el espectáculo es una lupa –como lo era también en tiempos inmemoriales, rituales– que permite ver cuestiones trascendentes de una manera fáctica. Es una lupa, no un velo; no tapa la realidad, todo lo contrario. Pero evidentemente hay ahora una tendencia a crear un cine de sensaciones donde es difícil encontrar auténticas obras de arte, o cineastas personales que tengan estrategias creativas, como un Howard Hawks o un Alfred Hitchcock en la década del ’50. Me gusta mucho Guardianes de la galaxia, que es una obra personal. Ahora, por cada Guardianes... hay cinco Transformers.

–¿No se ha creado una especie de tecnocracia de la superproducción?

–Sí, es cierto. Aunque esa misma tecnocracia también hace que sea más sencillo y barato filmar, las cámaras digitales lo han posibilitado. Pero existe una “museificación” de cierto cine que algunos llaman independiente. Por un lado, están los festivales y las salas, que antes se llamaban de “arte y ensayo”, pero eso está totalmente divorciado del circuito comercial, con las excepciones del caso. Y hay un cine intermedio, que fue el que sostuvo a la industria durante décadas –narrativo, pero que no rechaza cierta innovación, que no pega por el impacto sensorial sino por la creación de emociones–, que hoy termina cayendo en el video on demand, en la pantalla del televisor o la computadora. La consecuencia social y política de todo esto es que el espacio público deja de estar ocupado.

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