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Viernes, 6 de marzo de 2015
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NATURALEZA MUERTA, DEBUT DEL ARGENTINO GABRIEL GRIECO

Una de terror en las pampas

Aunque parte de una premisa por demás interesante, la película abreva en demasiados lugares comunes del cine de John Carpenter, Sam Raimi y Wes Craven. De todos modos, se reserva un final a toda orquesta, una carnicería con su propio sello original.

Por Juan Pablo Cinelli
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Todo comienza con la tensión entre los intereses de un país ganadero y una comunidad vegana.

Como en casi todo el mundo, el estreno de películas de terror suele ser una apuesta segura en Argentina: difícil que alguna alcance a estar entre las más vistas del año, pero suelen dejar un aceptable margen de ganancia. Atentos a los títulos que llegan a las salas locales, sobre todo desde Estados Unidos, y viendo lo que ha crecido en los últimos años la producción local del género, es inevitable preguntarse por qué ese público dispuesto a pagar una entrada para ver películas muchas veces mediocres no responde del mismo modo cuando se trata de trabajos de artistas argentinos. La respuesta es compleja e implica cuestiones que tienen que ver no sólo con el valor artístico, sino también con problemas ligados a la promoción y la exhibición, los grandes males que conspiran contra el cine nacional, sin distinción de géneros. Pero para hablar del estreno de Naturaleza muerta, del debutante Gabriel Grieco, conviene concentrarse en lo estrictamente cinematográfico.

La película parte de una idea que podría haber sido brillante: contar una de terror en el campo, territorio nacional por excelencia, tensando los intereses de un país ganadero en contra de la moralina biempensante de una comunidad vegana. En medio de eso, una periodista ambiciosa investiga la desaparición de una joven de familia terrateniente. Si bien es condición para el éxito del cine de terror conseguir esfumar los límites de la realidad a partir de la introducción de un elemento fantástico, uno de los grandes problemas del trabajo de Grieco es que ese esfuerzo se vuelve evidente, a veces casi grotesco, haciendo que el límite entre realidad y fantasía, en lugar de borronearse, se pegotee. Aun cuando se puede decir que existe cierta pericia en la creación de determinados climas por parte del director (que es además uno de los guionistas), hay una notoria falta de sutileza en el uso de algunos recursos fundamentales a la hora de hacer que el relato se vuelva verosímil. La mayoría de estos actos fallidos tiene que ver con la imitación de un modelo anclado en el cine clase B norteamericano de los años ’80, de Carpenter a Raimi pasando por Craven, estética que es una suerte de tierra prometida sin salida para muchos cineastas del género en la Argentina.

El uso de cámaras rasantes en persecuciones que se repiten hasta que el efecto, ya de por sí gastado, se vuelve fórmula; el abuso de subjetivas que asumen el punto de vista del perseguidor; la insistencia de leitmotiv sonoros que prenuncian golpes de efecto que nunca ocurren son todos recursos que acaban por cubrir con una cáscara prefabricada una narración que podría haber sido mucho más efectiva. Ese potencial se manifiesta, sin embargo, de manera abierta en la escena que marca el clímax del relato, cuando el monstruo detrás de los crímenes finalmente aparece para desatar una muy lograda carnicería, que representa el único momento en el que Naturaleza muerta consigue releer de manera libre el cine slasher más ochentoso, para crear un mundo original y con verdadera potencia propia.

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