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Viernes, 3 de abril de 2015
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A los 106 años, falleció el portugués Manoel de Oliveira

Adiós a un creador capaz de viajar al principio del mundo

El director más longevo de la historia del cine fue un cineasta sabio, exquisito, dueño de una profunda cultura humanista, a partir de la cual siempre reflexionó sobre temas eternos: el amor, la muerte y el paso del tiempo.

Por Luciano Monteagudo
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La obra de Oliveira comenzó en 1931, con el cine mudo, y se extendió hasta el año pasado.

“¿Para qué nací, si no es para siempre?”, se preguntaba –utilizando el texto de El rey se muere, la obra de Eugène Ionesco– el protagonista de Vou para casa (2001), una de sus mejores, más conmovedoras películas. Y aunque suene increíble, porque parecía inmortal, finalmente el rey ha muerto. Manoel de Oliveira, el más grande cineasta portugués y uno de los más importantes y singulares de Europa, sin duda el director de cine más longevo en actividad, falleció ayer a los 106 años en la misma ciudad en la que nació, en Oporto. Volvió a su casa.

Autor de una obra que abarcó desde fines del cine mudo hasta ayer nomás (el inminente Bafici tiene programado su último cortometraje, O velho do restelo, estrenado en septiembre del año pasado en el Festival de Toronto), Oliveira fue un cineasta sabio, exquisito, dueño de una profunda cultura humanista, a partir de la cual siempre se permitió reflexionar sobre temas eternos: el amor, la muerte, el paso del tiempo. Casi desconocido en el circuito comercial de nuestro país, donde se estrenaron apenas tres de sus 32 largometrajes –aquellos que tenían grandes figuras en el elenco, como la extraordinaria Viaje al principio del mundo (1997), con Marcelo Mastroianni en su último protagónico; El convento (1995), con Catherine Deneuve y John Malkovich, o Belle toujours (2006), con Michel Piccoli–, el cine del maestro portugués se conoció por primera vez en Argentina en junio de 1992, en una retrospectiva realizada en la Sala Leopoldo Lugones con copias de la Cinemateca Portuguesa. Y a partir de entonces, encontró siempre espacios de difusión en el Festival de Mar del Plata y en el Bafici, donde el público cinéfilo conocía muy bien su nombre.

Nacido el 11 de diciembre de 1908, en el seno de una familia de la alta burguesía industrial de la ciudad de Oporto y educado en un colegio jesuita, Manoel de Oliveira fue conocido en su juventud por su afición al atletismo, la vida bohemia y el automovilismo. No cuesta imaginarlo –elegante y espigado como era, incluso en su vejez– como una suerte de bon vivant, fascinado de pronto por el sortilegio del incipiente cinematógrafo. A los 22 años dirigió su primer cortometraje, Douro, faina fluvial (1931), un documental todavía mudo, sobre los trabajos y los días en la ribera del río Douro. Influido por las experiencias de Dziga Vertov y Walther Ruttmann, el corto –luego sonorizado y aún hoy considerado un hito del cine portugués– ostentaba una estética vanguardista que provocó rechazo entre la intelectualidad de su país, molesta por ver en la pantalla imágenes de pobreza y de-samparo. Pero fue defendido por el dramaturgo siciliano Luigi Pirandello, que asistió a su proyección en Lisboa y contribuyó a su difusión en Italia y Francia.

A partir de allí, su obra inicial fue construyéndose de manera parsimoniosa y espaciada, con hiatos de más de una década entre una película y otra, pero que sin embargo iban convirtiéndose en mojones del cine de su país, como Aniki-Bobó (1942), que se anticipa al neorrealismo italiano, y Acto de primavera (1962), puesta en escena de un auto sacramental popular que no tiene nada que envidiarle al cine etnográfico de Jean Rouch ni al marxismo católico de Pier Paolo Pasolini. Recién en los años ’70 su filmografía comienza a tomar un ritmo regular y a ser reconocida en el exterior, particularmente en Francia, donde encuentra el respaldo de la por entonces todavía influyente revista Cahiers du Cinéma. De ese período son O passado e o presente (1971), Benilde ou a Virgem Mae (1974), Amor de perdiçao (1979), Francisca (1981), Le soulier de satin (1985), O meu caso (1986), Os canibais (1988), Non, ou a va glória de mandar (1990), A Divina Comédia (1991), O dia do desespero (1992), Vale Abraao (1993) y A caixa (1994). Todas ellas tienen una fuerte impronta teatral e incluso musical –como Os canibais, concebida a la manera de una audaz ópera de terror– y una suerte de leitmotiv que recorre como una columna vertebral la mayoría de su cine: la tragedia del amor frustrado.

Figura frecuente tanto en el Festival de Cannes como en la Mostra de Venecia, Oliveira consigue a partir de mediados de los años ’90 el apoyo de coproducciones y elencos internacionales, pero no resigna en nada sus exigencias estéticas y dramáticas, como lo prueba Party (1996), con Irene Papas y Michel Piccoli. Con la siguiente Viaje al principio del mundo (1997), film póstumo de Marcelo Mastroianni, Oliveira hizo sin embargo su film más llano y accesible, una road movie por los paisajes de su infancia, un emotivo recorrido por la patria inasible de la memoria, que parecía fundirse con la memoria colectiva de su país.

Esa misma impronta sencilla y confesional es la que marca Porto da minha infancia (2001), una suerte de álbum de pequeños recuerdos, que no alcanzan a ser una autobiografía. Aquí pareciera que para Oliveira filmar es como respirar, tal es la naturalidad con que realizó esta película, ajena a las rígidas categorías del documental y la ficción. Se trata de un cuaderno de notas, una serie de apuntes que tienen al propio Oliveira como narrador en off, mientras discurren fotos de su infancia, los primeros registros fílmicos de la ciudad e imágenes de su primera película, Douro, faina fluvial. Si le parece necesario, reconstruye alguna escena de su adolescencia: una ingenua aventura nocturna o una velada en la ópera, en la que el mismísimo Oliveira se permite aparecer como actor, mientras desde un palco es observado por el joven Oliveira de entonces, interpretado por su propio nieto. Por momentos, el director simplemente deja que la imagen de un mar embravecido hable por él, mientras en la banda de sonido se escucha el arrullo de una vieja canción de cuna, que lleva en sí toda la melancolía del fado.

Más activo que nunca, filmando una película tras otra, a un ritmo de un largometraje por temporada (por entonces tenía ya 93 años), Oliveira no podía dejar de reflexionar sobre el tiempo que se escapa como arena entre las manos, sobre la fugacidad de la vida, sobre aquello que queda atrás en el camino y aquello que está por delante y que quizá nunca se llegará a conocer. Es el caso de la magnífica Vou para casa (2001), protagonizada por Michel Piccoli, como un actor consagrado, una leyenda del teatro francés, a quien una circunstancia trágica lo precipita a repensar su vida. Es él quien al comienzo interpreta al agonizante rey de Ionesco y a quien luego se ve en la piel de Próspero, el monarca en el exilio que imaginó Shakespeare en La tempestad y que con sus poderes mágicos intenta conjurar al mundo. Sin embargo, los placeres de ese actor tienen que ver con ceremonias más simples, más secretas que las del teatro, como la pequeña rutina de la lectura del diario en su café preferido de la Place Trocadéro, un ritual que comparte con tantos otros hombres anónimos y solitarios y que Oliveira describe a la vez con sencillez, humor y maestría. El punto culminante de Vou para casa es, sin embargo, el momento en que Piccoli pronuncia la frase que le da su título a la película, unas palabras que suenan como un acto de dignidad, de recompensa para sí mismo. Convocado de urgencia para el rodaje de una adaptación del Ulises de Joyce, a cargo de un presumido director norteamericano (interpretado por John Malkovich), el actor se ve sometido de pronto a una circunstancia similar a la que registraba Ingmar Bergman en En presencia de un payaso, cuando el veterano Anders Ek –que había sido el clown de Noche de circo– no alcanzaba a decir bien su letra. Aquí también el actor que encarna Pi-ccoli sufre una y otra vez la violencia de una toma que se repite hasta el hartazgo, la humillación de sentirse amonestado por un director que exige una eficiencia mecánica. Y ese actor elige retirarse del estudio, con el maquillaje puesto, un poco como el rey de Ionesco, sabiendo que la muerte puede estar cerca, pero que mientras haya resistencia y rebeldía también hay vida.

También protagonizada por el gran Piccoli, Belle toujours (2005) fue bastante más que una mera cita a Belle de jour (1967), la obra maestra de Luis Buñuel que Oliveira tanto admiraba. Casi cuatro décadas más tarde, el longevo realizador portugués, fascinado por el poder hipnótico del film original, decidió –con la excusa de rendirle un homenaje– realizar una suerte de coda, de post scriptum, de pequeña y deliciosa nota al pie que funciona a la manera de un divertimento. ¿Qué fue de la vida de Séverine y del libertino Monsieur Husson? ¿Qué se dirían si se encontraran esa mujer y ese hombre que nunca llegaron a consumar sus mutuos deseos? ¿Qué heridas quedaron después de aquel desencuentro?

Siempre en la misma línea de los amores no correspondidos, Oliveira hizo con O estranho caso de Angélica (2010), uno de sus mejores films de los últimos años, de una belleza, una melancolía y un refinamiento infrecuentes en el cine actual. La película se basó en un episodio que el propio Oliveira vivió de joven cuando, durante un velorio, le pidieron que fotografiara el cadáver de una hermosa joven, muerta apenas unos días después de su casamiento. Oliveira exhumó el guión que escribió por entonces y lo convirtió en un inquietante film, menos fantástico que espectral, entroncado en la tradición del romanticismo alemán, con el protagonista literalmente hechizado por la sonrisa de la difunta, que parece arrastrarlo con la fuerza de su mórbida belleza hacia la tumba. Y, muerto él de amor, está dispuesto a acompañarla.

Como siempre en Oliveira, la puesta en escena es en apariencia sencilla, casi naïve, pero en el interior de esos planos fijos y frontales, que recuerdan los del cine de Buñuel (inspirados a su vez en la iconografía religiosa medieval) se esconde sin embargo el misterio de su arte. La realidad se transfigura en su mirada y todo adquiere un extraño vuelo feérico, a partir de la obsesión de ese joven fotógrafo que cree haber visto sonreír (y haberlo captado con su cámara) a la joven muerta. En la misteriosa resurrección de O estranho caso de Angélica hay ecos de la de Gertrud (1964), la obra maestra del danés Carl Theodor Dreyer, de la misma manera que la necrofilia del fotógrafo dialoga con la de Fernando Rey en Viridiana (1961), de Buñuel. Esos films están presentes en el de Oliveira de la misma forma que la joven muerta en el alma del fotógrafo: como fantasmas, espectros capaces de resucitar y materializarse en la memoria y la imaginación.

Su despedida del largometraje fue con Gebo y la sombra (2012), una película sobre la honestidad, el honor y la pobreza, pero con un elenco de lujo: Michel Lonsdale, Jeanne Moreau, Claudia Cardinale y los incondicionales Leonor Silveira y Luis Miguel Cintra, dos de los intérpretes portugueses más fieles a Oliveira. Allí el director puso el dedo en la llaga de la de-sesperación de sus compatriotas ante el crecimiento del desempleo en un país marcado por una tremenda crisis económica y severas políticas de austeridad. “La fe. Es imprescindible. Sea moral, política o ética. Sin fe no se sobrevive”, dijo entonces Oliveira, en lo que hoy puede entenderse como un testamento para su país.

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