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Domingo, 10 de mayo de 2015
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HERMES PARALLUELO REFLEXIONA SOBRE SU PELICULA NO TODO ES VIGILIA, HECHA CON SUS ABUELOS

“Quise compartir con ellos el oficio del cine”

Borrando fronteras entre documental y ficción, el director de Yatasto se dio el lujo de tener a sus abuelos como estrellas.

Por Ezequiel Boetti
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“Retraté las tensiones entre ellos, pero no las que los separan sino las que los unen.”

Algunos lo definen como un momento de epifanía en medio de la vorágine diaria, como la explosión de una voz interna silenciada durante años. Otros, como la consecuencia de una necesidad de expresión disparada por una situación personal que, aun sin relación directa con el ámbito creativo, empuja la imaginación hasta lugares inéditos. En este último grupo está Hermes Paralluelo. El realizador barcelonés no sabe el momento exacto en el que se le ocurrió que sus abuelos podían protagonizar No todo es vigilia, pero sí que desde sus primeros años como estudiante en el Centro de Estudios Cinematográficos de Cataluña había una imagen en su cabeza pidiendo a gritos ser codificada: ellos, Felisa Lou y Antonio Paralluelo, octogenarios y con toda una vida en común a cuestas, caminando juntos y a la par. “Me di cuenta de que no eran dos seres separados”, dice cuando recuerda el panorama con el que se encontró después de regresar desde la Argentina con su flamante primer largometraje, Yatasto, bajo el brazo: Antonio internado y Felisa perdida, a la deriva, sin el contrapeso de su marido. “Acá estaba haciendo un retrato muy íntimo de una familia, entonces pensaba cada vez más que tenía que filmar algo con ellos”, arriesga. Ese “algo” se materializó con el nombre de No todo es vigilia, cuyo estreno se concreta hoy a las 18 en el Malba (Figueroa Alcorta 3415). También se estrena simultáneamente en el Cineclub Hugo del Carril, de la provincia de Córdoba.

Visto aquí en la Competencia Internacional del último Festival de Mar del Plata, el film de Paralluelo sigue la línea artística de Yatasto y de gran parte de los films más reconocidos de los últimos años. Esto es, tomar personajes y coordenadas reales para después imaginarles un marco ficticio en el cual desarrollarlos, difuminando y expandiendo aún más los límites de un género de por sí difuminado y expandido como el documental. Para eso, lo primero que hizo Paralluelo fue poner ojos y oídos al servicio de las vivencias de sus futuros protagonistas, además de atender a las particularidades del contexto. “Cuando volví se dio la casualidad de que mi abuelo estaba en el hospital, entonces pasé mucho tiempo con él en un espacio muy íntimo y me puse a tomar notas. Ahí se empezó a articular algo concreto”, asegura durante la entrevista de Página/12.

Aquella articulación marcó la unión de las facetas personales y creativas en pos de un objetivo artístico. “En ese momento me di cuenta de que Antonio no era un ser separado de mi abuela, y el hecho de verlos separados por primera vez me ponía muy en primer plano esa cuestión. Era muy fuerte darme cuenta de que la ausencia de quien no estaba tenía casi el mismo peso de quien sí estaba. A partir de ahí, empecé a construir una forma cinematográfica basada en la idea de dos seres humanos que no pueden pensarse por separado. Lo que intenté hacer fue retratar las tensiones entre ellos, pero no las que los separan sino las que los unen. Creía que el cine tenía la capacidad de retratar esas cuestiones invisibles”, explica.

–¿Cuáles fueron las reacciones de sus abuelos ante la propuesta?

–En principio les pareció muy buena idea. Traté de explicarles qué significaba hacer una película, pero creo que uno nunca puede hacerle entender a otro todo lo que eso conlleva. Además, mi manera de trabajar no es muy rápida porque implica volver sobre las mismas cosas, repetir y encontrar una especie de ritual. Era muy importante que ellos entendieran qué era lo tenían que hacer, y la mayor satisfacción fue cuando lo hicieron. Por ejemplo, hubo una escena que repetimos como cuarenta veces y a la tercera mi abuela ya estaba quejándose porque se sentía cansada, pero a la vez 37 dijo: “Bueno, hagamos otra”. Eso me pareció fabuloso; entendió cuál era su papel y qué podía dar. También significaba compartir con ellos el oficio del cine. Muchos documentalistas se separan de las personas filmadas, pero esa distancia me incomoda. Disfruto más con la participación y la creación conjunta de un texto o una secuencia.

–Por lo que dice, la película se fue construyendo sobre la marcha. ¿Es así? ¿El núcleo dramático ya estaba pautado?

–La película se construyó durante los ocho meses de ensayos. En ese tiempo tomé nota de las cosas relacionadas con esta idea de tensión que me generaran sensaciones y las trasladé a una puesta en escena. Paralelamente a que iba construyendo el texto y la estructura también iba encontrando la forma, el ángulo, el espacio. Después estuvimos unos seis u ocho meses filmando.

–El clima tiene un peso específico dentro de la narración. ¿La idea siempre fue rodar en invierno?

–Sí, esos pueblos de la zona de Teruel, de donde son mis abuelos, están quedándose bastante deshabitados. En el invierno esa soledad se acrecienta porque muchos se van a las ciudades y quedan las tres o cuatro familias que realmente viven ahí. A mí me gustaba retratar esa situación desde la visión de encierro en la casa de ellos. Además, me interesa que el lugar de encuentro y socialización ya no es la plaza del pueblo, sino las salas de espera o los pasillos de los hospitales.

–En ese sentido, una de las primeras escenas muestra a su abuelo y a su ocasional compañero de pasillo mirando sus relojes sin que el otro vea. ¿Cuál es el peso del paso del tiempo allí?

–En el hospital hay una necesidad de los pacientes de ubicarse porque se pierde cualquier referencia de temporal o de espacio, y un reloj permite saber al menos qué hora y qué día es, si hay sol o es de noche. Además son datos duros, números que pueden contarse. En la casa me interesaba el elemento del reloj y la actitud de mirar la hora.

–En una entrevista dijo que, antes que soledad, lo que hay en No todo es vigilia es una “expresión del aislamiento”. ¿A qué se refería con eso?

–A que están muy solos, son casi los únicos personajes. Lo que percibía de mis abuelos es que son las personas que más y mejor pueden comprenderse en el mundo. Pero van quedando muy pocas personas de su edad y se van distanciando cada vez más del resto de las cosas. Sienten que no pueden comunicarse muy bien con gente de otra generación, que existe un poco de desinterés, y el aislamiento tiene que ver con esa especie de barrera comunicacional. Por eso también hay varias secuencias que hablan del momento en el que las historias dejan de ser escuchadas y desaparecen.

–Varias veces se resistió a catalogar a Yatasto y No todo es vigilia como “documentales” o “ficciones”. ¿Se siente cómodo en esa indefinición?

–No, la verdad que no. Siempre intento huir despavorido de la idea de “documental”. Me parece un término desafortunado; la idea de “documentar” me transmite frialdad y una búsqueda de objetividad que no comparto. Pienso que uno trabaja con imágenes y sonidos que deben usarse de forma expresiva: tienen que pasar cosas entre unas imágenes y otras, entre ellas y los sonidos, tiene que haber como explosiones, y todo eso lo veo en la ficción que se construye. El enmarañado de relaciones entre las imágenes y los sonidos es la ficción misma.

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