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Martes, 11 de agosto de 2015
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Se presenta el libro Porno Argento! Historia del cine nacional Triple X

“Acá el porno fue siempre más casero”

El periodista Hernán Panessi recorre el género desde sus orígenes, a comienzos del siglo XX con un corto filmado aparentemente en Quilmes, hasta la actualidad, deteniéndose en distintos hitos, con Las Tortugas Mutantes Pinjas, de Víctor Maytland, como emblema.

Por Ezequiel Boetti
Hernán Panessi presentará su libro hoy a las 19 en el Museo del Libro y la Lengua.
Foto: Sandra Cartasso

La birome, el dulce de leche, el colectivo, el asado, el Torino y el sifón ya no son los únicos emblemas de la creatividad nacional y popular. A ellos se les suma un compañero cargado de particularidades que llegó antes que varios de ellos. Con los años ha sabido consolidarse, concitando siempre amores y odios, invitando a descubrir la anatomía propia y ajena en la intimidad de la preadolescencia, motivando partes iguales de culpa y goce, causando mil y un divorcios e incluso, por qué no, alguna que otra unión sentimental. Todos de pie, entonces, para recibir al porno. Sí, el XXX es otro invento diplomado con el rótulo honorífico de “Made in Argentina”. O al menos eso sostiene el periodista Hernán Panessi en el libro Porno Argento! Historia del cine nacional Triple X, que tendrá su presentación oficial hoy a las 19 en el Museo del Libro y la Lengua (Avenida Las Heras 2555).

El puntapié inicial lo dio El satario o El satorio, títulos alternativos producto de la transcripción posiblemente errónea de El sátiro. Centrado en los avatares sexuales de una ninfa y un fauno, el corto fue durante décadas una de las tantas fábulas dentro de un género pleno de mitos y falsedades devenidas en verdades a fuerza de repetición. “Apenas había unos fotogramas dando vueltas por Internet y el testimonio de algunas personas que decían haberlo visto, hasta que el coleccionista Cristian Sema lo encontró en unos tapes del sello Something Weird Video, lo subió a Internet y pudimos verlo. Eso me sirvió de referencia para saber que efectivamente existía”, recuerda el también colaborador habitual del suplemento NO de este diario y conductor del programa Mute de Nacional Rock.

Esta teoría –hay otra que lo ubica en México en los años ’20– señala que el rodaje ocurrió entre 1907 y 1912 en Quilmes, según algunos, o en la ribera rosarina, según otros, mientras que los nombres de los protagonistas aún hoy son desconocidos. El vacío informativo no es tanto un punto flaco de la investigación como la consecuencia inevitable de un viaje al pasado ripioso, plagado de seudónimos, datos falsos y sobre todo falta de documentación y fuentes oficiales, todo muy en sintonía con la idea condenatoria que implica prestar el cuerpo para el goce anónimo. Panessi explica: “A medida que iba tirando del ovillo de cada historia me daba cuenta de que no había prácticamente nada escrito, salvo algunas notas sueltas. Nunca hubo ni hay un Incaa o una entidad que dijera ‘en tal año se hizo esto’. Todo fue dificultoso porque el porno es caótico per se y el recorte argentino, mucho más”. Prologado por Axel Kuschevatzky, el libro arranca con un recorrido desde aquel corto hasta la actualidad, deteniéndose en distintos hitos del cine porno o erótico, con Las Tortugas Mutantes Pinjas, dirigida en 1989 por el futuro amo y señor del género Víctor Maytland, como emblema. Le sigue otro capítulo con la ficha técnica de todas las películas editadas aquí, mientras que el último detalla filmografías de actores, actrices y directores.

–El satario lo lleva a decir que la Argentina fue “la primera potencia del porno en el mundo”. ¿Por qué?

–Fue la primera porque dio el puntapié y eso da un derecho. Pero la gran potencia, la más vigente y vital, fue y es Estados Unidos. Acá no hay una industria como tal; no se generó una microeconomía con un circuito de dinero para hacer más películas. Históricamente fue una cuestión más gestual, de chabones que lo hacían para resolver el ego, ser buscas, intentar ganar plata o por gusto personal. En algún momento, entre 2002 y 2004, hubo un período de esplendor, una suerte de protoindustria dada por cuestiones coyunturales: la convivencia del DVD y el VHS, Internet no estaba tan masificada y los yanquis filmando acá para el mercado latino porque les convenía el cambio y la existencia de dos canales como Venus y Afrodita, con los dos comprando y el segundo también produciendo. Fue un pequeño recorte de una industria posible.

–¿Y qué pasó después?

–Los videoclubes entraron en declive, Afrodita desapareció, Venus dejó de comprar, Internet se democratizó y cambió totalmente el paradigma de consumo. Lo mismo que pasó en el cine tradicional, pero peor porque el porno es algo más pequeño. No es la milanesa; es el pan rallado. Sobrevivieron los que lo hacen casi como un capricho o un gesto heroico.

–En ese sentido, en el libro Porno nuestro. Crónicas de sexo y cine, de Daniela Pasik y Alejandra Cukar, se habla de un “ambiente” y no una “industria”. ¿Está de acuerdo con esa definición?

–Ni siquiera sé si es un ambiente. Un ambiente es una escena con personajes que se repiten, interactúan, fluctúan, van y vienen, como Cemento en los ’80, que después se volvió una movida cultural con una cuestión discursiva poderosa. El porno es como un par de islas: están Víctor Maytland, que casi no tiene contacto con los demás; César Jones en La Plata y no mucho más. Es una cuestión mucho más autónoma, fluctuante y dispar.

–Usted caracteriza el porno argentino por una suerte de austeridad que facilita la empatía del espectador. ¿A qué se refiere?

–El porno argentino tiene unos cánones de belleza particulares, sobre todo si se hace la inevitable e injusta comparación con Estados Unidos. En general, en este lado del mundo estamos seteados para analizar lo nuestro en relación con lo de ellos: vemos Transformers y después una película de un hachero y decimos “qué mierda” cuando en realidad es otra sensibilidad. Con el porno pasa lo mismo: tiene la austeridad propia de una microeconomía, con intérpretes más cercanos a una anatomía cotidiana que a la cosa marciana de una industria con plata para pagar eso. Acá el porno es más casero y, salvo excepciones, no hay penes monstruosos, ni plasticidad, ni voluptuosidad, ni excesos de silicona, sino que es una construcción del estilo “la chica linda de la casa de al lado”. Ellos hacen todo tamaño Godzilla: casas enormes con piletas, mujeres tetonas y tipos terriblemente pijudos. Acá, en cambio, es una remisería, un chabón y una mina.

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