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Jueves, 8 de octubre de 2015
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Un film que inhala y exhala libertad en cada uno de sus planos

Por las calles de Teherán

En Taxi, Jafar Panahi entrega una obra más accesible y luminosa que sus películas anteriores, signadas por el tema del encierro, pero no por ello menos crítica o preocupada por el estado de la sociedad iraní, dominada por un régimen represivo.

Por Diego Brodersen
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Además de guionista y director, Jafar Panahi es el amable taxista de su propia película.

Detenciones e interrogatorios, sentencia inicial de seis años de prisión, arresto domiciliario temporario, prohibición de filmar, viajar fuera del país o dar entrevistas por veinte años. Contra todos los pronósticos, la odisea judicial y penal –y, por lo tanto, personal– que el realizador iraní Jafar Panahi tuvo que sufrir (y sigue sufriendo, en menor medida, en la actualidad), lejos de abortar su carrera cinematográfica, de quebrarlo al punto de bajar los brazos y con ellos su extensión natural, la cámara cinematográfica, dio inicio a una nueva etapa en su filmografía. Obligado a aguzar el ingenio y la creatividad hasta límites insospechados, Esto no es un film –rodada con la colaboración del documentalista Mojtaba Mirtahmasb en su propio departamento, contrabandeada fuera de Irán en un pendrive y exhibida por primera vez en el Festival de Cannes en 2011– demostró cabalmente que el director de El círculo y Offside no estaba dispuesto a dejarse vencer por el injusto sistema de castigos impuesto por el Estado iraní por el simple hecho de pensar distinto.

En 2013 llegaría la ficción pura de Cortina cerrada y un año más tarde, gracias al nuevo gobierno de Hassan Rohani –de corte menos rígido que el anterior–, que suavizó la penalización impuesta sobre Panahi, la posibilidad de recorrer nuevamente las calles de Teherán. El resultado fue presentado al mundo (aunque sin la presencia del realizador) en la última edición de la Berlinale, donde obtuvo el Oso de Oro, premio mayor de la competencia oficial de ese festival. Y en Taxi se recorren muchas calles y avenidas, casi como si se tratara de la antítesis de aquellos dos films de encierro, a su vez nueva vuelta de tuerca sobre uno de los leitmotiv del cine de su país, donde las historias a bordo de automóviles conforman un género en sí mismo. Con esa recobrada libertad, Panahi entrega una obra más luminosa que las anteriores, pero no por ello menos crítica o preocupada por el estado de la sociedad.

Con un punto de partida que regresa a ese gran tópico recurrente que Abbas Kiarostami y otros cineastas de su generación llevaron a su grado máximo de sofisticación hace un par de décadas –la cruza indiscernible de ficción y no ficción, de realidades disfrazadas de mentiras y viceversa–, Panahi se transforma en un taxista que podría esconder una o varias cosas detrás de esa máscara ocasional. La excusa del insólito empleo parece ser el poder filmar una película de incógnito, con cámaras logísticamente dispuestas en el interior del vehículo. Muy rápidamente, de todas formas, el espectador cae en la cuenta de que todo es una ficción y que los pasajeros que comienzan a subir y a bajar del taxi son simples actores (profesionales y amateurs) con un guión pautado y aprendido de antemano. ¿O sólo es cierto en algunos casos y en otros la más pura realidad entra por esas puertas con vehemencia, sin pedir permiso?

En ese juego propuesto por Panahi, un planteo con mucho de lúdico en el mejor sentido de la palabra, en esos ochenta minutos que vuelan como en un viaje relámpago, se habla y mucho sobre cuestiones banales y profundas, sin que las últimas tengan preponderancia sobre las primeras. Se debate, se ríe y se piensa en voz alta, se producen encuentros programados y otros inesperados. Uno de los personajes más carismáticos, un vendedor de devedés truchos –cargado con un bolso que incluye la última temporada de The Walking Dead pero también una de Kim Ki-duk– permite reflexionar sobre el rol de la piratería en sociedades donde el consumo cultural está severamente condicionado. Todos parecen reconocer a Panahi a pesar del disfraz y se producen varias discusiones sobre escenas de sus films, al tiempo que se replican casi literalmente algunos diálogos de esas mismas obras. Cine dentro del cine, cine como reflejo de la realidad, la realidad transformada por el cine. La posibilidad de hacer y pensar el cine es central, neurálgica, y las imágenes obtenidas con cámaras de diversa procedencia (celulares, tablets, cámaras fotográficas) enhebran el dispositivo de puesta en escena de manera magistral, haciendo evidente su artificio y justificando, al mismo tiempo, todos y cada uno de los planos de manera lógica y narrativamente certera.

A pesar de ello no es necesario ser un conocedor de la filmografía del realizador o un especialista en teoría cinematográfica: ni remotamente está entre las intenciones de Taxi el querer expulsar espectadores. Más bien todo lo contrario. Hay un costumbrismo ligero que Panahi explota en sus aspectos más minimalistas y aquellos momentos en que decide explayarse sobre problemáticas que lo preocupan y que han marcado su cine desde las épocas de El globo blanco (la situación de la mujer en la sociedad iraní, la marginalidad o la pena de muerte, entre otras) están presentados en un tono casual que jamás resulta perentorio. Si algo pide la última película de Panahi es libertad y por ello mismo la inhala y exhala en cada uno de sus planos, cortes y paneos circulares, estos últimos producidos por la misma mano del realizador. Y si la última imagen es de una negrura total, producto de la influencia de una mano aún más oscura, la pista de sonido no deja de reafirmar esa vieja máxima que reza que a las ideas se las podrá dañar pero nunca dar por muertas.

8-TAXI

(Irán, 2015).

Dirección, guión, fotografía y montaje: Jafar Panahi.

Intérprete: Jafar Panahi.

Duración: 82 minutos.

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