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Viernes, 5 de febrero de 2016
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CON ANOMALISA, CHARLIE KAUFMAN SE VUELCA A LA ANIMACION JUNTO A DUKE JOHNSON

En un laberinto opresivo y asfixiante

Un exitoso orador emprende un viaje con su bestseller empresarial bajo el brazo, pero habita un mundo incomprensivo que tampoco logra comprender. En el film no hay enseñanza ni moraleja, apenas un existencialismo atroz atravesado por un sentido del humor tristón.

Por Diego Brodersen
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Los personajes de Anomalisa llevan en sus rostros la evidencia de su cualidad artificial.

Para su segundo largometraje como realizador, el guionista maravilla Charlie Kaufman (autor de los libretos de ¿Quieres ser John Malkovich? y Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, entre otras) abandonó a los actores de carne y hueso y se pasó a las filas de la animación, sumando como codirector al especialista en esas lides Duke Johnson. El resultado, un film con marionetas que utiliza la tradicional técnica de la animación cuadro a cuadro, rindió sus frutos. En principio –gran logro a nivel industria de Hollywood– consiguió transformarse en el primer largometraje de animación exclusivamente para adultos en recibir una nominación a los premios Oscar, en una categoría usualmente reservada a films infanto-familiares. A cruzar los dedos, en ese sentido, para que Anomalisa no pase a la historia precisamente como una anomalía. Los films protagonizados por criaturas sin sangre en las venas –dibujadas o creadas en base a los más diversos elementos físicos– merecen todo el respeto del mundo, entre otras razones porque permiten crear universos corridos ligera o ampliamente de la imposición de realismo que la imagen fotoquímica o digital de los actores implanta en el espectador desde el minuto uno.

A diferencia de un imaginario film alternativo rodado en sets verdaderos y con actores y actrices reales, el mundo de Anomalisa –paradójicamente– es y no es la Tierra. Los primeros veinte minutos de relato describen una situación harto conocida para todo aquel que suele viajar a congresos, eventos o festivales en ciudades ajenas: el largo vuelo, la llegada al aeropuerto, el paseo en taxi, el check-in en el hotel y el reconocimiento de ese terreno que será hogar y refugio durante un lapso suspendido en el tiempo, la habitación. Si bien el estilo elegido por Kaufman y Johnson para los decorados (todos ellos, no casualmente, lugares de tránsito o no-lugares) es realista hasta en los detalles más ínfimos, el movimiento de los personajes y su fisonomía no dejan lugar a dudas: no se trata de imitar la realidad sino de recrearla por otros medios. El espectador atento notará casi al instante que tanto el protagonista, un tal Michael Stone –exitoso orador británico cuyo bestseller empresarial sobre cómo mejorar la atención al cliente lo lleva precisamente a emprender ese viaje–, como el resto de los seres con los que se cruza, llevan en sus rostros la evidencia de su cualidad artificial. Más aún: excepto Stone, todos hablan con la misma, exacta voz. Pilotos y azafatas, taxistas y botones, hombres y mujeres.

El mundo de Anomalisa es kaufmaniano por definición. Y también, por extensión, algo kafkiano. Stone está atrapado en un laberinto opresivo y asfixiante. Luego de ordenar algo de comida desde su cuarto y de hacer el contacto telefónico de rigor con su mujer e hijo, tomará la decisión de realizar un segundo llamado a esa mujer a la que abandonó hace una década, sin demasiadas explicaciones, en esa misma ciudad que ahora visita por segunda vez. El reencuentro será desastroso y disparará nuevas decepciones y angustias, hasta que una voz distinta a todas las demás llama su atención: la de Lisa, una mujer sencilla, incluso algo simplona, no demasiado bonita (según sus propias palabras) y fan de Cindy Lauper, que está parando en el mismo hotel. Por primera vez en la filmografía de Kaufman, como realizador y guionista, no hay aquí metatextos o universos contenidos en otros; tampoco elementos de índole fantástica. Apenas una metafísica pesadillesca que no se diferencia demasiado de un mal sueño real y concreto, de esos que asoman sus dientes afilados en la profundidad de la noche.

Podrá pensarse que la mirada de Kaufman (autor, a su vez, de la “obra de teatro sonora” que dio origen a la película, en la cual un grupo de actores lee los diálogos sin interpretarlos gestual o motrizmente) parte de una impostación apesadumbrada que roza el nihilismo. Para Stone no hay posibilidad de trascendencia a partir de la idea de familia o los logros profesionales, ni siquiera siguiendo el camino del hedonismo o el placer egoísta. Apenas algunos efímeros vislumbres de felicidad a los cuales trata desesperadamente de asirse. De haber encarado Kaufman un relato tradicional, Anomalisa hubiera decantado, casi con seguridad, en una película obvia y pretenciosa. Es su propia forma la que termina transformándola en un objeto distinto, delicado, donde la mímesis alegórica se transforma en un fin en sí mismo. Tal vez con alguna influencia de ciertas escuelas de animación de los países de Europa del Este, Stone es un héroe particular que intenta sobrevivir, al borde del agotamiento, en un mundo incomprensivo que, a su vez, no logra comprender. No hay enseñanza ni moraleja, apenas un existencialismo atroz atravesado por un sentido del humor tristón. Y esa belleza fugaz, usualmente intangible, algunas veces corpórea. Como esa antigua muñeca erótica japonesa que irrumpe en el hogar como un recuerdo de otro mundo. ¿El mundo que nos rodea? No exactamente. Aunque existan varias zonas de rozamiento entre uno y otro.

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