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Jueves, 18 de febrero de 2016
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Películas de fuerte impronta literaria en la Berlinale

Sobre el amor y la guerra

Nada más lejos del biopic al uso de Hollywood que A Quiet Passion, magnífico retrato de la poeta estadounidense Emily Dickinson a cargo del gran cineasta británico Terence Davies. A su vez, el film portugués Cartas de guerra se inspira en textos de Antonio Lobo Antunes.

Por Luciano Monteagudo
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Cynthia Nixon y Keith Carradine en A Quiet Passion, consagración del director Terence Davies.

Página/12 En Alemania

Desde Berlín

Es una injusticia que la obra de Terence Davies (Liverpool, 1945) siga siendo casi desconocida en Argentina, porque se trata de uno de los grandes cineastas británicos contemporáneos, autor de films de un notable poder de evocación. En sus primeros films –la trilogía Death and Transfiguration (1983), Voces distantes (1988), El largo día acaba (1992)– Davies logró hacer de sus recuerdos de infancia y juventud un cuerpo de obra que atraviesa la esfera personal para convertirse en la memoria emotiva de un país. En su obra posterior, prefirió volcarse hacia personalísimas adaptaciones literarias (de John Kennedy Toole, Edith Warton, Terence Rattigan) y ahora acaba de iluminar al Festival de Berlín con A Quiet Passion, un extraordinario retrato de la gran poeta estadounidense Emily Dickinson (1830-1886), que sorpresivamente no forma parte de la competencia oficial sino que se exhibe en el apartado Berlinale Special.

Nada más lejos del convencional biopic al uso de Hollywood que esta versión de la vida de Dickinson, en la que Davies encuentra todos los materiales que siempre han formado parte de lo mejor de su obra. Como alguna vez señaló su colega Derek Jarman, “Davies se aproxima a sus temas –la represión familiar y religiosa, la violencia institucional, el sadomasoquismo– con una delicada melancolía y momentos de humor perverso”. Nada más justo para describir el tono impar de A Quiet Passion, un film que destila la misma discreta, reservada pasión con la que Emily Dickinson pasó fugaz, casi secretamente por la vida, al punto de que llegó a ver solamente tres poemas publicados antes de su muerte, a los 55 años, en la misma casa de Amherst, Massachusetts, que la vio nacer.

El film escrito y dirigido por Davies –“No puedo creer que nadie antes hubiera querido hacer una película sobre ella”, declaró con genuina perplejidad aquí– es de una simplicidad engañosa, porque debajo de su superficie límpida y transparente hay una construcción tan fina como elaborada, que le hace honor a la complejidad de la poesía y la personalidad de Dickinson, autora de unos versos de una sensualidad arrolladora (“Borracha de aire/ y corrupta de rocío/ me tambaleo por interminables días de verano”) que sin embargo llevó una vida de austeridad y reclusión casi monacales, tanto que durante sus últimos años prácticamente no salió de su cuarto.

Casi su única comunicación con el mundo exterior se dio a través de su familia, con la que siempre convivió y a la que amaba con la misma efusión con la que la desafiaba en todos los órdenes. Este es otro de los puntos de contacto de A Quiet Passion con el cine previo de Davies, en cuyos films iniciales, de orden confesional y autobiográfico, dio cuenta de su propia, conflictiva relación con su numerosa familia, donde la presencia femenina era dominante. Aquí Emily (estupenda encarnación de Cynthia Nixon, una de las lenguaraces de la serie Sex and the City) encuentra en su hermana Lavinia a su alma más cercana –fue ella quien difundió póstumamente su poesía– mientras su madre se sumerge paulatinamente en una persistente y profunda melancolía. Su hermano es una figura casi tan débil como ridícula mientras que su padre (interpretado magníficamente por un irreconocible Keith Carradine) es con quien Emily permanentemente se mide en cada uno de sus desafíos, donde las lenguas se baten como espadas. Inteligente, arrogante, dueña de un carácter inusual para una mujer de su época, Dickinson no tiene empacho en desafiar la religión, la moral y las convenciones sin por ello dejar de ser la mejor y más devota de las hijas. Lo notable del film de Davies es cómo se ubica, al mismo tiempo, adentro y afuera del relato. En su puesta en escena, hay un deliberado distanciamiento –un poco a la manera del Rohmer de La marquesa de O, por dar una idea aproximada del procedimiento– que es capaz de representar el pasado a través de una mirada que no pretende ser sino la del presente. Sin embargo, en una misma escena, Davies consigue –a través de su magnífico elenco– divertir y conmover, con un guión de su autoría tan afilado que por momentos parece echar chispas.

Otra película de fuerte impronta literaria de esta Berlinale es la portuguesa Cartas da guerra, de Ivo M. Ferreira, proyectada en competencia oficial. La columna vertebral del film es la frenética, desesperada serie de cartas que el escritor Antonio Lobo Antunes le escribía casi a diario a su esposa embarazada, de la que había sido brutalmente apartado cuando a los 28 años fue reclutado para revistar como médico del ejército colonial portugués en Angola, hacia 1971.

Film epistolar como ningún otro, Cartas da guerra tiene una banda de sonido compuesta casi únicamente por esos verborrágicos, encendidos mensajes de amor, mientras la imagen –en un apabullante blanco y negro cortesía de Joao Ribeiro– va dando cuenta de los trabajos y los días de Lobo Antunes (Miguel Nunes) en terra incognita: vadeando trabajosamente ríos y pantanos, matando insectos a la espera del ataque de un enemigo al que nunca se ve o nunca llega (como en El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati), o amputando sin anestesia brazos y piernas en una improvisada mesa de operaciones cuando finalmente el infierno se desata en medio de la selva.

Hay varias lecturas posibles en estas cartas y todas son válidas y se complementan unas a otras: diario de viaje, literatura erótica, relato bélico y reflexión política sobre la anacrónica ensoñación colonial portuguesa. El cine lusitano vuelve a probar, una vez más, que sus películas son escasas, pero siempre originales y valiosas.

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