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Jueves, 27 de octubre de 2016
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LA FRANCESA UN HOMBRE PERFECTO, ESCRITA Y DIRIGIDA POR YANN GOZLAN

Como un espejo roto en mil pedazos

A partir de una idea ya transitada por el cine –un escritor mediocre que se apropia de la obra ajena—, la película protagonizada por Pierre Niney tiene el ingenio de moverse en otras direcciones, que hasta la acercan a Hitchcock.

Por Diego Brodersen
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Un hombre perfecto plantea el dilema de empatizar con un protagonista muy poco confiable.

Resulta algo irónico que una película que hace del plagio uno de sus dos motores narrativos centrales (el otro es la más pura y dura simulación) tenga un punto de partida extremadamente similar al de la estadounidense Palabras robadas, estrenada hace cuatro años y dirigida por Brian Klugman y Lee Sternthal. De todas formas, los relatos de escritores que toman prestados textos ajenos para hacerlos propios tienen una cierta tradición, tanto en la literatura como el cine, y no deja de ser cierto que Un hombre perfecto sale disparada para otras latitudes luego de una (casi) idéntica posición de largada. El realizador y guionista Yann Gozlan empuja a su personaje, un joven escritor frustrado de nombre Mathieu Vasseur (Pierre Niney, el mismo de Yves Saint Laurent), a encontrar casualmente, en uno de sus trabajos como empleado de una empresa mudadora, un manuscrito polvoriento que está a punto de terminar en la basura. Quien dejó atrás ese diario, escrito de puño y letra, acaba de morir y en sus páginas el inesperado lector encuentra sus memorias personales durante la Guerra de Argelia, ese recuerdo sucio que todavía sigue marcando la memoria colectiva de Francia.

Harto de recibir negativas a sus fracasados intentos de publicación, el muchacho corta y pega, manda copia fiel a una prestigiosa editorial… et voilà: la “novela” resulta no sólo atractiva para el mercado, sino que sus rasgos de estilo merecen las más excelsas críticas literarias. En un acto de falsa expiación –y también para eliminar cualquier tipo de prueba–, el ahora exitoso autor quema todas esas páginas, con la certeza de que nadie, nunca, jamás podrá conocer la verdad. Corte y elipsis. Dos años más tarde, Vasseur parece llevar una vida ideal: está en pareja con una bellísima y rica joven que conoció la misma noche del lanzamiento de su libro (Ana Girardot), disfruta las mieles económicas del éxito y prepara una segunda novela en la mansión de su familia política en la Côte d’Azur. “Preparando” entre varias comillas. Al fin y al cabo (él lo sabe mejor que nadie) no es otra cosa que un escritor mediocre. Un buen escriba, en el mejor de los casos.

Es en ese momento que el pasado –como ocurría en Caché, de Michael Haneke, aunque de una manera menos alegórica–, reaparece en la piel de alguien que podría haber conocido al genuino creador de esas palabras, al tiempo que la empresa editora comienza a ponerse nerviosa con los dilatados tiempos de espera del nuevo manuscrito. El personaje de Vasseur es un auténtico “Salieri” de Thomas Ripley, el personaje creado por Patricia Highsmith, y su verdadera identidad comienza a disolverse en aquella otra creada para la ocasión. Para sostener la mentira se hace necesario seguir mintiendo; camelo sobre camelo, la psiquis del joven se asemeja a un espejo que ha estallado y multiplicado su imagen deformada en decenas de pedazos. La relación con Highsmith es clara como el agua y recuerda inevitablemente al Alain Delon de aquella primera adaptación al cine de su personaje más famoso, Riviera incluida. Pero como todos los caminos llevan a Él, también a Hitchcock. Hay mucho por aquí de Sir Alfred y no tardará en hacer aparición la posibilidad/necesidad del crimen y la particular postura que debe adoptar el espectador: seguir su punto de vista, aceptar la empatía hacia un tipo mentiroso, aprovechador, criminal en potencia.

Barajadas así las cartas, el mazo está servido para el suspenso, que Gozlan sabe construir con gracia, aunque la originalidad no haga mucho acto de presencia y por momentos se noten demasiado las herramientas del hacedor. Afortunadamente, el juego de Vasseur no incluye la solemnidad y el film va adquiriendo un humor dosificado en cuentagotas que remite nuevamente a una famosa máxima de A. H., aquella que hacía hincapié en la dificultad inherente en el acto de… bueno, mejor no explicitarlo, a riesgo de arruinar parte de la diversión de un film cuya mayor bondad es saber mover con cierta elegancia sus resortes y pequeñas sorpresas.

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