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Sábado, 5 de mayo de 2007
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LA TRAVESIA DE “LOS AUTONAUTAS DE LA COSMOPISTA”, AHORA EN LA PANTALLA GRANDE

“Estás en ninguna parte, todo el tiempo”

Los documentalistas Sebastián Martínez y Victoria Simón, que hoy estrenan en el Malba su versión filmada del mítico viaje de Julio Cortázar y Carol Dunlop, recuerdan la aventura que narra el libro y la particular forma de tributo que eligieron: repetir exactamente la aventura.

Por Julián Gorodischer
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“Nos corrimos del diario íntimo que marca el libro; el nuestro es otro tipo de diario.”

Hace 25 años, el escritor Julio Cortázar y su mujer, Carol Dunlop (el lobo y la osita, como se nombraban mutuamente) salieron a recorrer la autopista que une las ciudades de París y Marsella, a bordo de una Volkswagen combi a la que llamaron Fafner, en una excursión que revalorizó el no lugar, mucho antes de que el antropólogo Marc Augé les pusiera nombre a los espacios de tránsito continuo (aeropuertos, estaciones, autopistas), desafiándose a encontrar un mundo en el sitio menos pensado. Tal vez, Los autonautas de la cosmopista haya nacido de la prepotencia de la imaginación, que creyó posible investir de sentido extraordinario incluso al conjunto de sesenta y cinco paraderos –mezcla de estacionamiento, reparo del sol, confitería en los mejores casos–, que son una invención casi exclusiva de la planificación francesa de rutas y caminos. En esas superficies despojadas, planicies de cemento a pleno sol, el lobo y la osita demostraron que también en lo cotidiano/ naturalizado puede instalarse una epopeya personal; leyeron la realidad desde el estatuto de la ficción, imaginando historias maravillosas detrás de cualquier objeto (la combi, los sillones plegables, los conos ordenadores del tránsito) y contactando al lector con sus fascinantes vidas de gourmets; matizaban las esperas eternas con delicias en conserva, dulces de frutas, patés, quesos y buen vino, allí donde las lonas extendidas suelen asociarse al sandwich y el termo de café.

La cita, 25 años después, es con una pareja de documentalistas argentinos (Sebastián Martínez, el director, y Victoria Simón, directora de arte y sonido) que hoy estrenan París-Marsella (a las 17 horas, en el museo Malba), reproducción de la experiencia de Cortázar en formato audiovisual, forma directísima de tributo que resigna la originalidad de la idea por la pura pretensión de cercanía: decidieron hacer lo mismo para tocar por contigüidad al genio creativo, o tal vez hacer lo mismo fue llegar más profundamente al interior de la vida de Cortázar, más allá de lo que permite el pormenorizado diario de ruta y comidas de Los autonautas.... Y se detuvieron a pasar la noche en el mismo hotel, incluso en la misma habitación, respetando el plan de visitar dos paraderos por día durante 32 días. Y trataron de encontrar la estatua de jirafa plantada en medio de la ruta y los conos que servirán para una fotografía igual a la de la portada de Los autonautas..., recuperando el valor de la repetición como forma creativa. Tal vez sólo las grandes obras precursoras de cada género (aquí de un modelo de crónica lúdica, que da permiso al ingreso de la fantasía y de la exhibición descarada del “yo”) habiliten estas secuelas a cargo de un admirador que, a veces, cobran autonomía. El tema, a tono con la efemérides, será Los autonautas de la cosmopista, su génesis y su revalorización.

–Julio Cortázar, devenido en cronista, nunca se decide a pasar al territorio de la ficción...

Victoria Simón: –Se queda en un territorio ambiguo en el que nada termina de ser ni una cosa ni la otra.

–Esos paraderos áridos, quizá hostiles, lo deleitaron en la misma medida en que a ustedes los decepcionaron veinte años después (la película se filmó durante 2002)...

V. S.: –No pasaba nada, y no pasaba nada, y nos costaba acercarnos a la gente para no molestarlos en los diez minutos que estarían en el lugar. Cortázar estaba debajo del árbol, con la máquina de escribir, disfrutando. Creo que es la diferencia entre el cineasta y el escritor. El pudo recrearlo o trabajarlo en su soledad, en contacto íntimo mental con lo que sucede alrededor. Nosotros nos veíamos compelidos al contacto con el entorno.

Sebastián Martínez: –En realidad un cineasta también podría posicionarse en ese mismo lugar, pero le requeriría un vuelo intelectual demasiado complejo. Cortázar buscaba un lugar apartado del paradero para estar solo, por fuera del tiempo y del espacio. Nosotros, si bien jugábamos con esa idea, necesitábamos situaciones que hicieran avanzar la película. Valorábamos la cotidianidad de estos lugares anodinos, desiertos, repetitivos, pero estábamos necesitados de historias externas que dejaran constancia de un avanzar, aunque fuera lento.

Martínez y Simón se vincularon con la travesía primero como lectores, después de haber conocido toda la obra de ficción, especialmente interesados en esa zona que combina el parte diario de datos geográficos y manjares del día a la posibilidad de imaginar a la combi como un dragón o a los conos del tránsito como sombreros de brujas, o también al trivial merodeo de los guardianes del tránsito como una amenaza real a la integridad física en el lugar, o al andar ruidoso y molesto de los camiones como una danza cargada de voluptuosidad. “Como lector –dice Sebastián– me gustó la posibilidad de chusmear en esa intimidad, y en el punto de vista sobre el lugar y lo que estaban haciendo. También la idea en sí, esa locura, y esos datos que ayudan a reconstruir su biografía.” Victoria encontraba un inmenso placer en “leer qué desayunaban, a qué hora se fueron, toda esa parte de diario documental” que insertan al texto en la genealogía de los grandes relatos de viaje.

–Pero mediante un juego sin precedentes con los datos que provee la realidad...

S. M.: –El deja entrar esa fantasía...

–En el libro, sorprende la intensidad de la historia de amor, el entusiasmo ante lo anodino, ese disfrute en un viaje de despedida, a pesar del cáncer de los dos. Ustedes hacen el mismo viaje, jóvenes y esperando un hijo, y aparece la frustración y el desánimo...

S. M.: –Sabíamos que no iba a ser el mismo disfrute, pero no podríamos asegurarlo hasta llegar hasta ahí.

–Incluso pasan por situaciones de peligro real, diferentes de los miedos recreados de Carol y Cortázar...

S. M.: –Tuvimos algún episodio con la seguridad de la autopista y una situación de forzadura de cerradura en la camioneta, inesperadísima, porque no nos quitaba el sueño la inseguridad. Eran las cuatro de la mañana, estábamos durmiendo, vimos pasar las sombras demasiado cerca.

V. S.: –Tiene que ver con la presión que cada uno se lleva del viaje... Cortázar tenía esa liviandad, porque no tenía nada que demostrar a nadie; ésta, en cambio, es una primera película.

S. M.: –Algo de esa liviandad nos hubiera venido muy bien para esta película. Lo que para mí está bien fue salir, buscar, obligarse a estar en situaciones no del todo cómodas, sacar algo del lenguaje documental, pero insistí en querer darle un tono más existencialista, y tal vez...

V. S.: –Pero es la película que hiciste hace cinco años, y esta película te enseña cómo tenés que pararte ante tu obra de acá en adelante.

Los autonautas de la cosmopista es un manifiesto, además, que pide revisar las nociones extendidas sobre el sexo y el deseo en la madurez, amor profundo como de veinteañeros pero cerca del final. El lobo y la osita se bastan, desaparecen del mundo en cada paradero, y allí está la escritura en una vieja máquina de escribir y las fotos que se toman como testimonio para documentar la pura experiencia que no podría narrarse sino a partir de la exhibición del cuerpo y el espíritu. Hay un pacto de entrega absoluta, que habilita la vida cotidiana, la dieta y el responso. Hay un duelo que, en el final, se comparte con el lector. Como particular forma de tributo, París-Marsella elige para sí un cierto retiro de la vida íntima y la inestabilidad emocional (que ahora, durante el encuentro, sí confiesan que existió durante esos días), tal vez para no desdibujar el sentido de exvoto que debería atribuirse a la película.

S. M.: –Se me ve poco, pero así y todo pienso que nosotros estamos un montón en la película. Y además está la voz en off. Si no había una dosificación de eso, se volvía demasiado ombligo.

–Aunque esté de moda el documental “yoico”...

S. M.: –No me atrae el docurreality, me lleva a pensar en Gran Hermano. Quería sacar el eje de nosotros; hubo un intento de búsqueda en otra dirección.

V. S.: –Nos corrimos del diario íntimo que marca el libro; el nuestro es otro tipo de diario.

Tanto en la película como en el libro, se desprende esa posibilidad esperanzadora de vivir una aventura en cualquier parte, y redescubrir el sentido del viaje aun en la autopista suburbana. La homogeneidad entre los paraderos lleva a que la “experiencia vivida sea durísima”, como recuerda Martínez. “No creo que sea un lugar para unas vacaciones, ni siquiera para un fin de semana. Estás en ninguna parte todo el tiempo, llegás y te estás yendo.” Pero esas imágenes del tedio y la uniformidad estallan cada vez que un autor empieza a mirar. Entonces, algo vuelve a comenzar. Y nunca es igual a lo anterior.

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