¿Cómo tomarle el pulso al festival? ¿Por los aplausos o silbidos que coronan la primera proyección de prensa de un film en el enorme Grand Théâtre Lumière? ¿Por los gritos de los cientos de fotógrafos que le piden a la estrella de turno que mire por un segundo a su lente durante el ritual nocturno de la alfombra roja? ¿Por la cantidad de público que se amontona frente al Hotel Carlton o el Majestic, esperando el paso de esa limusina que puede contener la sonrisa fugaz, distorsionada por los vidrios polarizados, de Alain Delon o Angelina Jolie? ¿Por las interminables colas y empujones que se producen a la entrada de la Quinzaine des Réalisateurs para ver una ópera prima tailandesa? En Cannes, las posibilidades son muchas, pero entre tantas maneras de saber qué sucede simultáneamente en todas partes –¿toca esta noche U2 en las escalinatas del Palais? ¿Llega a tiempo la copia de la nueva pelÃcula de Sokurov? ¿Para qué vino José Saramago al festival?– hay una que tiene sus particularidades. Es al término de una función de prensa, cuando cientos de acreditados (la suma total de periodistas está por encima de los 4500) se dirigen a sus respectivos casilleros a buscar el material del dÃa: gacetillas, press-kits, hojas de programación. AllÃ, espontáneamente, se produce el juicio oral, sumario de la pelÃcula que se acaba de ver. Se forman grupos, corrillos y, a medida que van pasando los dÃas y el cansancio se acumula, las opiniones se vuelven más tajantes, sin lugar para los términos medios. Y en esta sentencia improvisada, sucinta, no le fue bien a uno de los films más esperados de la competencia, The Man from London, del húngaro Bela Tarr.
Conocido en Buenos Aires a través del Bafici, donde se vieron sus dos pelÃculas más famosas, Werkmeister Harmonies (2000) y la monumental Satantango (1994), de siete horas de duración, Tarr es uno de esos cineastas fuera de norma, que casi solamente tiene la posibilidad de difundir su obra en festivales o cinematecas. Su nueva pelÃcula era particularmente esperada, porque desde hace más de cuatro años que Tarr la tenÃa en carpeta (cada vez más le cuesta conseguir financiación para sus proyectos) y, una vez que logró iniciar el rodaje, su productor, el francés Humbert Balsan, se suicidó, en marzo del 2005, agobiado por deudas. Finalmente, después de enormes dificultades económicas y legales, Tarr pudo completar el film justo a tiempo, apenas un par de dÃas antes de la proyección de ayer en Cannes.
Como todos sus films anteriores, The Man from London también es en blanco y negro y está estructurado a partir de un puñado de prolongados planos–secuencia, tomas sin corte de montaje en las que Tarr –por la enorme complejidad de su puesta en escena– se ha convertido en un verdadero especialista. La novedad, en todo caso, es que Tarr (que suele trabajar a partir de argumentos originales) partió aquà de una novela de Georges Simenon, la historia de Maloin, un hombre humilde, trabajador del puerto, que cree poder cambiar toda su vida cuando se tropieza con un maletÃn repleto de dinero, que sólo le traerá angustia y desgracias.
Para ambientar ese escenario triste y anónimo que enmarca la agonÃa de Maloin, Tarr consiguió cerrar durante cuatro semanas el puerto de Bastia, en la isla de Córcega, y debe reconocerse que haber encontrado ese lugar intemporal, fantasmagórico, tan afÃn a su cine, es ya de por sà un mérito del film. Lo que sucede con The Man from London, sin embargo, es que parece menos una pelÃcula fiel al espÃritu de su obra que una repetición exangüe, inanimada de los motivos que forjaron la reputación de Bela Tarr, para la que en su momento fue esencial el apoyo de Susan Sontag. El suyo siempre fue un cine grave, severo, pero en The Man from London hay mucho de cliché sobre sà mismo que convierte al film en una experiencia no por solemne necesariamente importante.
A su manera, Persépolis también parte de clichés, pero no en términos metafóricos, sino en su sentido lato, el de planchas, grabados: la única pelÃcula de animación este año en la competencia está dirigida por la notable dibujante iranà Marjane Satrapi a partir de sus propios libros de historietas, o novelas gráficas, como se los llama ahora. Nacida en Teherán en 1969 y actualmente radicada en Francia, Satrapi se hizo famosa tanto en Europa como en Estados Unidos gracias a la novelización de su propia vida –un poco a la manera del Maus de Arte Spiegelman–, una serie de volúmenes que cuentan desde su niñez bajo el imperio del sha, pasando por el júbilo inicial de la revolución islámica hasta el horror de la guerra Irán-Irak y la falta de libertades individuales bajo el actual régimen teocrático musulmán.
Siguiendo con absoluta fidelidad sus propios libros, Satrapi (en colaboración con el realizador Vincent Paronnaud) hizo un film de lÃneas claras pero lÃricas, casi totalmente en blanco y negro, en el cual esa vida de tinta china va adquiriendo todos los matices, con un humor a veces cáustico, que no excluye la rabia, como cuando Marjane o su madre (que en el film tienen las voces de Chiara Mastroianni y su mamá Catherine Deneuve) deben luchar contra la discriminación de la mujer y la imposición del velo. Considerando la belleza simple de la pelÃcula y su contenido polÃticamente correcto, no se puede descartar que Persépolis se lleve el próximo domingo algún premio.
Más incierta puede ser la suerte en la competencia de Auf der Anderen Seite (Del otro lado), del turco-alemán Fatih Akin, y de Le Scaphandre et le Papillon (La escafandra y la mariposa), producción francesa del neoyorquino Julian Schnabel. La pelÃcula de Akin –cuyo film anterior, La cabeza contra la pared, ganó el Oso de Oro de la Berlinale 2003– utiliza ese recurso cada vez más trajinado de cruzar historias sin que los personajes se enteren, en este caso un joven profesor alemán de origen turco que decide buscar sus orÃgenes en Estambul y una militante polÃtica turca que, huyendo de la policÃa, viaja a Bremen, donde supuestamente vive su madre. Hay una construcción demasiado calculada desde el guión, una imposibilidad de hacer de sus criaturas algo más que el continente de las ideas del director, que le impide al film de Akin cobrar vida propia.
En este sentido, la pelÃcula de Schnabel tiene más fuerza, más interés, porque resuelve muy bien un problema difÃcil: si el cine es palabra y movimiento, ¿cómo hacer un film sobre un personaje que ha quedado parapléjico, prisionero de su propio cuerpo? Basado en el libro autobiográfico de Jean-Dominique Bauby, periodista y bon vivant, editor de la revista Elle, que sobrevivió penosamente a un ataque cerebral, Le Scaphandre... juega una carta difÃcil y recurre durante casi la primera mitad de su metraje a la cámara subjetiva como el único ojo en funcionamiento de Bauby, cuya voz en off va dando cuenta de lo distinto que es el mundo cuando se lo ve a través de un vidrio oscuro. A medida que Bauby progresa en su comunicación con el exterior, el film de Schnabel sale de su escafandra, muestra al actor (Mathieu Amalric) y se vuelve más previsible, más prosaico, como si no se hubiera animado a llevar hasta sus últimas consecuencias su propio planteo.
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