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Martes, 9 de agosto de 2005
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BARRY PURVES, EL ANIMADOR BRITANICO QUE CONSULTA HOLLYWOOD

“Encontrar la verdad en cada gesto”

Así define el objetivo de su arte este inglés que ostenta una prolífica obra propia, inspirada en la cultura clásica, y que trabajó en las últimas películas de Tim Burton y Peter Jackson.

Por Oscar Ranzani
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Purves vino a participar del programa “Escuela y medios”.
El británico Barry Purves es una especie de último mohicano de la animación tradicional. En un mundo invadido por la exploración tecnológica, Purves es un artesano del cuadro por cuadro. Muchas de sus películas se inspiran en clásicos universales: Next (1989) es un homenaje al teatro isabelino; Screen Play (1992), candidata al Oscar, juega con el kabuki japonés; Achilles (1996) gira sobre la tragedia griega, y Rigoletto (1994) es una variación sobre la famosa ópera de Verdi. Su condición de orfebre le valió el respeto de muchos cineastas que lo consultan: sus consejos más recientes fueron hacia Peter Jackson en la remake de King Kong. “Estuve en la preproducción dando ideas al director de cómo podría comportarse el personaje en ciertas circunstancias. No sé si las habrán usado. Pero esa película va a sorprender a la gente”, anticipa Purves, de visita por la Argentina invitado por el Ministerio de Educación y el British Council para participar de las Jornadas de Animación para Jóvenes en el programa “Escuela y Medios”.
Purves relata que Inglaterra tiene una posición privilegiada en el cine de animación. Y tira otro dato: “Acabamos de hacer probablemente la mayor película de animación en nuestro país, Corpse Bride, de Tim Burton”, cuenta el animador, que participó como asesor técnico. El realizador de Charlie y la fábrica de chocolate conoce muy bien a Purves, director de animación de Marcianos al ataque (1996). “Fue un momento interesante, era la época en que las computadoras se estaban haciendo muy populares”, comenta. “Marcianos... se iba a hacer con títeres. Construimos docenas y terminaron siendo demasiado costosos: la computadora era más barata. Pero cuando veo la película reconozco que había cosas que con títeres no hubiéramos podido hacer: la escala, las cantidades hubieran sido difíciles. Aunque hay otras cosas que hubiesen quedado mejor. Pero fue una buena experiencia trabajar en Hollywood”, señala.
–Usted es un referente del cine de animación inspirado en expresiones clásicas. ¿Es más difícil hacer animación de esta manera? ¿No se reduce la cantidad de público que pueda acceder a ellas?
–Me encantan los clásicos y mis películas son un reconocimiento a esta pasión que tengo por la ópera, por Shakespeare. Y lo miro desde mi propia perspectiva. Puede ser que el público esté un poco más reducido, pero me encanta exaltar esa pasión, y a la gente le gusta la cultura. Es bueno tener películas divertidas, pero también que haya un equilibrio. Por otro lado, con este tipo de films es más difícil obtener los fondos. A mí me inspiran Shakespeare o algunos pintores pero, a veces, cuesta que los demás también se inspiren. Los productores son a veces el problema: son los que tienen la plata. El Código Da Vinci, basado en una obra clásica, está logrando que la gente se interese por la pintura. Tal vez el libro en sí no sea una gran obra de arte. Pero yo trato de hacer lo mismo con mis películas en una escala menor.
–¿Cómo nota la animación actual? ¿Lo digital se opone a lo tradicional?
–Las computadoras permiten que más personas hagan sus propias películas. Los efectos especiales han crecido. Pero a mí me gusta que las películas se basen en historias y no en efectos. Estos tienen que cumplir una función para la historia que uno está narrando. Hemos visto ejemplos de que alguien inventó un efecto y la película gira en torno de él. Y eso no es bueno. Cuando todo es posible, nada es sorprendente. Por eso me gusta el teatro, porque uno está en el mismo espacio físico y si pasa algo mágico uno puede ver los límites. Y las películas que me gustan son las que no me dan todo, que dejan algo librado a la imaginación.
–En los últimos años, el género ha pasado a ocupar un lugar central en la TV, sobre todo apuntando a chicos y jóvenes. ¿Nota profesionalismo o pérdida de calidad?
–Yo trabajo mucho en TV y sé que los animadores tratan de lograr el mejor producto posible. Las personas como yo no hacemos concesiones porque esté destinado a los chicos. Yo jamás diría: “Ah, es para chicos, no se van a dar cuenta”. Yo quiero darles la mejor calidad. Quiero inspirar a los chicos en lugar de darles todo servido, que pregunten. He visto algunos programas que parece que están dando cátedra. Y a los chicos no les molesta un poquito de sombra, pueden tolerarlo. No son estúpidos. Los mejores programas son los que atrapan su mente. Odio que utilicen la animación para sentar al chico frente a la TV y que quede como embobado. Cuando el chico está hipnotizado por los colores pero no hay contenido, no le pasa nada por la cabeza. A mí me gusta provocarlos, inspirarles algo.
–¿Qué ventajas y desventajas ofrece la animación con marionetas en este nuevo panorama?
–Adoro los muñecos. No estoy tocando un teclado ni trabajando con un comité alrededor de una mesa para tomar una decisión. Cuando filmo estamos el muñeco y yo. Y es una relación de ida y vuelta, muy rara.
–¿Cómo es?
–Es como que uno asume un poco la personalidad del títere y el muñeco la del titiritero. Y lo más importante es que es la única forma de animación espontánea. Con las computadores uno trabaja con puestos claves, hay mucha gente que participa. Mientras que con un títere uno empieza en el primer cuadro y nunca sabe bien cuándo va a terminar. Y el títere nos va a decir lo que quiere hacer. Yo siempre digo que cuando termino un día de trabajo nunca lo dejo en posición incómoda, lo acuesto a dormir de manera que esté relajado. Porque es como que le di vida y es una parte de mí. Le dije que era raro (risas).
–¿Qué es lo que hace que una animación sea buena?
–Son los pequeños detalles inesperados. Eso hace que la animación sea creíble. A veces, con la animación por computadora está todo tan pautado que es como si no tuviera vida. En la animación con títeres pasan cosas que uno no esperaba, como si sucedieran en tiempo real. Por ejemplo, uno quiere que el títere haga un gesto pero se da cuenta de que la ropa no lo permite, no da la tela. Se termina cambiando, y de algún modo está improvisando. Se parece más a la actuación de un actor.
–¿Cómo se logra que un personaje de animación pueda causar más emoción que un actor? ¿Qué permite transmitir la animación?
–Se trata de encontrar la verdad de un gesto, de una emoción y contar esa verdad con el menor esfuerzo posible. Es como un bailarín que encuentra la manera de transmitir o de comunicar amor y no es amor real. Tiene que ver con enfatizar las partes importantes y sacarse de encima todo lo demás. Se trata de una exageración de la historia que se está narrando para que cada gesto diga algo. Al igual que un caricaturista que exagera las partes de una cara. Hay que ser muy observador y estudiar mucho a las personas.
–Después de la Segunda Guerra hubo un enorme desarrollo de la animación. En EE. UU. se consolidó el cartoon clásico con los largos de Disney y los cortos de la Warner y MGM. ¿Cómo lo analiza en la actualidad?
–Lamentablemente los cortos están en extinción. Antes había un corto antes de cada largo. Ahora lo hay sólo como aperitivo de films como Toy Story o Buscando a Nemo. Pero a mí me gustaría que todos los largometrajes empezaran con un corto, porque pone a los espectadores en el estado de ánimo necesario para recibir la película. Y la animación tiene que verse en pantalla grande. En los ’90 había canales de TV que les encantaban, pero la TV “realidad” es más barata. ¿Por qué hacer un pequeño film de arte cuando se pueden tener veinte horas de Gran Hermano?

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