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Martes, 12 de mayo de 2009
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Exposición antológica de Roberto Scafidi en el Palais de Glace

Entre vibraciones laberínticas

Una antología de pinturas e instalaciones realizadas durante los últimos quince años permite apreciar el período de obsesivas y lúdicas geometrías de un artista que se formó con Carlos Gorriarena, Antonio Seguí y Guillermo Kuitca.

Por Fabián Lebenglik
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Ciudad secreta, 2003-06, 100x100 cm, acrílico de Scafidi.

El pop paranoico-lúdico de Roberto Scafidi (1963) resulta hipnótico. La antología de sus pinturas geométricas realizadas durante los últimos tres lustros trazan al mismo tiempo un juego de intrincados laberintos de color y también remiten (como ensoñación, como eco; más precisamente: como vibraciones) a geografías transfiguradas. Mapas de la ciudad o de islas, mapas de estados de ánimo... El mapa como proyección geométrica de geografías cuyas coordenadas pueden provenir tanto de topografías terrestres como emocionales. Los circuitos cromáticos de Scafidi evocan una obsesión gozosa. Son recorridos meticulosos en los que las líneas trazan distintos ritmos para señalar los ecos visuales de la música, otra pasión del artista.

El carácter paranoico de estas líneas de fuga lo marca la pura obsesión persecutoria que las gobierna y conduce (hacia nuevos callejones). Líneas que concentran líneas, que encierran líneas, que acompañan líneas, que cruzan en una multiplicación que se contamina dentro de cada cuadro y luego de un cuadro a otro. Ese contagio visual de líneas, franjas, formas geométricas y sectores, no modula escapatorias porque cada obra está sectorizada en zonas autónomas desde el punto de vista de un itinerario laberíntico. En los laberintos de Scafidi no hay salida más que por arriba. Solo a través de saltos del ojo podría trazarse la fuga. Pero el juego del artista no busca necesariamente que el ojo del espectador siga un recorrido. Más bien propone una lógica (propia) en las que cada una de estas piezas pueda ser pensada como un pensamiento hecho colores y geometría.

La vibración y los contrastes de cada cuadro van guiando al visitante por demarcaciones sutiles, en donde comienzan a apreciarse, a lo largo de la exposición, las variaciones de estructura visual y ritmos entre una obra y otra. Y también permite pasar de la superficie a la ilusión de profundidad y volumen.

Cuando el corazón del cuadro es un rombo, el ritmo cambia. Se pasa de lo ortogonal a lo oblicuo y lo mismo sucede con los cuadros de perímetro circular. Cuando pasa a las instalaciones coloca otros cuadros y a veces también juguetes sobre las superficies pictóricas. Estas variaciones parecieran también remitirse a diferentes escalas, como si los ritmos ópticos surgieran de un sistema de cercanías y lejanías de los motivos geométricos y cromáticos que pinta.

En el orden riguroso de Scafidi se percibe una matriz lúdica y también una convicción que se transmite como voluntad de producir otra lógica.

El efecto de estos cuadros es tan hipnótico que no puede dejar a nadie indiferente: sus incrustaciones visuales y abismos (estructuras que se replican y reproducen con modificaciones), los esquemas juegan con la relación entre repetición y variación, citas y autocitas y también con citas de la historia del arte.

Las obras podrían pensarse también como tableros de juegos o circuitos imposibles. O tal vez como falsos tableros o circuitos que no proponen continuidad de flujos sino cortes abruptos, sectores y patrones de color y forma.

La propia circularidad de la sala y la similitud del efecto óptico de una obra a otra genera una recurrencia y un déjà vu no solo visual, sino también físico (el visitante se pregunta “¿Ya di la vuelta completa?” “¿Vi antes esta obra?” “¿Era ésta u otra muy parecida?”). La obsesión desborda en toda la muestra. En ese diseño excesivo se percibe una compulsión repetitiva, que funciona como amable coerción para entrar a un mundo del que luego es difícil salir. Es un juego y también una sutil voluntad que se ejerce sobre el que mira.

En el desplegable de la exposición, Luis Felipe Noé escribe –entre otras ideas– sobre la condición musical de las obras de Scafidi, colocándolas como ecos del jazz (“El ritmo –dice– se nutre de la reciprocidad entre un impulso continuo y unos desplazamientos mínimos e irregulares de los acentos”). En este punto podría agregarse la presencia constante de la cita y la incrustación de motivos, propia de la cultura y la enciclopedia jazzísticas. Así estas pinturas establecen su genealogía y sincronías; así trazan sus coordenadas y dibujan sus territorios.

En las obra de mediano y pequeño formato es donde mejor logra el pintor el efecto de su lógica pictórica. En tales tamaños se concentra el interés. Cuando la escala crece, como en las instalaciones, la reiteración se vuelve más retórica que eficaz y lo mismo sucede con la inclusión de muñecos y objetos, que debilitan el ritmo compulsivo e introducen objetos al modo de exabruptos.

Las instalaciones de Scafidi, por su tamaño, disposición y formatos, generan un patrón de diseño más propio de la decoración y el revestimiento, en la línea de lo que el artista, músico y dj escocés Jim Lambie se apropió y estuvo proponiendo durante los últimos años en las escaleras y pisos de museos célebres como la Tate Modern y el MoMA. Tal vez Scafidi debería quedarse con la escala manual y dejarle al escocés la expansión arquitectónica e industrial.

Roberto Scafidi estudió con Carlos Gorriarena a fines de la década del ochenta y comienzos de los noventa. Ganó el Premio Braque –una beca en París durante 1991-92, bajo la supervisión de Antonio Seguí– e integró la beca Kuitca (1994-95). Es docente en el IUNA, la Escuela de La Cárcova y el Philadelphia College for Advanced Studies. Hasta el momento presentó unas 17 exposiciones individuales y participó de más de medio centenar de muestras colectivas. Su obra forma parte de colecciones privadas locales y también de Europa y el resto de América latina.

* En el Palais de Glace, Posadas 1725, hasta el 25 de mayo.

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