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Jueves, 30 de septiembre de 2010
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Juan Carlos Romero inaugura hoy la muestra Selk’nam (yo/el otro)

“Traigo algo que estaba desdibujado”

El artista está más acostumbrado a hacer de la calle su hábitat natural, con lo que la exposición de la galería Carla Rey puede ser considerada una rareza. Pero más allá del ámbito, lo que impacta es su visión de las masacres de pueblos originarios.

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“Los selk’nam tenían otra concepción del mundo y de la vida. Estaban ligados a la naturaleza.”

“La vida es una tormenta de mierda. Cuando llueve mierda, el mejor paraguas es el arte.” La frase cuelga de la biblioteca de Juan Carlos Romero, artista y docente. Miembro del grupo de Artistas Solidarios, Romero tiene 78 años y recién ahora puede dedicarse tiempo completo al arte, tras haber dejado su puesto de técnico en una empresa telefónica. No ha pasado su vida encerrado en un taller: eso deja entrever su obra, siempre inspirada en lo que está oculto. Una de sus grandes preocupaciones, la violencia, reaparece en Selk’nam (yo/el otro), exposición que inaugura hoy a las 19 en la galería Carla Rey (Humboldt 1478).

La violencia, sin embargo, tiene una presencia elíptica en esta exposición. Porque el propósito de Romero fue hablar de un exterminio, el de los selk’nam (u onas), pobladores originarios de la Isla Grande de Tierra del Fuego, a la manera de homenaje. En una secuencia de tres fotografías, Romero aparece retratado con el cuerpo pintado imitando ritos de la tribu extinta. Es decir, escenifica una tragedia sin hablar directamente de ella, con el fin de “rescatar esa cultura”, explica a Página/12. Si la historia de las distintas comunidades indígenas confluye en una palabra –la opresión–, la de los onas es el más crudo ejemplo.

Es que, producto de una gran masacre que comenzó a fines del siglo XIX, los onas desaparecieron completamente. Los responsables de su desaparición fueron tanto los buscadores de oro europeos como los estancieros argentinos que querían arrebatarles sus tierras, aptas para la cría de ovejas. Personajes conocidos de esta historia son los cazadores de indios que, como el rumano Julio Popper, “eran recompensados por cabezas de selk’nam”, explica Romero. “Mucha gente me dice: ‘yo leí algo, sabía que existía’. Pero muy ambiguamente. Les traigo a la memoria algo que tenían desdibujado”, subraya. Pese a la potencia discursiva de esta obra, lo primero que le impactó de los onas fue su estética, a la que accedió a través del libro Hain, de Anne Chapmann, la antropóloga fallecida en junio pasado, quien conversó con los últimos onas.

En el libro pueden encontrarse fotografías tomadas por un sacerdote en la década del ’20, cuando tenían lugar las últimas ceremonias de iniciación, denominadas hain. Pretendían preparar a los jóvenes para el ingreso a la adultez. Los mayores se disfrazaban para adquirir una apariencia sobrenatural. “Eran artistas sin proponérselo”, desliza Romero. “Y eran muy avanzados en relación con nosotros. Tenían otra concepción del mundo y de la vida. Estaban ligados a la naturaleza, por ejemplo, se ponían a prueba.”

Selk’nam (yo/el otro) se enmarca en una serie de trabajos que Romero viene realizando a propósito del Bicentenario. En junio presentó un extenso listado en el Centro Cultural de la Cooperación con los crímenes de Estado que registró desde 1810 hasta aquí. Y recientemente el artista salió a la calle –su hábitat natural– a pegar afiches con la leyenda “Todos somos negros”, que extrajo de la Constitución haitiana. Le interesó la potencia política del término. Y el hecho de que la revolución haitiana, ocurrida en 1805, casi no sea mencionada. “También ahí se da la primera abolición de la esclavitud, antes que en Francia y Norteamérica. ‘Todos somos negros’ no remitía a un color de piel, sino a una forma de pensamiento que incluía a mujeres y búlgaros.”

–La muestra que inaugura hoy, pese a remitir a los onas, tiene una resonancia más abarcativa. ¿El propósito fue invitar a una reflexión sobre la totalidad de las comunidades aborígenes?

–Quiero recordar lo que pasó con un pueblo oprimido, ya sean los selk’nam, los wichi, los pilagás. De estos últimos casi ni se sabe que existían. Quiero recuperar la memoria de lo olvidado, correrme de la anécdota de celebrar los bicentenarios con la cosa patriótica, que implica descontextualizar la realidad del país que tiene cosas más trágicas que fueron pasadas de largo. Sobre eso se tratan mis últimos trabajos.

–Si se piensa en la marcha de los pueblos originarios durante el Bicentenario, el arte acompaña una lucha de total actualidad.

–Claro. Estuvieron bien en el Bicentenario, hicieron una larga marcha.

Pero eso pasó muchas veces, y siempre sigue la misma historia. En el primer gobierno peronista hicieron una marcha de diez días para reclamar por tierras, educación y escuelas, pero se tuvieron que volver porque no consiguieron nada.

El foco de la muestra, se dijo, es un aspecto de la vida de los onas, los ritos iniciáticos. “Toda sociedad los tiene”, remarca Romero. “En la sociedad contemporánea, los hombres mayores llevaban a los menores a los prostíbulos para iniciarlos”, compara. Y precisamente en ese contraste está el espíritu de la serie de fotografías, que parecen decir “aprendan de ellos”. Romero lo sintetiza: “Los rituales de las comunidades indígenas son sociales, grupales y comunitarios. Europa fue transformándonos. Volviendo al Bicentenario, allí no había nada comunitario: la gente estaba sola viendo un espectáculo que estaba ahí para ser consumido. Sólo las canchas de fútbol lo son... pero, en realidad, lo comunitario no es comunitario, sino masivo y grupal”.

Si el arte es un paraguas, Romero los tiene de múltiples formas. Ha utilizado grabados, performances, fotografías, afiches, arte correo y poesía visual. El “poner el cuerpo” que eligió para esta ocasión no es cosa nueva. “Lo primero que hice con mi cuerpo fue un grito. Un fotógrafo amigo me sacaba la foto. Trataba de sacar de adentro lo que teníamos reprimido. Primero simulaba un grito. Después, él me pidió que gritara. Cuando grité empezó a tener valor la foto”, cuenta Romero. “A partir de ese momento empecé a juntar gritos: de fútbol, deportivos, de marchas. Los recorto, los rompo, les saco lo que tiene que ver con el cuerpo. Entonces, descontextualizados, los gritos son todos iguales.”

La técnica de pintarse el cuerpo se denomina camouflage, que en ocasiones se completa con el uso de máscaras. “Lo hice en la época del Proceso. Hacía una analogía con lo que nos pasaba a nosotros en ese momento, que éramos militantes políticos: tratar de disimularnos. La segunda vez usé una máscara que compré en el Carnaval de Uruguay. Tenía la cara descubierta y estaba desnudo. Se llamaba ‘DD’, detenido-desaparecido”, recuerda quien estuvo cerca de Montoneros. Ahora, se ríe del “perfeccionamiento”: consiguió maquilladora. “Me pinté y me bañé no sé cuántas veces, estuve un día entero trabajando.”

–Las galerías no son lo suyo, siempre trabaja en la calle. ¿Cómo se siente presentando su trabajo en estos espacios?

–Si no estás en los lugares dedicados al arte, que te dan pertenencia, no sos nadie. Lo bueno es que yo hago las cosas en la calle y me conocen por lo que hago adentro. Sartre tenía el Premio Nobel y en mayo del ’68 iba a repartir diarios de izquierda, entonces le preguntaban por qué hacía eso y él decía “como soy Premio Nobel nadie me ataca”. Y tenía razón. El prestigio permite hacer lo que a uno le gusta. A la galería van los amigos un día. Al otro día, nadie. La calle tiene un público más anónimo, predispuesto y curioso.

Entrevista: María Daniela Yaccar.

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