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Martes, 14 de febrero de 2012
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Alfredo Arias en el Museo Nacional de Bellas Artes

Los patrones de la “Patria Petrona”

El dramaturgo, actor y director argentino residente en París presenta una muestra sobre la cocinera Doña Petrona, al modo de una puesta en escena de las comidas, consumos y costumbres de las décadas del cuarenta y cincuenta.

Por Fabián Lebenglik
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Detalle de la muestra: las tortas de Arias, los vestuarios de Ramírez y los cuadros de Stoppani.

La “torta patria” de Petrona según Arias.

La “torta capilla” en versión de Arias.

La muestra Patria Petrona, de Alfredo Arias, con la colaboración de Pablo Ramírez y Juan Stoppani, que se presenta en estos días en el Museo Nacional de Bellas (MNBA), además de bellamente kitsch, divertida y evocativa, es un gesto de reconocimiento a la donación de la obra Patria (2011), por parte de Arias y la Fundación Proa al MNBA.

La muestra (que se presentó en Proa a mitad del año pasado) consiste en una exhibición de tortas de cerámica, vestuario (Ramírez) y pinturas (Stoppani) inspirados en la repostería de Petrona C. de Gandulfo, que fue la más popular cocinera argentina entre las décadas de 1940 y 1980, especialmente por su libro de recetas y programas de televisión.

El libro es un impresionante compendio de recetas con toques de manual de “buenas costumbres” y de protocolo.

El gran dramaturgo, actor y director argentino radicado en París desde 1969 ideó este universo dedicado a las tortas de Doña Petrona para rememorar su propia infancia, que tenía como telón de fondo la década peronista en que comienza el ascenso social. Ramírez confecciona los vestuarios en base a su hipótesis de que “en cada festejo hay un rito y en cada rito hay un traje. Nadie come una torta sin un traje”. Mientras que Stoppani evoca pictóricamente, en gran escala, las ilustraciones originales del libro. Aquí los años ’40 y ’50 son recordados desde el artificio de las tortas que, hechas en cerámica, resultan tan difíciles de ingerir como las originales. Las recetas del famoso libro de Petrona, que vendió más de cien ediciones, tienen tantos huevos y manteca que no parecen pensadas para alimentar, sino como objetos barroco/kitsch.

Por curiosidad quien firma estas líneas se asomó al libro de Petrona (una edición de 30.000 ejemplares impresa en 1950) y tomó nota, por ejemplo, de que la torta “Rancho don Goyo” lleva doce huevos, 620 gramos de azúcar, medio kilo de manteca y medio kilo de harina, entre otra artillería pesada. Y el sandwich de jamón, según Petrona, debe tener veinticinco centímetros de largo y untarse con cien gramos de manteca; mientras que el sandwich de atún (una especie de tarta) lleva trece huevos. Lo mejor que puede hacerse con estas comidas es fabricar versiones en cerámica.

Pero los patrones de Petrona no sólo eran culinarios: en su biblia se filtran patrones de conducta para acompañar la transformación social. Así, el libro contiene también fórmulas de vida, aprovechamiento del tiempo libre y toda una extensa propedéutica ideológica, moral y de costumbres. El libro es una enciclopedia con inclusiones proletarias, y así como pasa del sandwich de salame a la langosta, arma mesas humildes y también “mesas paquetas”: todo con toneladas de manteca y azúcar e infinidad de huevos. En el libro de Petrona el ascenso social se metaboliza como una bomba de colesterol. Y esto es coherente con la función inicial de Petrona en los años cuarenta: la habían contratado para promocionar las cocinas a gas a fuerza de recetas explosivas. Las tortas que fabricó Arias –basadas en las increíbles láminas del libro– son el postre ritual para celebrar bodas, cumpleaños, bautismos, tés, junto con homenajes sociales (“torta patria”) y barriales (“torta/barco” para –precisamente– La Boca).

En el texto que Arias escribió para acompañar la exposición cuenta que “la casa donde miraba los programas de Doña Petrona se situaba en Remedios de Escalada. Ahí, frente al chalet a la americana que mi padre había construido, se produjo un cataclismo: el gobierno decidió expropiar las casas vecinas para hacer pasar un Camino de Cintura, o una General Paz, o una Panamericana que nunca pasó. En ese desierto se fue instalando poco a poco una villa de emergencia, mientras que el baldío se extendía chato y silencioso hasta el club Talleres, un gran potrero para los fantasmas donde cocinaba la doña. Cuando Perón daba sus discursos, la gente de la villa nos pedía ver la televisión; mis padres acercaban el aparato a la ventana y detrás de unas rejas el Coronel arengaba a sus fieles. Era una misa. En ese mismo aparato apareció un día Petrona: para mí fue un refugio; en cambio de ir a Disneylandia iba a Petronalandia, y cada vez que mis padres se peleaban (se peleaban seguido) yo trataba de realizar un plato, de preferencia un postre de Petrona, para evadirme. Esos postres de Petrona que yo preparaba eran siempre un fracaso. Además del disgusto de no lograrlo, este acto contribuía a reforzar las nefastas dudas de mi madre sobre mi tendencia a apreciar todo lo femenino, como leer Para Ti o Radiolandia... Puedo suponer ahora que Petrona hizo parte del cortejo de iconos que me llevaron a pasar cinco años de Liceo Militar, institución en la cual mis padres depositaron todas las esperanzas donde finalmente deberían borrarse esas fascinaciones fantásticas y así aligerado, bien parado y con la cabeza bien despejada, podría enfrentar el futuro que me esperaba”.

Las tortas de Arias funcionan como materialización de un absurdo: porque las láminas de las tortas, que podrían suponerse como irrealizables en cuanto comida, son en sí mismas escenificaciones en las que se explica qué ingredientes utilizar, pero no cómo fabricar ese artificio. En un reportaje realizado por Germán Garrido para la Fundación Proa, Arias afirma: “Yo pienso que son cosas hechas solamente para la ilusión. Era un castigo hacer esas tortas. Los originales son láminas y probablemente esta sea la primera vez que fueron llevadas a la tridimensionalidad. Para hacerlas necesitabas ser escultor, repostera, químico, aeronauta... Más bien era un mundo imaginario, como un Jules Verne que dice ‘va a existir una torta reloj en el año 2715’. Para mí son un paralelo de Disney en la cocina. Disney condensa el imaginario de un pueblo y ella condensa otro imaginario y la ambición de su pueblo a través de la cocina. Por otro lado, hay una adecuación perfecta de la cerámica con la cocina. La idea de hacerlas en cerámica era que no se las pudiera comer pero que todo el mundo las pudiera ver...”.

La realización y montaje de Patria Petrona luce como la puesta en escena de un museo social, gastronómico e histórico, que registra en clave lúdica formas artificiosas de consumir, comer, vestirse y vivir durante las décadas del cincuenta y sesenta.

* En el Museo Nacional de Bellas Artes, Av. del Libertador 1473, hasta el domingo 19 de febrero.

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