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Martes, 26 de marzo de 2013
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La exposición Por la vuelta, de Alberto Cedrón (1937-2007), en el Palais de Glace

“Un día, el eco de esas imágenes...”

Con motivo de la muestra de Alberto Cedrón organizada por el Palais de Glace, con el auspicio de Página/12, aquí se recuperan un texto de Miguel Briante, de 1969, sobre el artista y un perfil escrito por la compañera de Cedrón.

Por Miguel Briante *
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Caída en rojo, de Alberto Cedrón.

[...] Claro que es más fácil ponerse cronológico, informar que es el mayor de los Cedrón –cinco hermanos que ya dan que hablar– que hacia sus doce años se mudó a Mar del Plata e ingresó a la Escuela de Artesanía; que a los quince años instaló con su padre y sus hermanos un taller de cerámica, que a los dieciocho años empezó a dibujar. O que, entre ellos –sus hermanos, su padre– levantaron en el barrio de Carnet una casa que aún hoy los arquitectos se detienen a mirar. Más difícil es referir un día, una noche, claves. El día (la noche) en que sus dibujos deben saltar los alambres provincianos, extenderse, ser mostrados. Y él decide irse a Europa y vende la casa. A Europa, no a Buenos Aires. Pero Buenos Aires es el primer puerto; no hay vueltas para ese axioma inalterable. Una sola noche –la central– le basta para perder en la ruleta todo su viaje. Una sola bola –la última– lo arroja a las calles de la ciudad, ordena su primera exposición en la galería Guernica, enfrenta sus trazos con los ojos de Antonio Berni, que compra sus primeros cuadros. “Yo estaba influido por Brueguel”, recuerda. “¿Por el clima de sus cuadros, por su técnica?”, se le pregunta. “No, no, por todo –dice, simplemente–. Yo me dejaba influir por él.” Pero también andaban por él los versos de un González Tuñón, los personajes de Roberto Arlt. “Tal vez lo más importante de la neofiguración argentina –dice– salió de esos hombres, de esa literatura. Ellos nos mostraban la otra cara del mundo.” Hay premios: el Segundo del Dibujo en el Salón de Otoño de 1960; el Primero del Salón de Dibujantes del diario El Mundo; el Salón Nacional de la Cámara de Diputados en el ’62; el Tercero en el Salón Nacional de Mar del Plata; el Segundo de Dibujo en el Braque de 1966. Hay, en el medio, ese viaje al Mato Grosso y esa pasión por la escultura que deja sus huellas en algunas ciudades del Brasil. Hay, sobre todo, un trabajo tenaz, secreto, que elude la publicidad y lo sume, por meses, en el anonimato o la mitología.

Llega el mural, esa dimensión implacable, ese territorio de la plástica donde las firmas quedan como para siempre y no hay bajada de cuadros que cierre el telón. Ya había ensayado en Río; en Buenos Aires, un premio por concurso de la Fiat Concord le da la pared necesaria. Ahí exalta hasta la perfección su talento de imaginero, se pelea con el barro, estampa su exasperado universo en la cerámica. Enloquecidos, densos como un verso de Blake, sus caballos, sus caras, sus hombres deformados como desde adentro ocupan veinte muros más a lo largo de la ciudad, cantan una tragedia desorbitada e íntima como la sangre, son impiadosos para mirar y ser mirados, se degüellan, corren, cruzan el mar.

Son cuatro: uno parece no tener cara; el otro es un típico porteño nacido en Avellaneda; el otro es la mitad de lo que fue: le faltan las piernas y hay que sentarlo sobre una silla alta cuando juegan al truco para matar el tiempo de la travesía, y se llama Carlitos. A veces, tirando una carta, el de Avellaneda dice: “Che, Carlitos, no pitiés por abajo de la mesa”. Cuando cruzan la línea del trópico, el de Avellaneda saca un paquete del bolsillo, y dice: “Carlitos, en esta hora solemne, por ser tan buen compañero, hemos decidido hacerte un regalo”. Carlitos lo abre, tembloroso; es un par de medias tres cuartos.

“El otro era yo –dice Alberto Cedrón, recordando su travesía Barcelona-Buenos Aires–. Entonces entendí esta ciudad, este país.” Venía de las tumultuosas ciudades de Europa: del París ancestral, plagado de pintores y cultura; de la Alemania industrial; de la provinciana España –donde clavó sus murales y vendió dos exposiciones enteras–, de los siglos. Había visto cuadros importantes y barrios de prostitutas y manifestaciones estudiantiles. Y ahí estaban esos argentinos. “Este país es la agresión, y el aprendizaje de la agresión para la defensa. Pero también es el tumulto, y el encontronazo, y en eso están nuestra fuerza, nuestra riqueza, nuestras diversas maneras de atacar y por lo tanto reflejar el mundo.” Ahí está la fuerza –dice Cedrón– que debe aprovechar, y está aprovechando, la plástica argentina.

Ahí nació, tal vez, una nueva concepción de mural, y del dibujo, y de la pintura. En esa ironía y en esa nueva capacidad para reírnos de nosotros mismos, en la negación y en la exaltación de la plástica, en el duro trabajo del artesano que impone cosas al mundo.

Alberto Cedrón vio Europa; tal vez desde allá midió Buenos Aires. No sabe si han vuelto sus caballos y sus hombres retorcidos y sus caras abiertas en un grito. Pero un día cualquiera –lo presagian los bocetos amontonados en su taller–, el eco de esas imágenes va a asaltarnos desde algún lugar de la ciudad, desde una pared o desde un marco. Puede ser peligroso, sorpresivo; en el fondo de su horno de cerámica, en el costado más oculto de sus frascos de tinta china, algo se está gestando implacable.

* Escritor, periodista y crítico de arte (1944-1995). Fragmento de un artículo publicado originalmente en la revista ARTiempo, de abril-mayo de 1969.

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