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Martes, 30 de agosto de 2005
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LAS OBRAS CON PAPEL DE JORGE SARSALE EN LA GALERIA EL BORDE

Pinturas que no son pinturas

Un obsesivo y delicado trabajo con tiras de papel cortadas, pegadas y superpuestas genera dameros hipnóticos que ofrecen un notorio efecto pictórico y un claro ritmo visual.

Por EDUARDO STUPIA *
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De la serie Sonido de fondo, 2005, de Sarsale; técnica mixta; 17 x 160 cm.
Aun antes de asombrarnos al constatar que estas pinturas de Jorge Sarsale no son pinturas, en el sentido estrictamente técnico de la palabra, la primera impresión que causan ya es desconcertante. El espectador se enfrenta a lo que parece ser una variable de la tradición ópticogeométrica pero en su status terminal, casi sin ningún atractivo inmediato, tan ajena al fastuoso despliegue caleidoscópico como a las abstracciones más elegantes y, a la vez, sin que tampoco pueda eventualmente compensarse esa aridez con el ingreso a la legibilidad del cuadro según un mayor o menor grado de efecto decorativo o seducción visual.
En principio, nada de eso hay aquí. La economía visual de Sarsale (Buenos Aires, 1952) es frugal; el artista parece hacer un punto del silencio radical de su sistema y de su simplicidad casi refractaria, tanto como para que nos preguntemos, una vez más equívocamente, qué hay que ver aquí.
Lejos de la ilusión óptica, Sarsale es de aquellos que practican la desilusión al provocar estratégicamente la ruptura de quien mira con el acto reflejo, o la mitología, de la respuesta inmediata frente a la obra. Mediante la adhesión fanática a una consigna constructiva que lleva hasta sus últimas consecuencias con morosa, refinada aplicación, Sarsale elabora su obra como si al hacerlo estuviera moldeando a la vez un específico modo de ver en el espectador. La materia prima con la que trabaja Sarsale es el tiempo, propio y ajeno.
Quizá por eso, el cierto desencanto que la escasez y la austeridad parecen haber inducido en nosotros se transforma poco a poco en un efecto balsámico, productivo; sin que sepamos cómo, algo se abre y nos involucramos en la red sensorial que Sarsale ha urdido. De repente, descubrimos que algo en ella nos ha dotado de la paciencia suficiente como para impregnarnos de estos hipnóticos dameros, donde cada célula parece estar estrictamente donde debe estar, y que a la vez parece perfectamente intercambiable con cualquiera de las otras, que componen la epidermis visual de un tejido tan inteligente como de disimulada morbidez.
El menú que Sarsale nos ofrece incluye la expansión sostenida y la modulación de un determinado color en leves alteraciones de valor y paleta, ajustadas en intervalos muy cercanos, y ordenadas en una subdivisión del plano delicadamente inestable, planteada según una geometría donde el contrapunto de los grandes segmentos (Cono de sombra 80 x 170, 2005, por ejemplo) convive con la infinita fragmentación de elementos regulares –longilíneos, cuadrangulares o rectangulares–, cada uno con su vibración autónoma, cada uno como una microscópica miniatura abstracta. Estos a su vez conforman tramas lo suficientemente homogéneas como para que sus variaciones sean también apenas detectables, minúsculas en el detalle, aunque notorias en la atmósfera global de cada cuadro.
Las divisiones y subdivisiones pueden ser someramente más angostas o más anchas, tanto en lo que hace a los trazados horizontales como a los verticales que los cruzan; en su combinatoria se percibe, centímetro a centímetro, el eco del esfuerzo por lograr la mayor diversidad a partir de la más imperceptible diferencia. Gracias a la plena disposición de Sarsale para respetar a rajatabla la sencilla aunque exigente ecuación matemática de esa mecánica, todo el conjunto exhibe paradójicamente una notable soltura en el dinámico ordenamiento rítmico de las superficies.
Pero, además, estos territorios exhaustivos no lo son sólo por el celo con que Sarsale examina las relaciones entre la bidimensionalidad, el espacio y la extrema parcelación del plano; dicha exhaustividad se hace aún más palpable apenas se revelan las características del trabajo manual que el artista ha puesto en marcha: un intensivo y delicadísimo cortado y pegado de tiras de papel liviano, cuya disposición, superposición y conjunción no sólo harán posible la completa estructuración del cuadro, sino también la rica cualidad de ésta según la consonancia y disonancia de valores, texturas y transparencias; de trazos marcados por los límites de los fragmentos de papel y no por ninguna línea trazada como tal.
En un efecto pictórico por su afinidad con los modos en que la pintura se manifiesta, pero que parece originarse en una suerte de postura colateral, como si el artista convirtiera la evidente delectación de su oficio en una reflexión sobre cómo también las operaciones constructivas no pictóricas iluminan y transforman el universo de problemas de la pintura.
Es muy notable cómo Sarsale, apelando a un cálculo inicial donde pone sumo cuidado en el establecimiento de los intervalos, combina cada uno de sus papeles con otro de manera de que se establezca, allí mismo, una primera e íntima dualidad contigua y así la siguiente con la siguiente, y la siguiente con la siguiente, hasta orquestar con minuciosa fidelidad toda la superficie del lienzo.
En cada caso se nos propone una suerte de constelación cuadrangular que, luego de haber estallado en un big-bang de pareja difusión y dispersión, hubiera sido inmediatamente reordenada y cristalizada por un poderoso imán, el cual no es otra cosa que la consecuencia estructural última de aquella consigna a cuyos pasos el artista se ha aferrado en un principio constitutivo casi devocional, de rigurosa lógica, ahora disimulado en la trama del cuadro, pero que está allí, como un magma gráfico congelado y viviente.
Sarsale ha debido tejer sus piezas con el tempo y el timing imprescindiblemente acompasado de un copista medieval, para ver de qué manera puede manifestarse finalmente la vorágine seriada de un movimiento que, como querían los impresionistas, esté en la superficie del lienzo y en el ojo. A la vez, frente a los embelecos de la visión, siempre en busca de un punto fijo, de un orden, de un tronco para flotar en medio de la corriente, los cielos cuadrimétricamente estrellados de Sarsale desvían toda posibilidad de encontrar en ellos otro signo, otro zodíaco, que no sea el tablero infinito, indecible, de su propia nebulosa centimetral (en la galería El Borde, de Uriarte 1356, hasta el 24 de septiembre).

* Dibujante.

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