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Domingo, 16 de febrero de 2014
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ENTREVISTA AL ESCULTOR, TEORICO Y POETA GYULA KOSICE

“A mí me gusta corregir el azar”

Cerca de cumplir 90, este precursor del arte cinético, lumínico e hidrocinético sigue creando en su taller-museo de Villa Crespo. Tiene una sala que lleva su nombre en el Pompidou y acaba de convocarse a la Tercera Bienal Kosice, para artistas que se inspiran en él.

Por María Daniela Yaccar
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De lunes a viernes, Kosice pasa las mañanas en su taller, creando sin pensar en la edad.

En esta mañana de febrero, de clima indeciso y, pesado y húmedo, la lluvia se suspende. Ha parado de llover, al fin. Encontrarse con Gyula Kosice es pensar en la lluvia –en el agua en todas sus formas, no sólo como gota caída del cielo–: que haya cesado de llover podría haber sido designio suyo. Porque él, cierta vez, desafió a su especie y, como un Dios, provocó una lluvia artificial que cubrió una cuadra y media. Kosice tiene 89 años. Por consejo u orden de su médico, no debe pensar en eso. Esta mañana, como todas, está en su taller: de lunes a viernes siempre está ahí, de 9 a 12. Sentado al lado de un escritorio que arriba tiene unos estantes de madera con libros “sin importancia”. Rodeado de fotos de todos los tiempos, con la gente célebre que entrevistó (Sartre, Bradbury, Borges y más). Exactamente al lado de su rostro hay un retrato suyo firmado por Berni. Es el Gyula joven. El de ahora escucha a Víctor Hugo Morales y rezonga: “Este país está muy dividido”.

El escultor, teórico y poeta –precursor del arte cinético, lumínico e hidrocinético– viste un saco azul marino, pesado para el clima que hace, un pañuelo de un celeste brillante en el cuello y un pantalón de esos verdes color trabajo, con elástico por la cintura. Su expresión es tan versátil como el agua. Pasa de un ánimo muy festivo, como cuando le dice “whisky” al fotógrafo, a parecer enojado. Parece, pero no lo está: nunca será amenazante. Sus ojos, clarísimos, se redondean como planetas cuando quiere enfatizar algo. En su taller de la calle Humahuaca, en Villa Crespo –una casa chorizo de fachada celeste–, espeta órdenes a sus colaboradores, forzando su voz débil y bajita: que suban, que bajen, que abran la puerta, que prendan los equipos –o sea, sus obras–, que traigan, que guarden.

Sus asistentes son tres. Uno es Max, el hijo de su hija menor la artista plástica Irina Sol, fruto de su relación con su “compañera y salvavidas”, la artista Diyi Laañ. Otro es Jorge Fernández de Lara, que prefiere no hablar de sí mismo y sí de Kosice. Lo hace con una admiración descollante, obnubilada: “Otros artistas se han repetido y no salieron de la pintura; en cambio, él no”. Jorge, que es muy amable y luce mameluco azul, también es artista. Ex trabajador de una multinacional, dejó todo por la utopía de La Ciudad Hidroespacial, ese loco proyecto que anticipa que el hombre ocupará el infinito. Llegó al taller como admirador, hace una década, y se quedó. Y después llevó a su hijo. Se llama Hernán y ronda la edad del nieto de Kosice –veintitantos–. “Gyula dice que ya no tiene tiempo. Entonces nos apura. Es ansioso”, describe el joven, con dulzura. “Y es un gran archivador: me pide que le recorte todo lo que sale de él en los diarios.”

Sí. Si hay algo que no falta del escultor es material, información. Tiene registro exhaustivo de todo. Todas las fotos. Decenas de catálogos de todas las muestras del mundo por donde paseó su obra (sólo le faltan Africa y Oceanía). “Es como si Gyula hubiera sabido desde el primer momento la importancia de todo lo que hizo”, sugiere Hernán. Kosice archiva desde que fundó el Movimiento Madí, en 1946, pionero del arte abstracto en Latinoamérica. O desde antes (primero cofundó otro movimiento, Arte-Concreto-Invención). Nada se le escapa.

Este espacio de dos pisos, que es como una nave espacial, tiene esa doble función: es taller y es, aparte, un museo alucinante, abierto al público, al que se puede ingresar con reserva. Lo recorren muchos estudiantes de escuelas, incluso de jardines. Claro que hay fotos de eso también. Se lo ve a Kosice discurseando entre los infantes. “Un nene de cuatro años se paró enfrente de una obra mía, una gota, y me preguntó: ‘¿Y eso qué es?’ Yo le pregunté si le gustaba. Y me dijo que sí. Entonces le respondí que sabía apreciar una obra de arte”, cuenta.

El diálogo tiene momentos tiránicos. Se inicia con una pregunta de él. “¿Supo lo del Pompidou?” En octubre de 2013 se inauguró en el centro cultural parisino la sala Kosice.

–Sí. Lo leí en un diario.

–¿En un diario? Salió en muchos. Incluso en el exterior.

Y enseguida agarra un puñado de catálogos, folletos y fotos, que entrega con el afán de quien reparte volantes en la calle. El gesto es a la vez generoso y orgulloso. No chocante, no soberbio; está apoyado en una extensa e intensa trayectoria, pero no se entiende bien por qué tiene la necesidad de exaltarla tanto. Como si algún terco, todavía, dudara de su genio.

“La reacción que uno tiene ante las obras es crucial. O te estimulan o no”, dice Kosice. “El gran poder que tengo es que siempre salen ideas coplanarias. Las llamo así. Son ideas que están en el mismo plano y dialogan. Me gusta corregir el azar. Ya que está, levántese y encienda esa obra, con la perilla.” En el taller de paredes celestes se oye una canción de Joaquín Sabina, que pronto quedará tapada por el ruido del armatoste. Al encender la perilla, empieza una danza violenta de agua, de burbujas.

–¡Se asustó! –grita Kosice, riendo.

–¿Cómo se llama esta obra?

–Planos hidraulizados. La hice hará seis meses.

–Hace poquito.

–¡No! Ya estoy haciendo otra. Le pedí que la encienda para que se dé una idea. Después, en el museo, verá obras que la entusiasmarán más o menos. La cuestión es que he escrito catorce libros de poesía, de literatura, hice aforismos, y en el plano de la creación plástica soy el iniciador, en Latinoamérica, del arte abstracto, con la revista Arturo. Fue la primera publicación sobre eso. Fui coeditor. Y escribí una frase que después llevé a la práctica, que decía: “El hombre no ha de terminar en la Tierra”. Y creo que es así. El infinito es todo lo que existe, pero lo atraviesan solamente los aviones. No está poblado.

–¿Le gusta viajar en avión?

–Sí, me gusta. Vengo de Punta del Este con unos días grises, horribles, feos. Mis maquetas de La Ciudad Hidroespacial no condicen con la arquitectura tradicional, tratan de rebalsarla. De acuerdo al índice poblacional del mundo, China, dentro de diez años, tendrá cincuenta millones más de chinos. ¿A dónde los van a poner? En la Argentina no los vamos a recibir, son muchos. Hay que crear algo, sobrevivir. Viene La Ciudad Hidroespacial. La tecnología la va a hacer posible.

–¿Dónde está, ahora, La Ciudad Hidroespacial?

–En la imaginación. No está hecha, está propuesta.

–Pero la pregunta era por las maquetas, las que se vieron en el Planetario.

–Hay maquetas, sí. No solamente maquetas, hay proposiciones, manifiestos. Mire la nota que me hicieron en Página/12 (se distrae de la pregunta y señala una tapa que lo presenta como “El Gardel” de su especialidad).

–¿Le gusta ese título? ¿La comparación con Gardel?

–Me interesa. Hay una identificación hacia un punto culminante de la canción y uno de la vanguardia. Ahora usted tiene que poner: “Kosice, el Messi de la vanguardia” (ríe).

–También podría ser “El Maradona”.

–No. Ese no me gusta nada. Es padre de cinco chicos y reconoce a dos. Es malo. Messi, aunque entre sin ganas al campo, hace unas gambetas y te metió un gol. Es tan rápido que no lo podés concebir. Soy de San Lorenzo, pero de chiquito. Ahora son todos, por el Papa. Bueno, pero le quiero decir que ese incremento poblacional va a incidir en la forma de ocupar el espacio, se van a construir módulos espaciales. Serán hábitats completamente distintos que van a tener una sustentación a 1500, 1700 metros de altura, nada más, es poco. Calculo que va a haber necesidad de tomar electricidad del agua, que es lo que más abunda en el planeta Tierra.

–¿Por qué cree que, antes que usted, nadie se ocupó del agua en el arte?

–A mí me tocó especialmente el agua. Soy de origen húngaro, vine a los cuatro años, en barco. Ahí está la foto. Y ahí está la foto de Da Vinci (señala imágenes de la pared).

–“Intenté ser un alumno perfecto de Leonardo”, dijo usted.

–No, no, no. Alumno no. Me influyó mucho porque cuando salía del colegio primario había un bibliotecario, en la Casa del Pueblo, de los socialistas, que me prestaba libros. De repente veo un libro grande, gordo; a cuatro metros de lejos lo vi. Era de Da Vinci. Cuando vi sus dibujos, los proyectos para volar, tomando el vuelo de los pájaros, el proyecto de bucear... Inventó el submarino. Inventó máquinas de guerra, pero no interesa eso, inventó tantas cosas. Inclusive fue un gran cocinero. Todo lo que se puede concebir, lo hizo él. Pero no me interesó su pintura, sino los dibujos.

–¿Cree que hubo después de Madí algún movimiento que se le haya parecido?

–No. Hay muchas cosas que no me gustan. (Alza la voz) ¿Cómo es posible que embalsamen a un animal en formol y lo vendan en 15 millones de dólares? ¡No puede ser! Eso no es arte. ¿Tiene alguna trascendencia? No puede tenerla. No debe. Se ha creado la Bienal de Kosice, ahora viene la tercera, con el apoyo de países sudamericanos (ver recuadro). Veo tanta gente joven que sobre mis temas está desarrollando una manera particular. Me halaga mucho. Son seguidores míos de una manera consciente.

–¿Cómo es el mundo del coleccionismo? ¿Qué les interesa adquirir a las personas?

–Depende de su sensibilidad. Si se trata solamente de plata, entonces empieza el regateo. Pero si hay una verdadera conexión con el objeto, (el comprador) lo tiene que tener pase lo que pase. Es capaz de robar y tener la obra. El verdadero coleccionista es ése, el que dice: “Quiero esa obra para mí”. Quiere ésa y no otra. Una obra puede generar sorpresa, después preguntas sobre cómo está hecha y por qué. Son muchas preguntas las que hay que hacerse. Pero si una obra no habla por mí, no vale nada. Tengo 73 años de trayectoria, pero a todo el mundo le digo que tengo 63 años. Mi médico me dijo: “Usted no me habla más de su edad. Ni quiera oír su edad ante otro. Pero, sobre todo, no piense en su edad”. Me siento de esa edad, de 63, y se acabó. Por decreto.

–Mucha gente de su edad se queda detenida, encerrada, no suele hacer cosas.

–La gente que llega lentamente a los 90 se jubila. Y lo peor que le puede pasar a un ser humano es jubilarse, porque se retira de la vida. De manera que, en cuanto a proyecciones, dentro de poco, voy a tener que decir, a la agencia de prensa mía, para que saquen un comunicado: “Noventa años de trayectoria en el arte de vanguardia contemporánea”.

–¿Pero no dice el médico que no piense en su edad?

–Uy, lo dije. Es mi inconsciente. Estoy sano porque no pienso en mi edad. Salvo porque me duele atrás. Tengo pubalgia, una porquería.

–Volviendo al coleccionismo: mucha gente conocida tiene obras suyas. Por ejemplo, Carlos Pedro Blaquier, el dueño del Ingenio Ledesma, que será procesado por complicidad con la dictadura, compró una vez una obra suya. ¿Qué siente respecto de eso?

–Hace mucho que Blaquier me compró una obra. Después lo perdí de vista. Yo qué sabía... Compró una de las que estaban expuestas en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Compró mías y de gente de Madí. Un montón. Cuando alguien está impulsado de alguna manera con algunas obras, las quiere tener sí o sí. Es como un impulso. No se detiene si no se cumple.

–Pero usted, que siempre se ha ubicado en la izquierda, ¿qué siente respecto de que Blaquier tenga, posiblemente, una obra suya dentro de su colección privada?

–¿Cómo no me enteré de eso (lo de la dictadura) por los diarios? Es un coleccionista boludo, entonces. Si la Providencia me da a elegir, elijo el socialismo. Acá hay un candidato que es mitad agua y todos son políticos que buscan encumbrarse. Porque si tienen dinero no es para comprar una obra de arte. Es para publicitarse. Tiene que haber urgente un sufragio hacia gente joven. Se ha elegido un modelo económico malo. En cambio, por otro lado, se ha podido enjuiciar a los criminales de la Argentina. El país ha hecho cosas buenas: se han abierto escuelas, universidades, infinidad de cosas. He tenido un encontronazo: en un acto, desde la primera fila, chisté a Cristina (Fernández) y me dio un beso. Le di un catálogo. Fue al micrófono y dijo: “He aquí un argentino que va a exponer en el Pompidou”. Hizo lo que le pedí. Eso fue en un lugar por Avenida de Mayo, donde se habló de la Bienal de Venecia. Cada vez hago obras más importantes. Pero tengo una falla, y es mi memoria.

–Pero en su autobiografía es muy exhaustivo con los datos.

–Porque anoto todo. Porque voy buscando un suceder.

–¿Cómo fue llegar al Pompidou?

–Iba preparado para que me dieran una pared, dos. Ningún artista tiene una sala propia. Cuando llegué, se me cayó un lagrimón. Me emocioné tanto, porque estaban mis obras en funcionamiento, en una sala. Van a quedar allá. Ahora voy a ir a Belice, con mi yerno, que es el que me acompaña siempre. Es el marido de Vivian. Irina Sol, mi otra hija, no tiene ni novio. Tiene 30 y pico, pero los lleva mal: todo su cariño se lo da a un perro que se llama Pampa.

“¿Prendieron todo?”, interroga. Jorge, Max y Hernán tienen todo listo. La nave espacial Kosice está encendida y, en el museo, funcionan los gases de neón, las luces de colores, el agua. Una bola pequeña flota, dentro de una caja blanca, gracias a imanes. Se la ve a través de un vidrio. Es una de sus últimas criaturas, del año pasado. “¿Qué siente? ¿Qué le expresa? ¿Qué piensa?”: Kosice se ahoga en preguntas, le importa lo que opina el que va a ver lo que hizo y hace. Allí, en el museo, se juntan las obras del pasado, las del presente y las del porvenir: unas maquetas de La Ciudad Hidroespacial cuelgan en una sala oscura. Se ven, dentro de los hábitats, seres diminutos. Lo dijo en 1944 y lo sostiene aún, cerca de sus 90: “El hombre no ha de terminar en la Tierra”. Hay un suceder, claro. Hay un suceder.

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