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Martes, 9 de febrero de 2016
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A propósito del libro Modo de estar, de Irene Banchero

Acortar distancias entre arte y vida

Un bello libro de pequeño formato y reciente aparición –una de las últimas publicaciones de este tipo de la anterior gestión del Ministerio de Cultura de la Nación– compendia la obra que la artista produjo entre 1990 y 2015.

Por Mariana Cerviño *
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Detalle de algunas piezas de Irene Banchero

La primera mirada hacia las obras de Irene Banchero puede detenerse, cómoda, en el presente nítido que ellas ofrecen. Recorrer esas formas precisas y a la vez calladas que instalan al espectador aquí y ahora. Una puede pasar un rato atenta sólo a su declaración constructiva, a su pretensión explícita de conseguir la abstracción perfecta. Parecen fáciles.

Pero no lo son. Luego de ese instante, otras capas empiezan a aparecer. Una estética tan sofisticada no surge mágicamente en la mente individual de su creadora, sino que es el resultado de historias que la preceden.

Dos abuelos maestros en los años veinte; otro argelino, que llega al país huyendo de la guerra, anarquista. Otra, recién llegada de España, trabaja en casas de familia, no termina el colegio primario y pese a eso es una ávida lectora. Padres químicos, egresados de la Universidad de Buenos Aires en su prestigioso período de comienzos de los años cincuenta. Su madre trabaja en el INTA, su padre logra poner una pequeña fábrica de plástico.

La generación de Irene es hija del ascenso social de los cincuenta y de una nueva clase media atenta a las últimas producciones culturales. Su universo empieza a formarse en la Argentina del boom cultural, el momento más expansivo de su historia, los sesenta. Que comienzan antes en realidad, y cuyos destellos alcanzan a proyectarse más allá de la década marcando a su generación.

En un entorno de ideas de izquierda e interés por la cultura universal que por entonces circula a nivel masivo, sus padres se preocupan por ofrecerle una buena educación. Siempre pública, el buen colegio del barrio y luego el Nacional Buenos Aires. Aparte, talleres de dibujo, Collegium musicum, expresión corporal. Circulan en su hogar los fascículos de la Pinacoteca de los genios, la colección Capítulos del Centro Editor de América Latina, entre la ampliada oferta cultural que brindaba la época.

Son también los años de estallido de la cultura juvenil y los del movimiento estudiantil a nivel mundial y local. Los transcurre en el momento más politizado del mítico colegio, en los cines de la Avenida Corrientes donde se ve a la Nouvelle Vague, en Plaza Francia y el Di Tella.

Una familia politizada tempranamente por fuera del peronismo y una actitud personal desafiante tal vez marcada por el abuelo anarco o por un padre rebelde, inclinaron a Irene a no seguir los mandatos de su generación (la militancia) ni los de su familia (la ciencia), aunque sus opciones artísticas no podrían entenderse sin una ni otra. Quizás sea, en parte, esta acumulación la que en los oscuros años que vendrían le permite llevar a cabo dos estrategias de escape o bien de preservación, ambas ligadas a la mejor versión local del hippismo. Primero, el viaje latinoamericano, en su caso a Venezuela, donde hace y vende collares. Más tarde, la pertenencia a un círculo de relaciones ligado a la revista El Expreso imaginario, capaz de mantener viva, aunque comparativamente para pocos, la llama de la década anterior. En esos años hace batiks y conoce a Tulio de Sagastizábal. Juntos deciden dedicarse al arte.

La disposición abstracta. La inclinación por la abstracción de Irene Banchero tiene múltiples afluentes. Como mito, recurso discursivo, promesa renovada, la herencia de las vanguardias está siempre disponible. Las corrientes más vibrantes y diversas se la disputan cada tanto, con resultados bien distintos.

En Argentina, en los cuarenta la cuestión de un arte revolucionario divide a los artistas ligados al PC entre realistas y concretos. Los últimos, contra cualquier ilusionismo, volvían la mirada al carácter objetual (y objetivo) del arte: la opción materialista.

En los sesenta, como señala Fredric Jameson, la poderosa lectura de los veinte hizo explotar los límites que traía de origen. Le dio el vigor de las masas y el de la imaginación al poder.

Luego, durante los noventa, nuevos usos se hicieron de la abstracción y la geometría. Contra la política altisonante de los años setentas, el lenguaje no figurativo permitía eludir formas gastadas del lenguaje. Luego de los neoexpresionismos que conservaban cierto dramatismo artístico, la nueva sensibilidad de los artistas tomó nuevamente la forma como un lugar propio donde experimentar sin declamar.

Su propio itinerario, además de su obra, encarna el punto de encuentro entre dos opciones que podrían pensarse como opuestas y sin embargo se implican mutuamente: la abstracción o la búsqueda de un lenguaje puro –sin anécdota ni relación con las cosas del mundo y cuya representación rechaza– por un lado y el diseño –es decir el arte aplicado a los objetos ordinarios– por el otro.

Y si las marcas de la historia están ahí, la relación personal que Banchero plantea con el arte, conserva sin embargo para sí, cierto silencio: un momento de intimidad respetuoso y furtivo. Por momentos propone el mayor purismo y enseguida vuelve la mirada hacia lo cotidiano con los mínimos recursos: el color, el ritmo, la superficie. Una obra antiautoritaria y en esa medida, contraria al logocentrismo intelectualista.

Un arte que retiene, aunque con alguna melancolía, la búsqueda intelectual más refinada y más persistente de la modernidad. La posibilidad de la belleza de transformar el entorno inmediato, de desnaturalizar las prácticas habituales y al mismo tiempo acortar la distancia entre el arte y la vida.

* Licenciada en Artes Visuales, IUNA, y en Sociología, UBA. Magister en Investigación en Ciencias Sociales y doctora en Ciencias Sociales de la UBA. Dicta la materia Sociología del Arte en la misma universidad y es investigadora del Conicet con sede en el Instituto Gino Germani. También es artista y expone su trabajo periódicamente.

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