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Martes, 5 de junio de 2007
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EXPOSICION ANTOLOGICA DEL TUCUMANO SANDRO PEREIRA EN EL FNA

Variaciones sobre el autorretrato

Yo soy otro es la retrospectiva del joven artista de Tucumán que se acaba de inaugurar en el Fondo Nacional de las Artes. Una puesta en crisis del autorretrato.

Por Fabián Lebenglik
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El novio, de Pereira (2001), 176 x 60 x 40 cm.

A partir de la célebre frase de Arthur Rimbaud “Yo es otro”, Sandro Pereira la transforma en “Yo soy otro”, para titular la muestra antológica que acaba de inaugurar en el Fondo Nacional de las Artes con curaduría de Ana Martínez Quijano. Porque el “yo” y la otredad son los ejes de la exposición de este artista tucumano, nacido en 1974, que vive desde hace un tiempo en Buenos Aires gracias al impacto y la circulación de su obra entre coleccionistas, colegas, críticos y galeristas locales, entre quienes encontró, junto con otros amigos, la red de contención que lo ayudó a fijar residencia porteña.

El despegue de Pereira sucedió cuando mostró su enorme escultura Homenaje al sánguche de milanesa en la Feria arteBA de 2001. Se trata de una obra de dos metros diez de altura por un metro sesenta de lado, hecha en resina poliéster (ver foto). Aquella obra, ahora célebre, fue emplazada por primera vez por el artista en el Parque 9 de Julio, donde el general Bussi había mandado construir un paseo de estatuas heroicas que evocan, en toscas versiones, a los próceres argentinos. Entre toda esa retórica de la epopeya, el artista colocó su “homenaje al sánguche de milanesa”, como un acercamiento mucho más verdadero a la historia argentina de la vida cotidiana. Fuera del acartonamiento kitsch de la escultórica bussista, el Homenaje... de Pereira revela sensibilidad y humor.

En 2001 el artista colocó en el lago del mismo parque un particular Salvavidas. Se trata de un gran pato amarillo que, como un bote a la deriva, lleva a bordo un pasajero –nuevamente un autorretrato–. El pato sugiere una tierna y casi cómica inocencia. Pero cuando se toma contacto cercano, la imagen del sobreviviente que lleva a bordo resulta dramática.

Lo más revelador de aquella experiencia de arte público es que el artista la llevó a cabo el 28 de diciembre de 2001. No sólo el día de los inocentes, sino una semana después de la caída del gobierno nacional y la movilización popular. Ese personaje salvado, a flote y a la deriva, resulta trágico y conmovedor en el marco apacible del lago y el parque, pero sobre todo como metáfora de la salvación ante el naufragio argentino, en medio de la crisis social y económica que entonces parecía terminal.

En 2001 Pereira presentó en Buenos Aires la exposición Muchachito de pueblo en el Espacio Duplus, y experimentó el vértigo de la fama en arteBA.

La muestra de Sandro Pereira no sólo funciona como una antología de su obra desde fines de los años noventa, sino como un homenaje a otros dos artistas ya muertos: el gran Pablo Suárez y el tucumano Rodolfo Bulacio, quien murió prematuramente a los 27 años, hace una década. Pereira reconoce influencias de ambos, relaciones y admiraciones explícitas. De algún modo, a veces evidente, a veces no tanto, ambos están citados en varias de las obras. La exposición incluye piezas de Suárez y Bulacio, para que el homenaje resulte completo.

Algunos de los varios puntos de contacto entre Pereira y sus homenajeados: cierta ideología social del arte, una mirada original sobre lo popular; algunos personajes, climas y actitudes.

Sandro Pereira fue uno de los fundadores del grupo El Ingenio, en Tucumán, que tuvo actuación en uno de los peores momentos de la crisis del país y de la provincia: “En Tucumán –afirma el grupo en aquel momento– además de la ‘casita histórica’ hay un 30% de desocupación y más de un 50% de la población es pobre (como en el resto de la región). Tenemos una economía quebrada que influye decisivamente en el aspecto cultural; pero en medio de esto, surgido casi de la propia imposibilidad, hay gente produciendo arte frenéticamente, nutriéndose de su propia energía y de la que puede extraer del afuera. Es por eso que estamos aquí, abriendo las puertas de un ingenio, cuando la mayoría de ellas se cierran”.

En 2002, el grupo expone su obra en Madrid, gracias a la gestión de la crítica argentina Eva Grinstein, que por entonces integraba el equipo de curadores de la Casa de América. En 2003 Pereira expone en el Malba junto con Nahuel Vecino, en el marco del ciclo “Contemporáneo”, con curaduría de Gumier Maier. Ese año es seleccionado para integrar el Programa de Artes Visuales del Centro Cultural Rojas y Guillermo Kuitca, que se desarrolló hasta 2005. Integra el envío a la Bienal del Mercosur, cuando en 2005 Grinstein es la curadora de la representación argentina.

El artista vuelve a exponer en Madrid en 2006, por invitación del crítico Kevin Power.

Los autorretratos de Pereira van de la ensoñación a la exaltación, de la ternura al oprobio; del ridículo al tormento. Coloca al género del retrato en un lugar de crítica y autocrítica; en un recorrido donde su imagen personal oscila entre el heroísmo y la abyección. El ojo del artista transita un arco que va de la versión comprensiva hasta la mirada impiadosa, milimétrica, detallista.

El tema de las escalas también funciona como una clave de sentido: hay piezas pequeñas, manuables y otras, enormes, todas autorretratos que configuran un imaginario riquísimo –a través de tamaños que invierten las expectativas– y al mismo tiempo generan una mirada del mundo, del efecto del mundo sobre el yo. En este sentido, la noción de autorretrato excede al género del retrato, porque lo autobiográfico no sólo debe entenderse como la transformación visual de un relato en imágenes que evocan la vida cotidiana del artista, sino como la puesta en imagen de un modo de interpretar el mundo.

Otra de las esculturas que catapultaron a Pereira, ahora exhibida en el Fondo de las Artes (y anteriormente en el Malba, en 2003), es El novio (2001): un autorretrato en tamaño natural que muestra un hombre desnudo, que púdicamente cubre sus partes porque lleva pintado el atuendo de casamiento, pero al mismo tiempo exhibe su desnudez. A su vez, el cuerpo está salpicado de granos de arroz, como restos de un ritual. El pudor revela varios aspectos de la exposición, especialmente en aquellos trabajos en los que el artista se evoca a sí mismo al límite del ridículo y la abyección. El pudor es siempre constitutivo de la obra.

Como dice el crítico tucumano Jorge Figueroa –cocurador de la exposición– en su libro En el palimpsesto, “Lo de Pereira es absolutamente autorreferencial. ‘Cuando trabajo me importa lo que quiero decir, mandar el mensaje. El gordo soy yo, en diferentes circunstancias’, afirma sin titubear el artista, quien utiliza en sus esculturas calcos de su propio cuerpo. Sea en el grabado o en el dibujo, en la fotografía o en la propia performance, el ‘mensaje’ es el mismo...”

En la serie de los autorretratos fotográficos el artista superpone diversas fotografías de su rostro y las agujerea de un modo insistente, obsesivo, inquietante. Cada foto (cada capa) deja ver algo de la anterior. Aquí Pereira llega a un ejercicio metódico de perforación destructiva que resulta casi estremecedor en su simpleza. La percepción humana está ultraespecializada en reconocer rostros. En términos muy generales todas las caras son parecidas, pero la intensidad y el detalle con que se observan y reconocen permiten establecer tipologías y diferencias no sólo entre personas distintas, sino también en una misma persona a lo largo del tiempo. La cara, como eje de los autorretratos, pasa a ser un territorio a descubrir, en todos sus accidentes y características, para transformarse en un repertorio de signos con los cuales se establece un código convencional. Así, el artista fabrica un alfabeto propio, con su gramática, en donde las cosas no significan por su similitud sino por su funcionamiento en un contexto. Y en el marco de los demás autorretratos el propio Pereira, con la irrupción de esta serie fotográfica, abrió un abismo. La doxa construyó alrededor del rostro una definición que lo caracteriza como “espejo del alma”, como indicio de natural bondad o perversa criminalidad, como condensación de las cualidades del sujeto, como referencia definitiva y elocuente de una cadena de culpabilidades multiformes. Pereira cita elípticamente esta clase de tipificaciones y las pulveriza.

Los autorretratos de Pereira discuten esa noción consabida: la de la afirmación del yo. Aquí hay afirmación, pero es una afirmación ambigua. Por lo visto hay además muchas otras cosas, especialmente un trabajo de disolución, cercano a la sensibilidad y al estado de la subjetividad contemporánea.

Si la tradición del autorretrato funcionaba como un señalamiento (“Ese soy yo”), la obra de Pereira dice al mismo tiempo varias cosas: “Ese soy yo”, “Ahora no lo soy”; “Estoy dejando de serlo”; “Soy otro”; “Me multiplico”, “Me destruyo, me disuelvo...” y así siguiendo. (En el Fondo Nacional de las Artes, Alsina 673, hasta fin de junio.)

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