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Martes, 10 de julio de 2007
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EL LIBRO SOBRE UN MAESTRO DEL ARTE ARGENTINO DEL SIGLO XX

Roberto Aizenberg, a la distancia

La obra de Roberto Aizenberg (1928-1996), un maestro indiscutido del arte argentino de la segunda mitad del siglo XX, merecía un libro como el que acaba de publicarse. Surrealista y metafísico a su modo, el gran artista excedía sin embargo todas las clasificaciones.

Por Dawn Ades *
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Autorretrato, óleo de Aizenberg de 1993.

El 4 de noviembre de 1986, Roberto Aizenberg me recibió en el estudio de su casa de Buenos Aires. Yo me había enamorado de sus torres y quería conocer más sobre su trabajo. Me pareció asombroso que un artista de su visión y talento fuera prácticamente desconocido en Inglaterra y en el resto del continente europeo. Esta primera visita a la Argentina en 1986 fue parte de la preparación de Art in Latin America 1820-1980, una inmensa muestra en la Hayward Gallery que finalmente se realizó en 1989. Posiblemente la muestra era demasiado amplia y ambiciosa, pero es que teníamos una enorme cantidad de material nuevo y maravilloso. Nuevo, al menos para historiadores ingleses como yo. La exposición trataba de una parte de la historia del arte con la que yo estaba familiarizado, pero que siempre quedaba escondida o en los márgenes. Sentí que había suma urgencia por presentar la mayor cantidad posible de ese arte al público europeo.

Al mismo tiempo, esto significó que no pudiéramos explorar en profundidad el trabajo de artistas individuales. Si hoy tuviera la oportunidad de curar una exposición que lo permitiera, se la dedicaría a Aizenberg. Los siguientes comentarios, que deben mucho a aquella conversación que tuvimos en 1986, se construyen alrededor de la intención de que esta muestra imaginaria se convierta en realidad.

Esa exposición, para la que este libro ofrece un excelente ejemplo, presentaría la obra de Roberto Aizenberg desde una doble perspectiva: la primera establecería el carácter único y completamente distintivo de sus pinturas, junto con su desarrollo y crecimiento artístico. La segunda perspectiva exploraría las diferentes líneas que conectan su trabajo con el arte moderno en la Argentina, la pintura italiana, el Surrealismo y la vanguardia europea. Estas son categorías inusuales, pero la intención es integrarlas para permitir una visión única sobre un selecto grupo de obras de los artistas en los que Aizenberg estaba interesado: Batlle Planas, De Chirico y Max Ernst. No es una cuestión de influencias, sino de seguir la inteligente comprensión y el estudio de los “lenguajes” de la pintura que hizo Roberto Aizenberg durante el siglo en que el medio pictórico enfrentó el desafío de la fotografía y de otros modos de representación y comunicación. Una muestra así sería más que oportuna en este momento, en que la pintura reafirma su vitalidad en todo el mundo.

El taller de Roberto era despojado, blanco y extremadamente ordenado. Allí me mostró numerosos cuadros y generosa y pacientemente respondió a mis preguntas. Hablamos sobre De Chirico, sobre el Surrealismo y especialmente sobre la práctica del automatismo. Esto fue una sorpresa, y también, un ejemplo de cómo Aizenberg exploraba técnicas y las integraba en su propia práctica.

Sus dibujos de principios de los años cincuenta, incluyendo un cuaderno de bocetos de alrededor de 1954, eran, dijo, “automáticos”. A diferencia de la mayoría de los dibujos automáticos de los surrealistas, que tienden a recrear su propia espontaneidad, los de Aizenberg son inusualmente geométricos, ordenados y abstractos. Fue precisamente de estos dibujos de donde surgieron sus experimentos con el cubismo analítico, como en Figura, de 1953. El automatismo, para él, era un modo de “evadir las interferencias del entorno cotidiano”. Aizenberg compartía con los primeros surrealistas, como Breton y Masson, la idea de la “abstracción” de lo que nos rodea.

Sin embargo, creo que, en su caso, la intención no era –o al menos no principalmente– internarse en los misterios de la psique, o buscar recuerdos reprimidos, sino concentrarse totalmente en el florecimiento de la imagen. La diferencia quizá sea irrelevante, porque claramente estos dibujos tempranos de Aizenberg comparten las cualidades de la “imagen surrealista” tal como la describía Breton: el inesperado encuentro, las transformaciones, las metáforas sorprendentes. Dibujo, de 1950, es un magnífico ejemplo del poder desorientador de la imagen: la incertidumbre acerca de la escala de la “arquitectura/paisaje” es reforzada por la incertidumbre acerca del espacio y la orientación. Es casi como si estuviéramos dando vueltas dentro de la Torre de Babel de Brueghel, que persigue persistentemente la primera Torre, pintada por Aizenberg ese mismo año. En el dibujo, una planta de largas hojas parecería crecer desde el borde de la apertura hacia abajo; debajo de ella, aparecen llamas brotando “como hojas” de una torre en llamas, con aspectos de volcán. Para mi exposición, me gustaría colgar este dibujo frente al frotagge de Max Ernst, Historia natural (1926), en el cual una enorme figura con forma de hoja en primer plano se repite en el horizonte como una forma de concha marina. Y al lado de Figura colgaría uno de los tempranos dibujos surrealistas de Masson, con fragmentos arquitectónicos donde los trazos libres y azarosos son invadidos por las huellas de su estilo cubista. Roberto se educó primero en el campo de la arquitectura y luego empezó a dibujar. Estructura y amorfismo interactúan en estos dibujos “automáticos”; el intenso sombreado en Figura construye tanto la figura como la arquitectura, y la “cabeza” es un globo gigante.

Las primeras palabras que Roberto me dijo parafraseaban el famoso desafío de Arquímedes: “Dame un punto de vista y te mostraré el universo”.

Los pintores, al trabajar en superficies planas, usan la perspectiva –un cierto punto de vista– para crear la ilusión de espacio y para darles una identidad a los objetos tridimensionales. El lugar desde donde uno ve determina lo que uno ve. En ausencia de perspectiva, la certeza desaparece. Pero, en las pinturas de Aizenberg, las formas tienen una fuerte presencia, pese a lo ambiguo de la perspectiva del espacio. Algunas parecen completamente abstractas, otras tienen una clara relación con formas conocidas: figuras, torres.

Muchas veces, la línea del horizonte cruza el plano de la pintura, generalmente detrás de la forma, por lo que ésta parece existir en el espacio. Este espacio es de color, casi siempre plano; raramente, como en Pájaro, con una sombra. En Pájaro, como en las torres, la forma gana solidez con el cuidadoso degradé tonal de un mismo color en segmentos verticales que van de oscuro a claro.

El placer que estas pinturas provocan está relacionado en parte con la dialéctica visual entre forma pura y objeto, que introduce al espectador en un constante “ida y vuelta” perceptivo entre la superficie y la ilusión de una “escena”. En un nivel, parece haber fachadas, pero nunca son sólo eso. Aizenberg desenmascara los juegos de De Chirico en sus perspectivas de paisajes urbanos, donde puntos de vista divergentes –arcadas, plazas y edificios en diferentes perspectivas– crean espacios imposibles. De Chirico sería un artista clave en esta exposición, con sus series de torres monumentales, centralizadas y simétricas de alrededor de 1913: probablemente La gran torre o Nostalgia de lo infinito. Roberto me comentó que no podía definir quién era el más importante: Picasso o De Chirico. Ambos deberían estar presentes.

Pero de los cubistas, hay dos más que, se me ocurre, comparten su sensibilidad: Juan Gris y el argentino Pettoruti. En su despojado, casi matemático orden, hay una afinidad entre las obras de Aizenberg y las de Juan Gris. Este último, meditando sobre la cuestión de la abstracción versus la representación, dijo que él solía hacer que sus pinturas se parecieran al tema X, pero que ahora el tema X se parecía a su pintura. La pintura, en otros términos, tiene la última palabra. Las formas segmentadas que parecen abanicos en las obras de Aizenberg tienen indudables similitudes con las formas en los trabajos de Juan Gris, pero Aizenberg lleva la pregunta sobre la incertidumbre de la imagen pintada mucho más lejos. El tema X, por ejemplo, puede ser diversas cosas. Roberto aceptaba que el espectador de sus obras interpretase por sí mismo; a él no le importaba cómo era leída una imagen –se tratara de una piedra, un pájaro o una planta–. También es importante prestar atención al modo en que las formas están equilibradas en muchas de las obras: tocan el suelo con la fugitiva no-permanencia de un trompo. Aizenberg contrapone simetrías y asimetrías, lo plano y lo tridimensional, imagen y forma, lo sólido y lo pulsátil. [...]

El trabajo de Roberto ilumina y es iluminado por las conexiones con otros artistas, y yo diría, como historiadora del surrealismo, que tendría que formar parte de la historia internacional del movimiento, aunque de ningún modo está limitado a ello.

Un último recuerdo es la congoja que tiñó nuestra reunión, ensombrecida, como estuvo, por los recuerdos de la tragedia sufrida por la familia de Roberto, como la de tantos otros, en la Argentina de fines de la década del 70. Pese a ello, estaba dispuesto a hablar de su trabajo y de sus ideas con un espíritu abierto y generoso. Afortunadamente para nosotros, no dejó de pintar.

Roberto Aizenberg fue uno de los grandes artistas de la Argentina del siglo XX, formó parte de su historia; pero ése no debe ser su único reconocimiento. Su lugar está en la historia global del arte del siglo XX.

* Historiadora del arte británica. Universidad de Essex. Prólogo del libro Aizenberg, escrito por Victoria Verlichak, recientemente publicado por la Fundación CEPPA.

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