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Martes, 9 de octubre de 2007
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MUESTRA DE MARIA HELGUERA EN EL MUSEO DE BELLAS ARTES

Dos ciudades, dos mundos

Una muestra que reúne cuadros recientes y obras de los años setenta exhibe la convergencia pictórica de dos mundos a partir del exilio en 1976. Historia, presente y memoria.

Por Fabián Lebenglik
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Vinieron a visitarme II, 2007, óleo de Helguera, 150 x 180 cm.

En el Museo Nacional de Bellas Artes se presenta una muestra de María Helguera, artista argentina (Buenos Aires, 1943) que se exilió a España en 1976 y desde entonces vive y trabaja en Barcelona. Este corte, Buenos Aires-Barcelona, estas dos ciudades, estos dos mundos, estas dos etapas de la vida convergen en la artista y en la obra. Constituyen un corte y al mismo tiempo, por las paradojas que siempre propone el arte, una continuidad.

Según escribe Jaume Vidal Oliveras en el catálogo de la exposición: “De alguna manera, la obra de la artista se expresa como un bumerán que se lanza al exterior y que ha de regresar a la posición desde la que se lo ha arrojado. Más aún, el bumerán, instrumento de caza, conlleva, al término, una presa, esto es, una ganancia. Conquista que está implícita en todo movimiento o viaje. Pues el sentido profundo del viajero es la vuelta al punto de partida, pero enriquecido por la experiencia de la aventura”.

La distancia real, física, emocional y geográfica supone una distancia también de la mirada y simultáneamente tiende un puente. La distancia propone una elaboración creativa sobre lo que está allá, lejos en el espacio y en el tiempo y lo transforma en una tercera cosa, que es mezcla de aquí y ahora con el allá y entonces. Helguera construyó esta idea de lo argentino a la distancia, una vez llegada a Barcelona.

En este punto la arista cuenta que “instalada en Barcelona, mi trabajo espontáneamente se ha orientado hacia una reflexión que podríamos denominar sobre los orígenes, que abordo desde diferentes perspectivas. En primer lugar, la pintura. Estando en Europa y en Barcelona, he sido permeable a la influencia de la pintura española y catalana y de la historia del arte en general. De ellas tomo elementos puntuales, pero también interpreto obras emblemáticas a mi manera, a lo criollo. La Ultima Cena, de Leonardo; La novia judía, de Rembrandt, o Las meninas, de Velázquez, por ejemplo. Por otra parte, desde Europa –con el ejemplo de Antoni Tàpies, entre otros– me he interesado por el arte primitivo y su contenido mítico. He trabajado en esta dirección y en algunas obras he incorporado elementos textiles que aluden a las culturas autóctonas precolombinas y al trabajo femenino. En fin, mi búsqueda como artista continúa en torno del inagotable mundo de ‘la cuestión argentina’, con la convicción de que en arte nos nutrimos más de lo que no sabemos que de lo que creemos saber”.

Ese viaje al origen y a la distancia, ese puente entre dos mundos resulta un movimiento hacia el no saber. Las creencias y saberes se suspenden, o se incorporan, y el gesto siguiente consiste en avanzar hacia zonas desconocidas, que en parte conformarán (darán forma, color, textura a) la pintura. El ideal que persigue María Helguera, su utopía privada, es, como dice en el documental que se proyecta en el contexto de la exposición, “pintar un cuadro inagotable como el mar, de muchas lecturas, y que muestre mis dos mundos: Cataluña y Argentina”.

En la distancia la artista construye un pintura donde sus mundos se encuentran y la misma distancia la pone en situación de destilar sus recuerdos, impesiones y vivencia, de sintentizar las imágenes que evoca a través de la memoria.

Una de las series que se exhiben en el Museo de Bellas Artes –Vinieron a visitarme– es una evocación de Las meninas que se le apareció a la artista sin proponérselo. A partir de esa evocación y de las citas, el cuadro de Velázquez se transforma en un mundo acriollado, en el que aparecen personajes, bocas, gestos, atributos... propios de los arquetipos argentinos que Helguera viene trabajando en su obra. También allí se pone en juego (precisamente) la matriz lúdica de sus cuadros de juventud, de aquella pintura que la artista realizaba en los años setenta, cuando vivía en la Argentina. Allí se cruzan la pintura europea, la historia del arte, la cita, con la reelaboración de lo argentino, cifrada en detalles, actitudes, personajes y gestos que toman formas arquetípicas.

La exposición propone además un interesante movimiento retrospectivo, porque junto con la última producción de la pintora, también se muestra una selección de telas de los años setenta, en donde se percibe cierta lúdica ingenuidad no sólo a través del color, el tratamiento y los temas sino en el planteo de la pintura como ventana al otro mundo.

El montaje de la exhibición provoca un verdadero movimiento retrospectivo, porque supone un viaje al pasado. En la primera sala se presenta la pintura más reciente y en la segunda sala, la obra de los años setenta, como Personaje de las cortinas, Tigre en el paisaje, Tristeza de ausencia, Maceta con flores, El diván o Ciudad de mi infancia pavorosamente perdida. Casi como una obsesión, esta serie repite el motivo de la ventana, el paso a otro mundo, que a veces se vislumbra, a veces se sugiere, otras veces está explícito. La ventana es un tema recurrente y simbólico, en cierto modo es también anticipatorio, la ventana anuncia siempre otro mundo, soñado, buscado. Un mundo que, más allá de si se trata de viaje al futuro o al pasado, supone un (deseo de) traslado en el tiempo y el espacio.

En relación con las fuentes más próximas que alimentan la imagen de los últimos años de la artista, la argentina Irma Arestizábal detalla: “Antonio Berni, Roberto Aizemberg, Juan Carlos Distéfano, Manuel Mujica Lainez, Jorge Luis Borges y Horacio Quiroga se quedan pero también dejan lugar a Joan Hernández Pijuan, Antoni Tàpies y Albert Ràfols-Casamada y al poeta Arnau Pons cuando Helguera se instala en Barcelona”.

Una de las obras centrales de la muestra es Las olas del tiempo, una instalación que consiste en un vestido suspendido rodeado de móviles. El vestido, una cita de Frida Kahlo, está trabajado muy delicadamente con dibujos bordados que reproducen en clave textil los motivos pictóricos –los arquetípicos malevos– de las telas de Helguera. Como apunta Vidal Oliveras, en esta pieza se juega el tema de la frontera, tanto por la situación fronteriza (entre dos mundos) de Helguera como las características y contexto de citas de Kahlo, que pintaba un vestido similar mientras estaba en Nueva York, aunque con la cabeza y la mirada puestas en México.

Dos enormes trípticos enfrentados en la primera sala, uno blanco y otro rojo, remiten directamente a una versión criolla de la escena bíblica de La Ultima Cena, mientras otro cuadro, también de imagen criolla, evoca la imagen de La Piedad. Se trata de pinturas de imágenes contundentes, simples, muy personales, donde también se destaca el trabajo con la textura y la materialidad de la pintura. Cuadros que resultan simbólicos no sólo por su doble referencia, bíblica y criolla, sino también por la corporeidad y el volumen que sugiere la aplicación de la pintura con espátula, los relieves con su impronta táctil y visual al mismo tiempo. (En el Museo Nacional de Bellas Arte, Avenida del Libertador 1473, hasta el 28 de octubre).

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